La vida da muchas vueltas, y ésa es una de las razones por las que conviene ser buena gente: nunca sabes cuándo podrás necesitar la ayuda de los demás.
Hace unos años, yo disfrutaba de estabilidad emocional y una vida regalada. Mis mejores amigos no disfrutaban de una posición tan privilegiada como la mía. Si ellos hubieran sido envidiosos, o si yo hubiera sido tan imbécil como para no compartir con ellos, habríamos dejado de ser amigos.
Si entonces le hubieran dicho a Antonio –que llegó a Madrid con una mano delante y otra detrás-, o a Cris –superviviente nata-, que llegaría un momento en el que tendrían que invitarme a comer o pagarme la leña de la chimenea, no lo habrían creído. Pero así es la vida: hoy estás arriba, mañana estarás abajo. Y viceversa.
A lo largo del camino, me he ido despojando de todo aquello que me daba cierta preeminencia en mi pequeño círculo social: ya no hay un hombre a mi vera, siempre a la verita mía; ni gobierno una gran casa. Mientras, mis amigos han comenzado a recoger los frutos de su trabajo y disfrutan ahora de todo lo que yo he dejado de tener. Si yo fuera envidiosa, o si ellos no compartieran conmigo, habríamos dejado de ser amigos.
Popeye y yo nos conocemos desde hace 20 años.
Entonces él era un estudiante de la marina mercante sin domicilio fijo, y tenía que buscarse la vida y aceptar la hospitalidad de amigos y familiares cada vez que desembarcaba.
Quién nos iba a decir que, 20 años después, mis hijos y yo seríamos los que aceptaríamos la hospitalidad y el cariño de su hermosa familia –tan querida por la mía-. Que todos los veranos recalaríamos unos días en su gran casa de capitán de la marina mercante. Que yo, que apenas tengo para pagar la gasolina que cuesta llegar hasta aquí, pensaría en todo esto sentada en la popa de su yate.
Marisol Oviaño
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Hola Marisol, qu