Fugaz se vistió la dama, de rostro oval en el espejo. Yo apenas cogí tiempo de voltearme y atisbar la fina tela gris que subía por el blanco de su espalda.
La conocí de frente, con su vestido gris arremolinándose a sus piernas con el viento, caminando hacia a mi o hacia ninguno. Pero sucede que su rostro oval reflejado en el espejo cerraba los párpados. Y entonces el vestido fino resbalaba en la insensatez de nuestras mentes, y nos dejaba entrever su cuerpo como un cisne blanco asesinado en la mitad de la noche. No era lo que se dijera una realidad lisa y llana, como quién diría. Soñábamos con las puntas de los dedos estirados como besos, como garras que horadaran la tierra, como estrellas palpitantes de estertores.
Pero para que nadie piense mal y se me entienda, relataré todo tal y como fue desde el principio. Yo estaba tendida con los pies desvelados por la fiebre (era el comienzo de la infamia). La dama oval acercó su espejo de muñeca distraída y los dos se miraron riéndose, como si les picara la avispa de la risa. Luego mis calcetines de colegiala aplicada se salieron cual dos guantes y los dedos de mis pies tintinearon, desafinados de frío, como un piano desdentado.
Entonces me levanté para no verla porque consideraba impropio dirigirse a una mujer sin rostro. Ella, intuyendo mi premeditado desdén, comenzó a golpear el piso con sus firmes zapatos de tacón. No me volví. Continué escuchando a través de la ventana el tierno canto de los corazones desbocados. Era un canto arriesgado y monótono que de a ratos se acercaba mucho al zapateo de la diva.
Me giré para sorprenderla y arruinarle de una vez todos sus planes pero ella me soltó, desvergonzada y tranquila, que si quería ser una artista de verdad, debía intentar no ser tan previsora.
Luego se recostó en mi lecho de espaldas a mi y una sombra oscura se esbozó en el muro. Ví su brazo estirarse por arriba de mi cuerpo y alcanzar una delicada campanilla de luz. De la otra mano y a la altura del cuello sostenía el óvalo con adentro su cara; la cual, por una razón absolutamente misteriosa para mí, sólo se atisbaba en el espejo. Agitó varias veces el bronce y el tañido cristalino bastó para que un simun de confetis de papel se le tirara encima sedientos de sus aires.
Media hora después oía pasos que venían del pasillo. Sonaban a pequeñas gotas de lluvia golpeando contra el cristal; supe así, y gracias a acuciar mucho el oído, que mamá subía en puntillas las escaleras de mármol. Avanzaba lenta y pausadamente por la larga pendiente, sosteniendo en un plato mi impudor. No eran estos motivos infundados: parecía adivinar los febriles aleteos del pez cuando salía, igual que su muerte menguante y despaciosa.
Al cabo de unos momentos (para mí lentísimos), mamá entraba en la habitación sin llamar y destapaba triunfal la bandeja redonda; por suerte en el fondo del plato sólo había su cara que, con grandes ojos de sapo, me indagaba fisgona y desconfiada como siempre. Al parecer el pez se habría esfumado en el aire o habría simplemente desaparecido ante la absorta pregunta de todos. Yo seguía recostada en la cama y era tal el tormento que sentía por su inoportuna y maliciosa presencia, que me imaginaba un termómetro gigante atravesándome de lado a lado el corazón. Mi aciago no se hizo esperar: cuando el médico me oscultó, tosí dos veces y su cabeza giró al pronunciar la gravedad del asunto. Yo me sentía feliz en mi desdicha y no entendía muy bien por qué tanto alboroto. (para todo esto de la dama oval ni rastro)
Mis hermanas subieron de prisa al presentir la desgracia y con cuerpos inclinados se probaron mis vestidos. –Mejor –pensé –que se los lleven todos. ¿para qué los quiero? Mi cabello se ha vuelto blanco nieve y mi cuerpo joven y esbelto ha envejecido cien años de tristeza. . Ilda la más avispada de las tres, se rozó unas gotitas de perfume en las orejas que se le quedaron azuladas como flores. Las dos murmuraban en voz baja y sonreían como ajenas, sólo el médico se apiadaba de mi cuerpo con sus manos pesadas e insistentes. –¿Siente algo, aquí?, ¿Siente algo, aquí? –me preguntaba. Yo seguía quieta y muda asustada por tanto devaneo y me dejaba hacer. Con un ojo custodiaba a mis hermanas, con el otro miraba la pared oscura y sentía una grandísima tristeza. Esperaba con ansias enfermizas la llegada de la dama oval y ya no reparaba en el eclipse de su rostro.
De pronto la mano del doctor se estiró más de la cuenta, introduciéndose en la blanda herida y por un segundo temí partirme en dos. De la roja puerta saltó el delgado pez que se quedó largo rato palpitando convulso ante la triunfal vista de todos, hasta que al fin cesó. ¡Nada! Lo dicho: nada. Al coger el espejo en mis manos descubrí con asombro y horror, que había perdido la cabeza.
©Cecilia Prado
Foto:»LA INICIACIÓN» ÓLEO SOBRE LIENZO (0.97 m. x 0.70 m.) Cecilia Prado
Hola, Cecilia:
Al leer tus cuentos, me sumerjo en una especie de burbuja on
Muchas gracias Mercedes. Me gust