La culpa la tuvo mi abuelo; sí, él y sus genes. Pues ya en el viejo Madrid de finales de los años cuarenta, aires turbulentos castigaban la moral de las jovencitas, salidos todos del fagot de don Ambrosio y su fantástica media sonrisa, cuando interpretaba un tango. No en vano podía afirmar que pertenecía a la mejor orquesta filarmónica del momento, y condes y demás personajes de postín, no celebraban ningún festejo sin la participación de dicha orquesta. Circunstancia que don Ambrosio, mi abuelo, no desaprovechaba para seducir a una joven incauta.
—¿Le conozco, caballero?
La desconfianza se columpiaba en sus palabras, entre la curiosidad y las buenas formas.
—No tenemos ese placer, señorita.
Y don Ambrosio, haciendo gala de una exquisita ironía, le ofreció un canapé.
—Pero si gusta, ya nunca se olvidará de mí.
—Oh…
“Engreído, impertinente…” No tuvo tiempo para formular una respuesta coherente.
—Es ambrosía, alimento de los dioses… Y yo, Ambrosio, para servirla a usted.
—Un poco de confitura de calabaza no va a hacerme perder la cabeza, caballero.
“Ya está, ya la tengo en el bote”, don Ambrosio rara vez se equivocaba y notaba hasta los más sutiles cambios de tono y expresión corporal. La jovencita coqueteaba.
—Pruebe a ver, nunca se sabe.
La joven mantuvo un silencio airado, que repentinamente rompió.
—Usted no me conoce, no sabe nada de mí. ¿Con que derecho se dirige…?
Un canapé detuvo el final de la pregunta. Circunstancia decididamente grosera, y atrevida, que provocó una explosión de dulzor en el paladar en contra de su voluntad, que festejó como fuegos artificiales que sonrojaban las mejillas por fuera.
—No lo escupo por educación, pero sepa usted que…
—Yo también —interrumpió, provocando nuevos fuegos pirotécnicos en el rostro de la joven.
“¡Qué se ha creído usted!” pensó la joven; sin embargo, sólo pudo pronunciar un estrangulado “oh” que don Ambrosio no supo interpretar adecuadamente.
—La boca que besa, borra la amargura y deja impresa la huella…
Una bofetada abortó el beso inminente que se formaba en el rostro del desconocido.
—Ve, no he perdido la cabeza.
Don Ambrosio quedó desconcertado, ¿qué había fallado? Su belleza física, su porte atlético, y su cultura siempre habían avalado las ignominiosas deshonras de las que solía presumir. Tal vez había ido muy deprisa en esta ocasión. Se quedó inmóvil, incapaz de reaccionar, sintiendo el peso de cientos de ojos posados sobre él, viendo a la joven escapar entre los invitados, con la cabeza bien erguida.
“Demasiado carácter para una bonita cabeza… Pero todo tiene solución”, pensó calentado las palmas de las manos, frotando una con la otra. Un gesto truculento que no quedó en eso.
La fiesta concluía y los invitados se retiraban discretamente. Cuatro preguntas se formularon al mismo tiempo.
—¿Dónde está Pepitiña? Hace horas que no la veo por ningún sitio —se lamentaba su madre en el salón de té.
En el mismo instante, pero desde la sala de música, Alejo Pimentera formulaba una pregunta parecida.
—¿Dónde está mi maletín? —curioseaba bajo las sillas, desconcertado, con el chelo en la mano.
Un poco más lejos un mayordomo regañaba en voz alta a unos camareros contratados para la ocasión. Blandía el índice derecho con la habilidad de un maestro de esgrima.
—¿Quién ha entrado en los jardines, y ha dejado huellas de barro en las alfombras? ¡Todos a frotar! —exigió sin esperar respuesta.
Al mismo tiempo, el señor embajador enarbolaba unas cejas muy pobladas desde el despacho privado:
—¿Quién ha curioseado mi colección de alfanjes? —protestó, notando que una de esas armas se exponía con una inquietante mella en el filo.
Cuatro preguntas, como decía, cuya única respuesta descansaba sobre don Ambrosio, que abandonaba la residencia portando el estuche del fagot, además del maletín de un chelo. El que su amigo Alejo Pimentera no encontraba. Y curiosamente, repasaba los zapatos en la alfombrilla de entrada, al salir…
Sí, así era mi abuelo, impetuoso y discreto en lo que quería. Cualidades que se repitieron en la generación siguiente.
Federico Manuel