Mulligan. Por José María Araus

El zumbido del timbre le sonó como un escopetazo dentro de su cabeza, y por un momento se quedó quieto en la cama sin atreverse a realizar ningún movimiento. De pronto el pie de Rosa buscó el suyo y le dio una ligera patada.

—Mariano cariño, mira a ver quién llama a la puerta ¡Anda!

— ¿A la puerta? ¿Qué puerta? —dijo Mariano sobresaltado.

—La de la calle hombre ¿No has oído que ha sonado el timbre?

—Voy a ver —dijo con parsimonia?. Pero a estas horas… Son las tres de la mañana —rezongó, mientras se dirigía a la puerta del piso.

— ¿Quién es?

— ¿Mariano Longares? —preguntó una voz áspera a través del telefonillo del portero automático.

—Sí. Pero, ¿quién es? Contestó con tono de fastidio.

— ¡Abra, policía!

—¿Policía? —preguntó Mariano alarmado, mientras pulsaba el botón que abría la puerta de la calle.

Mientras el ruido del ascensor se oía cada vez más cerca, Rosa llegaba atándose el cinturón de la bata.

—¿Qué pasa? —preguntó

—No sé, la policía.

—¿La Policía?

—Sí, la policía…

En unos momentos tocaron con los nudillos en la puerta del piso, y Mariano abrió despacio, y miró hacia fuera con prevención.

Un individuo con sombrero y gabardina con el cuello subido, que  adelantaba hacia la pareja un carné policial, volvió a repetir.

—Policía.

El tipo era alto y delgado, con un bigote de guías caídas, cejas  pobladas y ojos pequeños.

—Es Múlligan —pensó Mariano.

Múlligan era el sargento de las novelas policíacas de Silver Kane, que Rosa le compraba en el quiosco de periódicos de la esquina.

—¿Que es lo que pasa? —preguntó ella, mientras Mariano caía en la cuenta de que ni el tipo era Múlligan ni aquello era una novela policíaca.

—¿Es de ustedes un SEAT 124 del 76, color blanco y matrícula de Sevilla 2121–R?

—Sí —contestó Mariano—, ¿qué pasa?

—Debe acompañarme a retirarlo, está cruzado en la calle.

—Pero si ya no lo uso, lo he dado de baja y estaba bien aparcado.

—Debe retirarlo ahora —repitió lacónico Múlligan.

Mariano se puso una bata y las zapatillas y siguió al policía extrañado.

—Enseguida subo, Rosa, será solo un momento.

Al llegar a la calle, el policía le indicó que subiera al coche de las luces azules en el techo.

— ¿Cómo?, pero si el coche estaba aquí mismo —dijo Mariano

—Pues ahora ya no está —contestó, lacónico, Múlligan.

Mariano entró en el coche con algo de recelo, y éste arrancó con brusquedad, enfilando por la Avenida de Ávila hacia San Pablo, subió la cuesta rápido y al llegar al Barrio Malumbres, el coche se detuvo. Ahí estaba el 124, cruzado en mitad de la calle, como si fuera una Puerta de Alcalá cualquiera, pero no era sino un montón de chatarra. Alguien debía de haberlo robado, y había ido probando con él todas las esquinas de la ciudad. Un reguero de aceite y agua salía de debajo del coche e iba escurriendo calle abajo.

—Pero ¿cómo voy a retirarlo, si no funciona el motor? —dijo Mariano.

Múlligan se encogió de hombros mientras le decía indiferente:

—Eso es cosa suya.

Fuera del coche de Múlligan hacía frío, aunque eran los principios de otoño.

—Mire, mejor será que vayamos a esa gasolinera de la esquina. Tomaremos un café y usted puede llamar a una grúa. Hasta que venga, al menos no pasaremos frío —dijo Múlligan.

Ahora, sentados en una mesa junto al ventanal, en la cafetería de la gasolinera, podrían ver la llegada de la grúa; Múlligan, ya sin su sombrero, parecía algo más humano.

Por la calle pasó un coche de policía y poco después, dos más.

—Seguro que habrá pasado algo gordo para ir tres coches de policía —dijo Mariano.

—No, no ha pasado nada —dijo Múlligan— Solo es que a esta hora de la madrugada acaba de salir el periódico y van todos a la imprenta a por él. Se lo dan gratis.

En ese momento llegaba la grúa y ambos salieron a la calle haciéndole señas.

Por fin subieron al coche y con la grúa tras ellos se dirigieron al 124.

—A qué taller quiere que se lo lleve —dijo el gruísta

—Qué se yo, si no lo quiero arreglar; incluso está dado de baja en Tráfico.

—Pues si quiere, le puedo dar por él diez mil pesetas —dijo el gruísta— y lo llevo al desguace.

—De acuerdo, vengan esas diez mil pesetas —dijo Mariano.

Múlligan estaba recostado en un lateral de su coche, y la emisora daba instrucciones con una voz impersonal propia de la megafonía de unos grandes almacenes.

—Múlligan, dirígete al periódico, parece que hay una pelea de policías; con el periódico regalan hoy un abanico y no hay abanicos para todos.

—Bueno ?dijo Múlligan— tengo que irme, ustedes arréglense pero quiten el coche de en medio.

Múlligan arrancó y desapareció a toda velocidad calle abajo en busca de su abanico.

—Bien, pues aquí tiene las diez mil pesetas.

—Gracias —dijo Mariano cogiendo el dinero.

—Oiga, y ahora ¿quién me va a pagar el viaje de la grúa?

—¿Cuánto es? —dijo Mariano mosqueado.

—Diez mil pesetas.

La noche seguía fría y silenciosa, tan solo algún coche de policía pasaba rápido en dirección al periódico.

Mariano con las manos en los bolsillos de la bata, iba dudando de si lo que le había pasado era verdad, o si en cualquier momento sonaría el despertador.

José María Araus

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