Mientras subía las escaleras de aquel viejo ambulatorio, el cual no había cambiado demasiado en los últimos treinta años, me cuestionaba, como supongo que harán la mayoría de los enfermos, el porqué de la situación: ¿Qué necesidad tendré yo ahora, de enfermarme del hígado y que mis transaminasas estén por las nubes? ¿Estará mi hígado tan inflamado como el de un pato criado para hacer foie gras? ¿Será un cáncer maligno que me va a fulminar en menos que canta un gallo?
Con esa paranoia, me senté en unas butacas de espera más propias de un autobús que de un ambulatorio del siglo veintiuno. Pensé que: si en treinta años, no las habían cambiado, ahora con la puta crisis, no se cambiarían, al menos, en otros treinta, por lo que, sin ninguna duda, pasarían a ser las butacas más amortizadas del sistema sanitario español.
Las dos mujeres que había sentadas delante de mí, justo debajo de un letrero que invitaba a desconectar los teléfonos móviles, hablaban sobre un asesinato. Eso me llamó la atención, no tanto por lo morboso ¿O sí? como por lo poco habitual. Agudicé mis sentidos, cabizbajo, simulando que jugaba con mi BlackBerry, para escuchar los macabros detalles de la conversación:
– Mari, yo le dije a la policía, aquella gorda fea que subió a mi casa, que yo no había tocado nada. Me tomaron fotos hasta de la huella de los zapatos. Mi pobre cuñada estaba en la cama en bragas y tenía el cuerpo lleno de puñaladas. Allí había más sangre que en las matanzas que hacía el abuelo el día de San Martín. Me preguntaron también, varias veces, si yo había escuchado o visto algo. Les dije que no y ellos, erre que erre, no paraban de decirme que eso era imposible. Les tuve que decir si es que estaban insinuando que yo había matado a mi cuñada, y en ese momento es cuando me dió el ataque que me dió. Mari: ¿Tú me entiendes, verdad?
– Claro, chiquilla, no es para menos -dijo la amiga como si hubiera escuchado mil veces la misma historia.
– De mi hermano no sabemos nada desde aquel día, ní cómo estará el pobrecito. Mari, yo creo que mi hermano no hizo eso. Él no fue, estoy segura. Debió de ser un novio que tuvo ella antes de mi hermano. Mi «rojo» no era malo, Mari.
– Sí, chiquilla, espera, que la enfermera ha salido a nombrar, escucha…
La enfermera llevaba unas gafas sujetas por un cordelito a su cuello. Era una señora a punto de jubilarse, con más de veinte bolígrafos que salían por el bolsillo superior derecho de su bata blanca, lo que le daba un toque más intelectual.
– Atención, dijo. Voy a nombrarles por el orden que van a ir entrando a la consulta: María López López, Trinidad Salcedo García, Rogelio Martínez Oñate, Ascensión Gutiérrez Fresnedo, José Fernández Belmonte, José Fernández Belmonte y Gloria Nus Martínez.
Me hizo gracia que el único nombre que repitió dos veces fuese el mío, así que me resultó llamativo haber provocado esa reiteración, pero no le di importancia, ya que pretendía seguir escuchando la conversación sobre el brutal asesinato.
Fue inútil. La tal Mari, era la primera paciente y la cuñada, la sospechosa de asesinato, era su acompañante. Allí acabó esa historia, justo en el instante que surgío la siguiente.
Una mujer que acababa de sentarse a mi lado, me saludó efusivamente:
– Hola, José. Cuánto tiempo sin verte – exclamó con una sonrisa de oreja a oreja.
– Sí, es verdad, ¿Cómo estás? -dije esto porque no me acordaba en absoluto de esa mujer.
– Sólo regulín regulán. Si no, a qué iba a venir al médico, mejor estaría en La Plaza de las Flores, en una terraza, tomando un café… ¿no te parece? -bromeó tan simpática la mujer.
– Tienes toda la razón. -Respondí por decir algo.
– ¿Sigues con eso de la ecología, José? -Me preguntó interesada.
– No, ya pasé esa página de mi vida, ahora tan sólo me dedico a vender tintes para el cabello y champús por medio mundo.
– Menudo cambio de vida que pegaste, quién lo iba a decir, yo te veía más metido en política que vendiendo tintes -dijo la desconocida que parecía conocerme mejor que yo mismo.
– ¿Y tú, sigues trabajando donde siempre? -Le dije soltando esa pregunta trampa, intentando con ello, conseguir alguna información adicional que me ayudara a recordarla.
– Sí, así es, sigo en la Concejalía de Juventud, luchando para que los jóvenes puedan canalizar sus iniciativas, pero sabes, no han venido muchos con tanto empuje como tú tenías -me dijo de forma halagadora.
Estando en plena conversación, la enfermera volvió a salir, con la intención de realizar alguna aclaración.
– Disculpen, un momento: ¿Hay dos José Fernández Belmonte o es que lo hemos duplicado al anotarlo?
– No lo sé -exclamé orgulloso levantándome del asiento- Yo soy José Fernández Belmonte.
– ¡Y yo también! -dijo otro tipo a escasos metros de mí.
– De acuerdo -exclamó la enfermera con toda normalidad-. Entonces va usted primero -refiriendose a mí- y después usted -señalando al otro José Fernández, que nada tenía que ver conmigo.
Aquella especie de biógrafa, que me había aperecido en la Concejalía de Juventud me miró riéndose. Sin embargo, a mí no me hizo ni pizca de gracia. Yo, hasta ese momento, no me había planteado la posibilidad que alguien se llamara exactamente como yo; y ahora, ese tipo estaba delante de mí.
Al parecer, a él no le supuso ningún trauma. Seguía leyendo su diario deportivo como si tal cosa. Sin embargo, yo sentía que me habían robado algo muy íntimo, casi como si alguien me hubiera avisado de una supuesta infidelidad conyugal.
Decidí observarlo, en la distancia. Era más alto que yo, al menos unos veinte centímetros. Tendría como diez años menos. Lucía más cabello y nada de barriga. Leía, despreocupado, el diario, por lo que intuí que disfrutaba de una vida con menos problemas que la mía, disfrutando, con pasión, de los goles de Leo Messi y los acelerones de Fernando Alonso.
La vieja conocida de mi juventud rebelde seguía hablándome, pero ya no la escuchaba. Tan sólo miraba, embelesado, a mi otro yo desconocido . A aquel otro yo más joven. Lo sentía como una versión mejorada de mí mismo. Como debió de sentirse el Seat Ibiza CLX del año 2010 cuando sacaron al mercado el nuevo Seat Ibiza CLX del año 2011. Frustrado. Anticuado. Derrotado.
Sumido en esa nebulosa mental, vi salir a la señora que me precedía. Me levanté sin mediar palabra y como un robot programado me dirigí a la consulta del hepatólogo.
No recuerdo muy bien cómo conseguí salir, de aquella consulta, con el volante para el especialista que me debía autorizar la punción hepática que necesitaba, pero lo conseguí.
Esa nube tóxica tan sólo se desvaneció cuando bajaba las escaleras con el volante en la mano y un lotero maleducado, plantó, delante de mis narices, una ristra de cupones mientras me gritaba: ¡Llevo el premio, llevo el premio! No podía apartar de mi mente a ese otro José Fernández y, para colmo, también Belmonte, como mi madre. Ese otro yo más actualizado, con más extras, tenía muchas más posibilidades de que todas las féminas del mundo se lanzaran a sus pies. La envidia que sentía hacia mi avatar, me supuso algo así como una bestial patada a mi enfermizo y castigado hígado.
José Fernández Belmonte
Blog del autor
La suerte de leer los relatos de jose la tienen pocos y me alegra de contarme entre las que sueltan su imaginaci
Es un bonito relato nos hace imaginar cosas que puenden pasar en cualquier sitio. Algunas veces tus relatos los veos tan reales que pienso que son cosas que te han sucedido,tus personajes son interesantes y muy naturales con situaciones que se puden presentar a diario. Felicidades Sr. escritor. Muchos
Amigo… muy bueno tu relato… me encanto, te felicito… continua asi… es una manera de distraer la mente de tantas cosas, es buen ejercicio a la imaginaci