Todos, locos; loca yo que me encontré en la calle, y madre no hay más que una. Me saludé amablemente, sin embargo –como soy miope- me miré sin reconocer el rostro borroso, el bulto del cuerpo, la mismísima ropa que suelo llevar. La voz me pareció conocida, pero una moto sobrealimentada vomitó a mi lado ruido y gases, por lo que perdí ese tenue hilo que podría haberme llevado al ovillo de mi propia existencia. Como no me respondí, quise pasar de prisa, sin escudriñar a esa señora cincuentona, cuya cara redonda se arrugó en un gesto de rebuscar en la memoria. No supe quién era yo, y esa duda me molestó.
-¿A dónde vas? -me dije- La comida está hecha, la mesa puesta… en cuanto lleguen, todos a comer.
-Se me ha quemado un poco el pescado, -respondí a ver si conseguía sorprenderme.
Tiré la primera tanda y puse aceite nuevo,-me sonreí complacida- nadie se va a enterar.
Me pareció bien y no hubo nada más que decir. Me fui a casa; en el ascensor -donde me puse de espaldas al espejo por si acaso- ya me sentí casi fusionada y cuando tocaron el timbre los que iban a venir a comer, no hubo más que una, la de la copla, que les abrió la puerta.
¿Loca, yo? De eso, nada.
Texto: Dorotea Fulde Benke
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