Cada amanecer es un regalo, por eso se le llama presente. Y, aunque parezca que no importa si usted es consciente de ello o no, es, precisamente, ese mínimo instante de consciencia el que puede cambiarnos la vida.
Normalmente, celebramos días especiales para honrar a quienes deberíamos honrar todos los días del año: que si el padre, la madre, el amor, los inocentes, los muertos, etc., pero a pocos se nos ha pasado por la mente celebrar cada día porque sí, simplemente por el hecho de estar vivo.
Esta semana se nos regalan veinticuatro horas extras de un año bisiesto, llamado así porque Julio Cesar intercaló un día entre el sexto y el quinto antes de las calendas de marzo (primer día de cada mes), es decir, entre lo que sería el 23 y 24 de febrero, como ajuste a la duración de la vuelta completa de la Tierra en su órbita que no es de 365 días exactos, sino de 365 días, 5 horas y 56 minutos. A este día se le llamó bis sextus díes ante calendas martii, o sea, doble día sexto antes de las calendas de marzo. Y al año que contenía ese día se le denominó como bissextus.
Yo no sabía que, desde hace más de quince años, en España existe un peculiar club que festeja, cada cuatro años, a los nacidos en el 29 de febrero, o sea, a sus miembros. Y que este año esperaban juntar a cinco millones de bisiestos del mundo. Ni tampoco que celebraran el cumpleaños tan de tarde en tarde, a fin de cuentas, el primero de marzo sería el siguiente al 28 de febrero. Bueno, imagino que no serán todos, pero sí, al menos, todos los que yo vi entrevistados por una cadena televisiva.
Vivir como vivimos entre prisas, vorágine, estrés…, sintiéndonos culpables a cada momento por no tener el don de la ubicuidad y poder estar en varios sitios a la vez; llegando a casa a altas horas de la noche, derrengados y exhaustos de la batalla del día y, también, llamar batalla a lo que debería ser un disfrute por tener la oportunidad de estar vivos no ayuda mucho a que el balance, al caer el día, no traiga con él, junto a la nocturnidad, una buena dosis de alevosía y de veneno en sangre. Pero si nos paramos un poco o, simplemente, hacemos cuentas mientras conducimos en estampida hacia el trabajo, el cole de los críos, el supermercado o el médico, nos daremos cuenta de que, cada día, el Tiempo nos alfombra el derredor de la cama con 86.400 segundos para que pongamos los pies y estrenemos, de nuevo, la vida. Circula por Internet un correo que compara esos segundos de riqueza absoluta, incapaz de comprar ni el más rico de los hombres, con euros que se nos regalan cada día pero que tenemos que gastar en esa misma jornada, de lo contrario, el dinero desaparece al llegar la noche, aunque el nuevo amanecer vuelva a traernos en la cuenta otros 86.400 euros. Visto así parecería increíble que hubiese un solo ser humano que no gastase ese capital a diario, en él, en su familia, en sus amigos… Sin embargo, el tiempo, ese maravilloso bien poco preciado, salvo por los que saben médicamente que les queda muy poco, lo empleamos en vivir alienados, aborregados entre renegaciones, aceptaciones o asumiciones porque no nos quedan más huevos.
Quienes vamos cumpliendo cierta edad -lo de “cierta edad” siempre me ha hecho mucha gracia porque suele utilizarse a las edades más inciertas- sabemos, aunque no todos, por desgracia, que cada vez tenemos menos tiempo para perderlo en pequeñeces, en vulgaridades, en riñas, en egoísmos. Poco tiempo para regalárselo a quienes no lo merecen. Lo refleja extremadamente bien un poema maravilloso de Mario Andrade: “Ya no tengo tiempo para soportar absurdas personas que, a pesar de su edad cronológica, no han crecido./ […] Me molestan los envidiosos, que tratan de desacreditar a los más capaces, para apropiarse de sus lugares, talentos y logros./ […] Quiero rodearme de gente que sepan tocar el corazón de las personas./ Sí… tengo prisa…por vivir con la intensidad que sólo la madurez puede dar.”
Así que, maduros o verdes, sanos o enfermos, jóvenes o viejos (que poco o nada tienen que ver con la edad) unámonos al club de los bisiestos, al de los bialegres (de alegría no de viagra) al de los bicardiólogos, pero no de los que se acercan al corazón con el fonendoscopio, sino de aquellos que lo hacen con las yemas de los dedos del alma y festejemos, honremos, cada día, esos 86.400 segundos y que cada noche no nos quede ni uno sólo que no hayamos gastado o puesto a plazo fijo en la intensidad de la existencia.
Ana Mª Tomás Olivares
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