La habitación estaba vacía. Sus ojos abiertos contemplaban el techo, buscando algo más allá, mirando a través del velo químico que cubría su consciencia; sustancias analgésicas que adormecían sus sentidos y nublaban su ya debilitada mente. Bajó la vista con movimientos pesados, lentos…era como si flotase a la deriva en un océano amniótico en donde todo se movía lentamente. Pudo ver los finos tubos que penetraban en sus vías sanguíneas a través de sus brazos, la sabana azul que cubría su demacrado cuerpo como una mortaja semejante al azul del profundo mar, iluminada por un tenue foco fluorescente cuya dominante verdosa confería una aterradora frialdad al ambiente que le rodeaba. Los únicos sonidos audibles en aquella estancia eran el persistente zumbido del tubo de luz sobre su cabeza y el cada vez más débil BIP de la máquina de soporte vital que registraba el lento devenir de su corazón hacia el latido final de su vida.
No recordaba cuanto tiempo llevaba tumbado en aquella cama ni como había llegado hasta allí…aquél debía ser el efecto de los fármacos que eran inyectados en su torrente sanguíneo día a día, en un vano intento de los médicos por hacer perdurar una chispa que ya llegaba a su fín. Había convivido con el cáncer durante 5 años, pero estaba claro que a pesar de sus esfuerzos, la cosa estaba próxima a expirar. Nadie acompañaba su lento devenir hacia la muerte, estaba solo y lo sabía. Desde la muerte de ella, nadie más había llenado el vacío de su corazón. No tenía hermanos, no tenía hijos. Durante 18 años había estado esperando aquél momento, deseando que de alguna forma llegase el fín que tanto anhelaba. Cuantas veces pensó en acabar él mismo lo que solo el destino tenía derecho a finalizar. Pero no podía…había hecho una promesa. Una promesa que jamás rompería, por nada en este mundo ni en ningún otro.
Hellen. Ella era su vida…había sido su vida durante 15 años, los años en los que había vivido de verdad. Recordaba su rostro con la misma claridad que el primer día, aquél óvalo sonriente enmarcado por unos cabellos dorados, áureos zarcillos que se enredaban en sus dedos noche tras noche, sinónimo de los lazos que le unían a ella y que jamás se quebrarían. Rememoraba todos y cada uno de los acontecimientos vividos junto a ella, grandes tristezas, inmensas alegrías…en definitiva, una vida que vivió día a día, segundo a segundo sabiendo que valía la pena, pues ocupaba el lugar que el universo le había reservado. Su lugar, junto a la mujer de su vida. Durante aquéllas noches en las que yacían juntos, arropándose el uno al otro, había pedido una y otra vez que aquello no acabase jamás. No podría soportar que le separasen de la única cosa en este mundo que hacía vibrar su corazón con la fuerza cinética del deseo, del cariño…del amor.
Hellen nunca pudo darle hijos, pero eso a él no le importaba; la quería por encima de cualquier cosa, incluso del deseo de dejar constancia de su paso por el mundo, de perpetuar su existencia mediante la semilla de la nueva vida. Siempre estuvo convencido de que era a su lado donde debía estar, pues Hellen era para él como el aire que respiraba…una necesidad vital sin la cuál su vida carecía de todo sentido, alguien sin cuyo aliento no podía seguir adelante a través del sendero que le había sido asignado recorrer. Antes de conocerla siempre se había considerado un fracasado, intentaba llenar el vacío de su corazón mediante una desesperada necesidad de expresar su mundo interior. Pero no lo conseguía, cuando la magia dejaba de brotar de sus manos, un sentimiento de soledad invadía su alma pues sabía que estaba allí por una casualidad del destino; su vida era una falacia, una mera existencia, supervivencia sin sentido maquillada de banales microcosmos fruto de la aterrada psique del hombre, siempre en busca de una razón para existir. No supo responder a las preguntas que le atormentaban hasta que un día se cruzó con ella en una galería de arte de Manhattan y su mundo cambió para siempre. Ella fué para él como los cálidos rayos del amanecer, despertó en su corazón aquello que siempre había estado aletargado y que ni tan siquiera había sospechado que existiera. A menudo pensó qué vió ella en él…como una persona tan maravillosa, alguien que para él siempre habría estado tan fuera de su alcance, había sido capaz de mirar en su interior y sacar todo lo que albergaba, temeroso de que alguien lo descubriera y lo usara para hacerle daño. Hellen siempre le había dejado clara una cosa: le quería, le amaba más que a su propia vida y desde el primer día había visto en él todo lo que siempre había soñado que alguien podría darle.
Su vida fué muy felíz, hasta que ella cayó enferma. Interminables noches junto a su cama, contemplando como la muerte la consumía, no le prepararon en absoluto para el inevitable desenlace que una tarde lluviosa de diciembre finalmente acabó con sus sueños y le separó de ella. Aquella triste tarde, mientras el sol se alejaba en el oscuro horizonte y las gotas de lluvia repicaban débilmente en la ventana de la acojedora habitación que habían compartido tantas veces, el corazón de la persona que había sido su razón para vivir durante 15 años había cesado finalmente de latir, de insuflar vida a aquella maravillosa criatura que le había enseñado a vivir. Había acariciado tantas veces durante los años siguientes la posibilidad de terminar…pero siempre recordaba aquella promesa hecha junto a un lecho familiar, mientras sostenía las manos de ella entre las suyas:
– Steven, se que te sentirás perdido…pero mi amor, nunca estarás solo. Siempre estaré a tu lado, aunque mi cuerpo muera, mi alma seguirá estando junto a tí. Solo recuérdame, pero no tumbada en esta cama, consumida por la enfermedad, sino sonriente en tus brazos, como aquella tarde que pasamos en aquel pueblecito de Jersey, tumbados en la hierba contemplando la puesta de sol junto al lago.- su voz perdió fuerza, sus pulmones se negaban a darle el aire que necesitaba. Aún así continuó hablando, en un susurro quejumbroso, pálido reflejo de su verdadera voz.- Prométeme que no te rendirás, que siempre seguirás adelante. Te prometo que algún día volveremos a vernos, cariño, pero no tengas prisa. Todo llegará a su debido tiempo. Te quiero, mi amor, vive, vive por mí. Prométemelo, prométemelo por el amor que nos une…
Las lágrimas resbalaban en torrente por las mejillas de Steven, mientras apretaba con fuerza las manos de su esposa, sabiendo lo que debía hacer. No dejaría que se fuera intranquila, jamás lo permitiría. La miró a los ojos, unos ojos brillantes, cansados pero inteligentes y despiertos.- Te lo prometo, cariño. Por el amor que nos une, esperaré el momento. Siempre te querré, mi dulce Hellen…- La presión de las manos de ella se aflojó súbitamente y sus pupilas se empequeñecieron hasta casi desaparecer.
– Lo se. Te esperaré, mi amor. Te esperaré… – las palabras murieron en sus labios como un último aliento de vida. Steven abrazó con fuerza el cuerpo de su esposa, llorando la pérdida irrevocable de la luz de su vida. En aquél instante, supo que no quería seguir viviendo…pero no podía traicionar la promesa que le había hecho en su lecho de muerte. Nunca.
Dieciocho años después, era él quién yacía roto en una cama. Su cuerpo no podía seguir soportando el azote del tumor que le devoraba las entrañas, se rendía lentamente, cada vez más débil, demacrado, deshauciado. Y su mente estaba más que dispuesta a abandonar aquella prisión que le había obligado a vivir sin la persona a la que amaba durante tanto tiempo. Realmente no podía quejarse de la vida que había llevado…había luchado, como ella le había pedido y había conseguido salir adelante. Sus obras se cotizaron, no le faltó trabajo durante años. Pero cuando enfermó, decidió dejarlo todo de lado y centrarse en sí mismo. Nunca volvió a estar con ninguna mujer, sabía que Hellen lo habría querido, pero él no deseaba enturbiar su recuerdo perfecto. Vivía por ella, para ella, incluso después de muerta. De noche, buscaba en la oscuridad entre las sábanas el tacto cálido de su piel. Soñaba con ella, tumbada a su lado, mirándole con los ojos brillantes, imbuidos del amor que ambos habían sentido y que había sido el motor de sus respectivas vidas. Pero todo aquello era una quimera de su mente. Ella no estaba allí, solo el deseo y la pérdida, el dolor y la ausencia. Ahora tumbado en aquella cama de hospital, rodeado de tubos y máquinas mudas, sentía que finalmente su momento había llegado. Por fín, después de tanta espera, volvería a ver a su alma gemela. Volvería a estar a su lado, a tomar su mano, a besar sus labios…a decirle una y mil veces cuanto la había echado de menos, cuanto la amaba.
Su vista se estaba enturbiándo, los BIPS de la maldita máquina eran ahora más espaciados. El tumor le había destrozado, había engendrado una podredumbre que se llevaba su aliento vital, robaba el aire que sus pulmones enfermos pugnaban por suministrarle. Sintió como el aliento dejaba de llegar a su pecho…ya no podía respirar, ni siquiera con la ayuda de los pulmones artificiales de la máquina de soporte vital. Una alarma empezó a sonar, lejana, insignificante, como si anunciase un desconocido y lejano hecho ajeno totalmente a su realidad. Ahora el techo de la habitación se había convertido en un borrón rodeado de un halo de oscuridad, una oscuridad que iba cerrándose a su alrededor, consumiendo los últimos chispazos de su ya agotado cerebro. Y solo quedaba un BIP, largo y agudo…solo un BIP. Envuelto en un manto de oscuridad, oyó a lo lejos las voces de los médicos y las enfermeras que se agolpaban en tropel a su alrededor…»dejadme», pensaba, «dejadme morir, ya está bien, recorrí mi camino. No quiero seguir. Pronto, muy pronto, dejaré de sentir. Dejaré de existir».
Mientras pensaba en ello y los médicos se afanaban en devolver una vida ya imposible a su consumido organismo, Steven sintió un tacto dolorosamente familiar.
– Hellen?…- pensó. En su traumática transición de la vida a la muerte, le pareció oír una voz. Abrió los ojos…y la vió a ella. Hellen Graham, su esposa, su razón de existir. Había vuelto realmente.
– Te dije que te esperaría, mi amor. No tendrás que llorar más, no me eches más de menos. Estoy aquí por tí. Siempre estuve aquí, esperando.
Steven abrazó a la mujer que tanto había añorado a lo largo de los dolorosos años de ausencia. La abrazó, fuerte, sintiéndo de nuevo cada brizna de su presencia, potente, dulce, real. La miró a los ojos de nuevo, aquellos ojos oscuros, pozos en los que se había sumergido infinidad de veces, de los que nunca deseó salir. La miró con cariño, la besó y le dijo:
– Por fín, cariño. He llegado. Al fín estoy de nuevo donde debo estar.
Ambas figuras fueron desapareciendo en la oscuridad, enlazadas en un abrazo que ni siquiera la muerte podría romper. Tras de sí solo dejaron recuerdos y una fría oscuridad. Y un largo BIP. Solo un BIP.