¿Cómo no recordar los juegos de calle en mis años de la infancia cuando callejeando me encuentro de sopetón entre aquellos lugares donde rompía las medias suelas que de inmediato había que reponer, así como los remiendos en la culera de los pantalones llenos de parches?
Y con ello, la ocasión de rememorar aquellos saltos y escondites por los derribos de las viejas casas entre porrazos y arañazos y algún que otro roto, enganchada la ropa a una reja desvencijada y con medallas de sangre en la cabeza tras la batalla de piedras contra una “banda vecinal”.
Igualmente el juego tras una pelota de trapo en los solares y con alguna que otra gamberrada con las que finalizaban los días a la espera del siguiente, y que tras la salida del cole volveríamos al encuentro callejero donde disfrutar incansables.
Pero no todos eran juegos de correrías, pues también los de estrategia y con tintes de pericia ocupaban nuestro tiempo. Nos bastaba con acudir a la caja de hojalata encima de la mesa de camilla de nuestras madres y hacer acopio de botones para luego presumir de los que para cada uno eran los mejores.
El portero era el de gabardina: amplio y gibado; luego estaban los de chaqueta, siempre eficaces tanto para el ataque como en sus funciones defensivas. Y el de gabán, negro y de pasta que nos servía para impulsar a los botones rasgando cima de ellos, atinando al que hacia de balón: uno pequeño y regordete con el que se lograba el tanto metiéndolo entre las dos chapas reforzadas de plomo que formaban la portería.
No era la acera de mi calle, ruda por sus losetas, con canalillos entre ellas, el mejor sitio donde emplazar el juego. ¡Ni falta qué nos hacía! Porque a lo largo de ella existían unas claraboyas de cemento satinado en las que embutidos unos ojos de cristal, daban luz a los sótanos, y sobre las que con un trozo de tiza marcábamos las líneas del campo necesarias para el juego, donde situar a nuestros botones que se deslizaban veloces.
Y todo me ha venido al recuerdo al encontrarme paseando por mi calle de infancia en la que sus viejos solares navegan por mi mente, mientras al caminar por las aceras de mis juegos, hoy amplias y lustrosas tras el plan E de rehabilitación llevado a cabo, me lleno de nostalgia.
Pues al buscar y no encontrar las claraboyas cubiertas por losas de moderno diseño, veo zozobrado que lo poco que nos quedaba de aquellos años de juegos ha desaparecido para siempre.
Y es cuando me pregunto el por qué nos tienen que quitar lo poquito de aquello, que como tantas y tantas otras cosas se pierden en el tiempo.
Julio Cob Tortajada
Colaborador de esta Web en la sección «Mi Bloc de notas»
http://elblocdejota.blogspot.com
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