Cuando nací, mi padre se puso muy contento y lo primero que dijo fue: Hola, chaval. Yo quería contestarle, pero no me salían las palabras. Él me sopló por todas partes para quitarme los restos de serrín, y luego me sentó en una mesa y me pintó los ojos, la nariz y una corbata muy chula. Como yo seguía sin hacer nada, pasó unos hilos finitos por mi cuerpo y tiró de ellos. Yo quería darle las gracias, por lo guapo que me había puesto y todo eso, aunque seguía sin salirme la voz. Por la tarde vino un niño al taller y se encaprichó conmigo, decía: quiero ese, quiero ese. Y mi padre me colocó en sus manitas para que me fuera con él y con su papá. El caso es que desde entonces todo se ha vuelto oscuro. Creo que estoy en un armario, o en un baúl, o en un cajón. No me gustan los niños, se encaprichan con las cosas y luego se olvidan de ti, como si fueras una marioneta.
Mercedes Martín Alfaya
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