Vigilante. Por Juana Cortés Amunarriz

A Vigilante le pusimos el nombre antes de darnos cuenta de que no veía bien. Se chocaba con las papeleras y ladraba a las estatuas de los reyes visigodos. A pesar de su deficiencia era amistoso, y mostraba un cariño indefinido por los brumosos humanos que compartíamos la casa. Si distinguía la personalidad de cada uno –las palmadas sonoras de mi padre, los besos de Sandra, las caricias insulsas de la abuela- nunca lo demostró. Sin embargo, a ninguno nos gustaba bajarlo al parque. Nos avergonzaban las miradas ajenas cuando tras llamarlo, a pesar de tan glorioso nombre, acudía un can de aspecto lastimoso. Vigilante se hizo viejo antes de tiempo; perdió el olfato y alternaba las albóndigas de lata con los trapos de cocina y los suplementos semanales. A Vigilante había que vigilarlo a todas horas.

Al siguiente perro que tuvimos, tardamos tanto tiempo en ponerle nombre, que acabó llamándose simplemente Chucho.


Juana Cortés Amunarriz
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