Al sentarse, le surgía por encima del calcetín una pierna de madera de un ocre almendrado, y a él no parecía importarle que se le viera. Su nombre real era incierto, por mucho que firmara como Julio Perales. Nada raro: vaya usted a saber…, oliendo aún las calles a la pólvora de la guerra civil, ni casi nadie era quien se llamaba ni casi todos tan honrados como presumían. Vino de no se sabe bien dónde, apareció instalado en la casona de unos republicanos que escaparon mientras los nacionales aplastaban en las afueras las últimas resistencias, y pronto comenzó a ejercer de maestro en la escuela. Desde que, entre miradas escurridizas, la gente advirtió su cojera y se hizo patente la pierna ortopédica, para todos quedó ya con el mote nada original de Patapalo.
Se decía por el pueblo que en el pasado fue un soldado infatigable, fiel a la causa de los sublevados, y que en el frente de Teruel una granada le segó la pierna cuando a pecho descubierto se encaró con un pelotón de la milicia roja. Pero no faltó quien hiciera correr el rumor de que, en realidad, la pierna se la había llevado la hélice de una motora cuando cayó al mar en una operación de trapicheo de tabaco americano y aceite. En raras ocasiones se le veía sonreír, y ciertas noches, al terminar la jornada, se encerraba con algunos pedazos de pan negro, un poco de queso o tocino, la botella de coñac y el paquete de Ideales, en un dormitorio casi desnudo con un jergón de borra contra la pared. A la mañana siguiente entraba en la escuela exhibiendo el perfil más quebrado y la cojera recalcada, peinándose a tirones unas greñas prematuramente encanecidas, con la mirada glacial, desaseado y trémulo, como si esa noche hubiera vuelto a vivir un combate sangriento o el vértigo de la huída en una motora ilícita. Era estricto con los chavales, pero celosamente objetivo.
Durante el último viaje que hice para inspeccionar las condiciones sanitarias de colegios y ayuntamientos, un temporal me obligó a pernoctar en el pueblo. Por la tarde estuve revisando la escuela de Patapalo, no fuera que los chinches y las ratas hubieran engordado más que los niños. Me ofreció su casa para dormir. Acepté tras valorar mis otras posibilidades. Cuando acabamos de cenar, fue a buscar unas muletas y luego se quitó la pierna de madera con toda naturalidad. Jamás había visto tan de cerca una de esas prótesis. Intenté una charla que pudiera dar juego, e hice por interesarme en la situación social y económica de la comarca tras la guerra. Aunque funcionario del Régimen, podía permitirme, en privado y hasta cierto límite, argumentar con criterio libre. Respondió con evasivas y, en un momento dado, hasta temí que diera por zanjada la tertulia. Bebimos pródigamente.
Al filo de la medianoche paró de llover y salimos al patio con la copa en la mano. Nos sentamos medio adormilados. Ignoro qué impulso descabellado me hizo nombrar la pierna artificial y su origen. Pareció recuperar la vigilia en mitad del letargo alcohólico, y durante unos segundos pensé otra vez que iba a despedirse para ir a su jergón. Finalmente me dijo con voz sombría: «Si quiere saber qué me pasó no tengo inconveniente en contárselo, siempre que no me empuje a escarbar en las cóleras y agonías del sufrimiento». Y me recitó su historia sin interludios, como un aparato de sonido al que le hubieran puesto una cinta y fijado un volumen uniforme.
«Fui soldado de infantería en el frente dela Rioja. Mibando, como usted comprenderá, es lo que menos importa; ninguno de los que mataron o murieron lo eligió. Un malaventurado día me quedé solo en tierra de nadie, bajo un fuego cruzado artillero, cerca de Castrojeriz. Me resguardé en un ribazo a cubierto. Cuando anocheció y cesaron los disparos, salí de mi escondrijo y anduve sin rumbo, incapaz de orientarme a oscuras en un terreno desconocido. Al alba di con una granja sin luces ni sonidos, con restos de ropa y armamento y varios cuerpos inertes alrededor. Exploré la casa y, al no encontrar a nadie, decidí alcanzar el granero bajo el tejado, desde el que mejor visión tendría y mayor capacidad de respuesta en caso de problemas. Al subir la escalera pude observar por una ventana tres ovejas y algunas gallinas en el corral de atrás.
En cuanto entré lo vi enseguida, resaltando contra el amarillo del heno, sentado sobre un hato de mantas y las manos aferradas al fusil que me apuntaba. Un soldado enemigo de más o menos mi edad, el pelo húmedo pegado al cráneo, las mejillas chupadas y el uniforme de campaña raído por la intemperie. Jadeaba un poco, igual que una alimaña famélica acorralada. Por un instante fui presa de la resignación de quien sabe que ha llegado su hora y no puede remediarlo; había perdido el arma larga y la pistola era ineficaz frente a un fusil amartillado. Pasaron los segundos y la descarga no llegó. El soldado me miraba con dureza, pero sus ojos no expresaban odio ni animadversión, sino un infinito cansancio, algo que linda con el estoicismo y se resiste a actuar según el instinto de supervivencia. “Quédate ahí y no te muevas”, dijo al fin. Bajó el arma lentamente y suspiró: “Creo, amigo, que será mejor que nos permitamos vivir”.
Durante tres días con sus noches estuvimos escondidos. Nos repartimos el poco rancho que nos quedaba y velamos uno el sueño del otro. Bajé a matar un par de gallinas y nos la comimos crudas, por no hacer fuego y revelarnos insensatamente. Sordos y ciegos a cualquier información del exterior, mal podíamos saber quiénes pasarían antes. Hubo tiempo para charlar e intercambiarnos los aconteceres previos a nuestro encuentro. Supe de su vida inmediata anterior, y de la más remota. Tenía veintitrés años y un cuerpo endeble de aspecto aniñado.
“Soy hijo menor de una familia numerosa y miserable de la serranía valenciana”, comenzó a narrarme sin yo pedírselo. “Una familia católica y, sobre todo, temerosa del hambre más que de Dios”. Le alargué un cigarrillo que aceptó. “A los doce años mi padre me llevó al seminario de Moncada, del que ya no salí más que para vestir este uniforme. Ingresar en la vida religiosa aseguraba instrucción laica y teológica, un techo, ropa limpia, y, ante todo, pan todos los días, lo que era dudoso que disfrutara en mi casa. En estos tiempos una boca de menos es un quebradero de cabeza menos. Hace dos años tuve la mala fortuna de que me descubrieran una noche al escapar para encontrarme con una viuda que, a cambio de unas monedas, me acogía en su cama. Cuando el verano pasado vinieron a reclutar jóvenes para la guerra, fui el primero a quien señalaron mis propios educadores”.
Un lejano crujir de engranajes le interrumpió. Por las rendijas del entablado vimos acercarse una columna de infantería protegida por carros de combate. Eran los míos. Creo que fue entonces cuando, por primera vez y como un fogonazo, pasó por nuestras mentes la suerte que podíamos correr. Lo más probable era que si alertábamos de nuestra presencia nos fusilaran a los dos; el uno al instante y el otro tras un consejo de guerra, por no haber matado a un enemigo al menor descuido… Ahora o nunca».
Patapalo detuvo su declaración como si le costara desvelar el recuerdo más doloroso.
«Ahora o nunca, ¿qué?», pregunté en voz baja.
«Ahora o nunca el futuro incierto o el insoportable presente», contestó en un susurro. La copa le temblaba en la mano. Tras una pausa de algunos segundos, prosiguió. «El soldado enclenque levantó el fusil y le descerrajó al otro un tiro entre los ojos, sin darle tiempo siquiera a protegerse vanamente con el brazo». «Pero…», balbucí, «¿entonces…?». No pude añadir más. Él sí: «Entonces utilizó otra bala para herirse en la pierna, la misma que ve ahora ausente. La única salida honrosa para no volver a empuñar un arma en toda la guerra. El resto se lo puede imaginar: cambio de uniforme y documentos, gritos hacia los que llegaban, asistencia médica deficiente, gangrena, hospital, amputación…».
Me había quedado inmóvil y mudo. Patapalo hizo girar el rescoldo de coñac en la copa y lo apuró antes de finalizar: «Ya le he contado, como usted quería. Sólo espero que no me humille… La denuncia me importa menos». Luego se puso de pie y, con la misma seguridad que si le sostuvieran dos piernas vivas y estuviera completamente sobrio, caminó con sus muletas hacia el interior de la casa. En la puerta se detuvo para decirme por encima del hombro: «Nunca me gustó el nombre de Julio Perales, pero ya me he acostumbrado».
Rafael Borràs Aviñó
Colaborador de Canal Literatura en la sección « Desde mi sillín»
Es un tema interesante el del otro y el yo. Me gusta el detalle t
Te agradezco el comentario y la valoraci
Me ha gustado mucho, Rafael. Genial el momento de intercambio de personalidad.
Un abrazo
Muchas gracias, Javi, por tus palabras.
Estos intercambios suelen cometerse en abundancia y con impunidad en tiempos revueltos. Ejemplos, a miles.
«Ahora o nunca el futuro incierto o el insoportable presente…» Ese p