Ella se despierta con la lentitud que le da saberse eterna. Mientras, él escucha (y canta) la ya mítica canción de Europe: «The final countdown».
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Eternamente fijada en unas líneas de tinta ella se mueve. Fijada y fija, y aún así se mueve. El apaga la música y se levanta. Ella está ahí, mirándole. El la mira a ella. Ella le mira como si viera a través de él, como viendo a través del cristal con que se mira. El la mira pero no la ve, o al menos no la ve como los demás seres humanos. No sé si me explico. Los ojos de él no miran hacia delante, no ven lo que tienen ante sí, no ven el detalle sino lo general, están acostumbrados a ver otras cosas. Ella está por levantarse,
pero sigue mirando, indecisa. Las musas son así. Su presencia llena nuestro universo, y su ausencia también. El es el escritor, luego debe ver lo que otros no ven. El ve de todo donde otros no ven nada. El no ve nada donde otros ven de todo. Los escritores son así. Ella tiene una pregunta en los labios. Y la suelta:
-¿Hace el escritor a su musa, o es la musa la que hace al escritor?
– No sé-, dice él.
– Quiero decir, ¿te hiciste escritor al encontrar a tu musa o la encontraste
por ser escritor?
-No sé. Sólo sé que eres mi musa.
– Músame- dice ella.
El la musa. Comienza a escribir por ella, para ella, sobre ella, al lado de
ella. Su musa lo mira, decidida a quedarse a su lado para que él escriba.
Ella anda en las palabras, que siendo (y estando) fijas, la hacen andar y
moverse, con la lentitud de saberse eterna, en la mente de quienes leen. Las
musas son así. Pueden no decir una palabra, y sin palabras decirlo todo. Mi
musa se sabe escrita (y descrita). El escritor lo ha dicho todo. Mi musa
empieza a leer el relato. Se acabó la cuenta atrás. Abran los ojos.
Pablo Serrano Almunia
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