Después de tantos años aún recuerdo, como si lo estuviera viviendo, el momento en el que Marta, mi amiga, despegó las puntas de los pies del filo de la ventana y, mirándome, como si estuviera jugando, saltó al vacío. Siempre he tenido la sensación de que me hubiera dado tiempo de sujetarla, pero me atrapó una parálisis, el vértigo, el estupor… No sé lo que fue, pero algo, con la inexorable obstinación de un instrumento del destino, me impidió llegar hasta ella.
Creo que estaba un poco loca, pero nunca pensé que llegaría a la gran locura de saltar desde la ventana del piso decimocuarto, mientras mirábamos al sol bajar lento por detrás de los edificios de enfrente y apostábamos por lo que podría durar una caída nuestra, si más o menos que la del sol, y qué cosas daría tiempo a pensar entretanto.
Marta alineó los pies al borde del alféizar de la ventana mirando al sol; luego, en un giro elegantísimo, me sonrió y la vi despegar entre un revuelo de brazos, piernas y falda.
Cuando me asomé a verla caer pensé que a ella le iba pasando toda su vida por delante, como dicen que pasa cuando uno va a morir y lo sabe y, claro, Marta sabía que no tenía manera de volver de nuevo al alféizar de la ventana y posar allí sus pies y luego bajar al suelo y seguir hablando conmigo tranquilamente del tramo que le quedaba al sol para ponerse tras aquellos edificios.
Mientras la miraba caer fui con ella recorriendo su vida, que conocía como propia. Me vi siendo Marta en el parque infantil tirándome a la cara gravilla con una pala de plástico, luego me vi siendo Marta resbalando por el tobogán hasta donde yo la esperaba en el suelo. Pasaba ella ante el piso undécimo y yo me vi siendo Marta en la escuela con sus cuadernos por estrenar y con los que ya estaban llenos de borrones; me vi Marta jugando en el recreo y Marta en la pizarra sufriendo agonía de tiza entre los dedos. Ya por el piso noveno, me vi Marta enamorada de un compañero del instituto algo estrábico, cuya mirada a ella la volvía loca; me vi siendo Marta contándome que lo besó en un pasillo entre dos clases, Marta ruborizada y con los dedos electrizados que me pusieron de punta los vellos de mi antebrazo. Cuando ya iba por el piso quinto, creo, me vi Marta roneando en la discoteca, Marta dejando corazones rotos entre cubatas de hielo derretido, Marta pintándose de nuevo los labios de rosa para seguir besando al tipo rubio de la barra que me sacaba una cuarta. Seguía ella cayendo y yo era Marta, ya por el tercero, viendo que la vida era pura tontería que se iba al garete por mucho que una quisiera atraparla; me vi Marta preparando oposiciones, compitiendo, abandonando. Por el segundo piso, era ya Marta diciéndome que se sentía vieja con veintinueve años y que estaba cansada de este carrusel, que si se paraba un momento le pasaban por delante el coche de bomberos, el caballito marrón, el barco amarillo con timón de madera, y que le aburría estar allí viendo ese desfile interminable. Por el primer piso, me vi Marta que me preguntaba cuánto tardaría el sol de esa tarde en desaparecer por detrás de aquellos edificios tan altos que tenemos enfrente, y yo contestando que lo que todos los días: cuatro minutos desde donde estaba hasta el filo de aquel techo rojo, y Marta preguntando cuánto tardaría ella en caer los catorce pisos y si llegaría al suelo antes que el sol al techo rojo, y yo que eso no podríamos saberlo nunca, y Marta subiéndose a la ventana, poniendo en ella sus pies juntos y abriendo los brazos mirando al frente y, ya digo, un momentito de sonrisa elegante en mi dirección antes de despegar las puntas de los pies del alféizar de la ventana.
María
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