Estás enferma, dijiste. Y algo de razón tenías. Sí, no te fallaba el instinto. La razón se me había nublado, más que eso, estaba inmersa en una niebla densa y el corazón se me había descarrilado como un tren de mercancías. Me dolían las cervicales y hasta las uñas, pero el médico dijo que era angustia y me mandó unas pastillitas que hacían que me sintiera como una pompa de jabón a punto de chocar contra una moldura.
Sólo ha sido una aventura, dijiste. Un error. ¿Qué tipo de error? ¿Se trataba de un error fatal o superficial? ¿Era un error porque ella no fue lo que pretendías, o porque te había alejado de mí? Qué confusas son las palabras. Un error es un error, dijiste. Por qué siempre das la vuelta a las cosas, preguntaste sin utilizar interrogaciones. Y tienes razón. Le doy vueltas a todo. Hago como con los calcetines; los estiro y luego los hago rodar sobre sí mismos hasta que forman una bola. Yo que venía a arreglarlo todo, dijiste. Como si lo nuestro fuera una avería molesta. Un problema de cañerías. Un desajuste eléctrico. Y de alguna forma supe que querías hacerme ver que yo también había contribuido a nuestro fracaso. No, no iba a renunciar a mi parte de culpa pero tampoco iba a contestarte. Estúpidas preguntas. Estúpidas palabras.
Si hubiera alguna posibilidad de arreglar lo nuestro, habrías comenzado por tocarme, por hundirte en mis ojos para tratar de ver qué había dentro. Me hubieras ofrecido un silencio cómplice, hermoso como una ventana al desierto. Te hubieras esforzado. Habrías intentado entender mi actual estado, mi nueva esencia jabonosa y escurridiza y me habrías cogido con cuidado entre los dedos para evitarme las esquinas.
Pero sólo me habías dado explicaciones y palabras y enredos y dudas y resquemores. Letras vacías. Te habías escondido detrás de ellas.
Por eso no te contesté. Por eso no creo que pueda perdonarte nunca.
Juana Cortés Amunarriz
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