Sé, perfectamente, que sentirse un alebrije en un avión de Ryanair sobrevolando algún punto desconocido del mapa, entre Polonia y Alemania, no tiene mucho sentido, ni falta que le hace. Queremos, como un mantra que nos persigue, que todo tenga sentido. Que todo lo que hagamos o sintamos sea perfecto, sin darnos cuenta de que eso es imposible. Como tan imposible es que lo reconozcamos públicamente. Hoy, esa imperfección me ha llevado a sentirme un alebrije mientras volaba a unos cuantos miles de pies de altura, y, pese a lo alto que estaba, no dejaba de oler a pies, a sobaco y a mil demonios sin duchar. Me he reconocido como un alebrije oaxaqueño, mitad dragón y mitad Pegaso, aunque me hubiera gustado más sentirme un alebrije unicornio azul con alas de mariposa monarca de Michoacán.
Siento que la gente me mira extrañada. Quizás sean capaces de ver, quién sabe, al alebrije que me ha invadido, con tanta claridad como yo veo en sus caras la insatisfacción, o quizás, la envidia de no ser capaces de sentirse algo fuera de la normal, aunque sea de cuando en cuando. La norma nos mata, travestida de rutina, con suma corrección, con una muerte lenta y dulce, como los suicidas que se quitan de en medio abriendo el gas.
Con mi boca de dragón devoro unas Pringles y bebo una Coca Ligth sin tener muchas ganas. En realidad busco ocupar el tiempo engordando sin mesura. Trago mierda, a precio de oro, mientras sobrevuelo nubes aburridas de dar vueltas y de mear agua ácida exfoliante sobre bosques relictos de color verde esmeralda.
Disfruto mucho con mis ojos de alebrije de visión binocular. Con un ojo miro las tetas a un rubia polaca, entrada en carnes, y, con el otro, a un joven melenas que le un artículo de una revista antisemita, cuyo logo, una bandera polaca con una horca de la que pende la estrella de David, me provoca náuseas. Me dan ganas de golpearle en la cara de cerdo colorado que tiene, con mi cola de dragón, pero no lo hago por falta de espacio para desplegarla y tomar el impulso necesario para que el golpe surtiera su necesario efecto demoledor.
El azafato de Ryanair nos machaca la cabeza, en tres idiomas distintos, con la venta de las tarjetas de rasca y gana. Los alebrijes no solemos ser adictos a los juegos de azar, ni a los cigarros sin humo, ni a los perfumes de oferta. Los alebrijes observamos, tanto como nos observan, de manera callada y reflexiva. Desde el mundo irreal observamos el mundo real y nos partimos el culo de la risa haciendo una tesis doctoral sobre el mercado de las apariencias.
Una pareja de novios no deja de besarse al lado de Sylvain, mi compañero francés, que juega con su BlackBerry y de reojo mira a un azafato pluscuamperfecto salido de la revista Zero.
El amarillo y el azul de Ryanair se complementan, perfectamente, con mi colorido desbordante. Destaca, sobremanera, sobre los colores decrépitos y monótonos del resto de los pasajeros. Sin duda, sentirme como un alebrije, en este vuelo, me ha sido muy útil para ver la vida en tecnicolor, desde un nuevo filtro polarizado a mitad de camino entre la mitología prehispánica y un souvenirs de a veinte pesos.
José Fernández Belmonte
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Amigo Jose, tu relato nos hace so