Es ese segundo, ese instante en que se pierde todo vestigio de dignidad, en que no se es nada más que una rata capaz de negar la mano que hasta horas atrás significaba mendrugo, o palma abierta, o sinónimo de todo lo piadoso.
Cuánto me he forzado por no culpar a Pedro, por decirme que lo que hizo es cosa de la carne, precipicio momentáneo en que toda alma humana cae de vez en cuando para recordarse que el cielo siempre será prometido, prometido pero inalcanzable.
(Sí, Pedro, sabrás las veces que intenté perdonarte en diálogo ficticio, mirándote a los ojos, duplicándolos en un río incesante, en el agua color durazno de la tarde, preguntándote ¿por qué a él?, ¿por qué justamente a ese hombre, Pedro?)
Pero no pienso hablar de él, prefiero evitar frases hechas; quizá deba reconocer con una triste media sonrisa, más penosa que nostálgica, que contar esta historia ya es nombrar a alguien grande, alguien que nos rebozó el pecho, el entendimiento
(¿Lo comprendiste del todo, Pedro? ¿Eras consciente de quién era él?)
Tengo ganas de quedarme con alguna caricia que volando retorne desde ese pasado lejano, con una mirada sepia de ese ayer que cuentan los que lo vieron chiquito, sí, tan divino y tan chiquito entre maderas, jugando a ser dios a escondidas, tan distante al escarnio de los que nada ven, o de los que se cegaron por temor, como Pedro.
(Sé que todavía te duele la venda que te pusiste en los ojos, Pedro, que quisieras rodar el tiempo hacia atrás y gritar su nombre con orgullo aún a costa de una condena, de un castigo en manos de los poderosos.)
Prefiero –ya he dicho- evitar frases hechas, rememorarlo correteando, o charlando como un grande de las cosas que importan, o reflejándose en el río, o ya adulto compartiendo hogazas con los sin nombre, pasándole la mano a los leprosos, a los marginados, a las mujeres apedreadas,
(¡Cuánto habrás deseado tener su hidalguía!, ¿no, Pedro?, honrarlo como él te honraba con su amistad.)
Quisiera verlo lejos del dolor, del perfume a guerra de las lanzas, de las malditas monedas por las cuales alguien que compartió nuestra mesa… Bah, para qué recordar eso. Hoy quiero rememorarlo sonriente, lejos del llanto de su madre, de la carne tallada por riachos de sangre, de los verdugos
(¡Los verdugos, Pedro, jamás pudiste olvidar los verdugos!)
Quiero sentirlo a salvo, sí, lejos de ese que, con la voz metálica de los que no saben amar, preguntó:
-¿Conoce usted, señor Simón Pedro, a este blasfemo que se hace llamar Hijo de Dios?
Y yo, sí, yo, la piedra fundamental de su iglesia, giré mi rostro y contesté:
-No, no lo conozco.
Naturaleza humana .Por Marcelo Galliano
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