Si yo te miro -y te miro tal cual eres-,
pareces un misterio, un milagro, un aliento,
una llave que abre al mundo,
el año cero reviviendo
(perdón por todo el tiempo,
pero en ti condenso lo infinitamente diminuto
en lo inconmensurable de un instante… y viceversa).
Digo luego: si yo te miro -y te miro tal cual eres-,
pienso entonces: si te agrego, quito, decoro, repinto,
recuadro, sustraigo, remodelo… Y al final, no cambio nada.
Te miro nuevamente, en la misma idiosincrasia en que tú existes,
porque, si yo te miro –y te miro tal cual eres-,
me vuelvo trigo y rostro,
un corazón de múltiples latidos,
un Padre Nuestro que al cielo ha inmiscuido,
lo más abierto del viento ante un soplido;
porque, insito, si yo te miro -y te miro tal cual eres-,
tal cual con tus detalles -lo que capto en ti cuando te miro-,
me imagino un troyano ante Helena
-por mi escudo y por mi lanza
que firmaría con Homero repetir mil veces aquel rapto
y editar la travesía con tu nombre hasta el cansancio-;
aclaro entonces: si yo te miro –porque te miro tal cual eres-,
me volvería un caballo de madera:
yo, Paris, ante mi Helena,
amordazando a Cupido a que apuntara hacia el talón
o tu ventrículo derecho;
yo, Paris, que te ha querido,
escondido en un caballo, esperando enloquecido,
suplicante y escondido,
mirándote y clamando: ¡Troya surge!
¡Troya existe!
Yo, Paris, a conquistarte eternamente.
Pero, si tú me miras, y me miras como lo haces:
mi Helena… ¡vive Troya con mi Helena!
Salvador Pliego
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