II Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura
Concurso Caravaca
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Bases del concurso, premios y jurado


21/2/2005

50.Quebranto
49. Mis horas con Mario
51. Tsunami
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“Qué difícil y qué confuso es esto del vivir. Qué batalla más áspera, más dispersa y más absurda”. El hombre triste filosofa mientras pasea al perro, el sábado, a primera hora de la mañana. La empresa no quería ceder en el tema de los sábados festivos. Pero al final, al menos de momento, los sindicatos han conseguido, en parte, tan solo en parte, su objetivo. Los trabajadores podrán elegir entre hacer fiesta los sábados por la mañana –y recuperar esas horas durante dos tardes de entre semana– o renunciar a hacerla. Aunque se les ha recomendado la segunda opción: “La empresa cree que lo mejor para los intereses de todos es seguir con el mismo horario que se ha hecho hasta ahora”, decía el comunicado.
El hombre triste continúa filosofando. Es un filósofo, el hombre triste. Tal vez una condición propicie la otra. Quizá la filosofía tenga muchas posibilidades de desembocar en la tristeza, o puede que sea la tristeza la que frecuentemente acabe haciéndonos aferrar a la filosofía por un puro instinto de supervivencia. “El trabajador ha de entender que lo mejor para la empresa es también lo mejor para él; o sea, lo mejor para todos”, continuaba diciendo el comunicado empresarial. Mentira. Eso suele ser mentira. Y lo es en este caso, por lo que se refiere a este trabajador y su perro. Pero hay que admitir que no es bueno para la masa, para la sociedad, que el individuo no asuma del todo su condición de integrante de esa masa, es decir, que sea individualista; y que no es bueno que un perro reciba parte de la dedicación y el afecto que habría de recibir la empresa. Aunque nadie haya tenido nunca a la empresa a su lado, delante del fuego, una tarde de invierno, con el morro encima de la zapatilla, haciéndole compañía, cuando la soledad más áspera, la no deseada, amenaza con estrangularnos el alma con sus zarpas.

La hierba está húmeda, esta mañana de sábado soleada y con un vientecillo fresco, casi frío, que llena los pulmones de fuerza y hasta de alegría. “No sabría cómo explicarlo, esto de la alegría en los pulmones –piensa el hombre triste–, pero la siento. Ya hace tiempo que no me llega al cerebro, ni al corazón, la alegría, pero aún soy capaz de sentirla invadirme los pulmones”. El aire acondicionado del trabajo, artificial, agobiante, que atufa a ferrocarril subterráneo, le provoca dolor de cabeza nada más entrar en la oficina para empezar la jornada, y tiene la sensación de que le han robado la naturaleza, de que se la han prohibido, y se siente esclavo, y vencido, y se entristece. Ha sido a fuerza de decepciones, ha sido resultado del abandono, consecuencia del desgaste, pero ha sido también a base de mañanas de aire acondicionado, de mañanas prisioneras, como se ha convertido en un triste este hombre al que han acostumbrado a hacer lo mismo si llueve que si hace sol, si el tiempo invita a quedarse en casa –al lado del fuego, leyendo, o escuchando música, o arreglando un estante del armario ropero–, o si, al contrario, sugiere el baño en las aguas ya templadas del mes de junio, antes de la cerveza y el periódico deportivo que habla de unos trabajadores privilegiados que cada mañana pueden jugar, porque un juego es su trabajo.
Por la ventana de la habitación que el hombre triste ha dedicado, en su casa, a despacho, entra el sol. Un haz de luz se esparce por la mesa, e incide en los libros de las estanterías y en las fotos de la pared: Miguel Hernández, Rita Hayworth, Daniel Cohn-Bendit –“¡La revolución! ¡Cómo nos duele, a los tristes, la revolución!”–, Louis Armstrong, Hemingway… Y ella. La foto de ella; una foto a la que el sol salpica con una especie de polvo dorado. El hombre triste se acerca ya a la cincuentena. Y la luz del sol, la calma del sábado por la mañana en casa y la imagen del perro adormecido en su rincón predilecto, le envuelven en una nostalgia densa de aquello que ya nunca volverá a ser. Y la conciencia de las frustraciones le pesa como una losa, y el volumen de las ausencias le oprime y le agobia.

Está construyendo un barco, el hombre triste, una maqueta reproducción del navío –le gusta la palabra navío, la encuentra elegante, precisa y eufónica– del capitán James Cook, una de las que utilizó en sus expediciones aquel hombre valiente y libre. Y eso de calificar de libre al hombre tendría que ser una redundancia, pero no lo es. Al contrario, es un adjetivo que convierte en excepción al sustantivo. Y, de pronto, nota como se le humedecen los ojos. Tiene la lágrima fácil, muy fácil, desde que ella se fue –y desde antes aún: desde que ella empezó a pensar en irse–, el hombre triste. A veces, simplemente con una canción, con una letra de Serrat, se le pone la piel de gallina y se le escapan las lágrimas: “Sin ti no entiendo el despertar, sin ti mi cama es ancha…” Serrat lleva en la cartera una foto de Kubala. Eso, al hombre triste, le emociona, mientras trata de encajar las piezas en miniatura del Endeavour, el navío del capitán Cook. Huelen a pegamento y a barniz, estas diez y media de la mañana. Sigue entrando el sol en la habitación, el perro continúa adormecido, hecho un ovillo, en su rincón predilecto, y el polvo de oro en la foto de ella se ha convertido en un traslúcido pan de plata. En una esquina de aquella foto hay una flor seca y un trozo de papel con unas palabras escritas, derivadas de un conocido bolero: “En tu cama quedará sabor a mí, y en mi piel quedará sabor a ti”. Ella le dejó, a escondidas, al salir del baño, aquella flor y aquel trozo de papel, sobre la almohada, antes de marcharse, un mediodía de aquellos furtivos en los que quizá, por un momento, incluso ella misma llegaba a creer que eran verdad sus propias mentiras. Y el hombre triste se libra a la melancolía y llora por el capitán Cook, por el olor a barniz y a pegamento, por el oro y la plata en la foto de ella, y porque Serrat –alguien que tiene por oficio decir cosas bonitas– lleva en su cartera una foto de Kubala –al hombre triste, cuando era niño y jugaba al fútbol, le llamaban Kubalita–.
Pero al pensar en los compañeros de oficina que han elegido trabajar hoy, las lágrimas le queman en los párpados. Cree que, entre todos, podríamos conseguir más libertad, pero no queremos; no quieren. Y la rabia le muerde. Y odia a los compañeros. Cada vez siente más el odio. Y no es nada bueno este sentimiento. Al fin y al cabo, cada cual ha de poder elegir lo que quiera; existir es eso: elegir. Lo dijo Jean Paul Sartre. El hombre triste, sin embargo, está convencido de que, en este caso, Sartre hubiera elegido lo mismo que él. Y, al punto, percibe la petulancia de aquel aparejamiento, se siente fútil, mediocre, y se avergüenza de la pobreza de su bagaje cultural, una expresión que no le gusta, porque le suena elitista, sofisticada, y como si se refiriese a un caudal que no estuviera al alcance de cualquiera. Y sí que lo está. Con más o menos esfuerzo, la cultura, hoy en día, está al alcance de todos los que quieren acercarse a ella. El amor, no; pero la cultura, sí. Él sigue leyendo libros, consultando enciclopedias, viendo películas, con la intención primera de aprender. Y se siente orgulloso, discretamente orgulloso, de saber que Sartre dijo que existir es elegir, y de haber leído varias veces –siempre en verano, porque ésta es una historia para leerla cuando el calor aprieta de verdad, e incluso angustia– un libro de un compatriota de Sartre que habla de un hombre triste; un libro que se titula “El extranjero” y que es de aquellos que hacen que se te encoja el espíritu.
Está bastante satisfecho de cómo le va quedando el navío. Goza con los trabajos manuales, con el pensamiento, y el sentimiento, de las manos, con el ejercicio solitario y aislador de la artesanía. Un día, hace ya muchos años, una mujer, entonces casi una adolescente todavía, le regaló una novela de un autor que él desconocía, un alemán: Hermann Hesse. El libro era “El lobo estepario”. Y, con su lectura, él descubrió que siempre se había sentido un poco lobo estepario, pero también tuvo la certeza inmediata de que nunca acabaría de serlo del todo. Y ésta es, quizá, la que más le duele de sus minusvalías: la cobardía. A muchas de las cosas que se compran con dinero y que no son imprescindibles, él no sería capaz de renunciar. Tendría miedo de hacerlo. Y este miedo le roba la libertad, y le hace sentir la amenaza del lunes a la vuelta de la esquina. Entonces, mira la foto de ella, cada vez más lejana, cada vez menos doliente, y llega a pensar que, entre unas cosas y otras, se le están agotando las ganas de vivir. Y eso, pensado una mañana libre de sábado, es pecado.

El perro ladra, porque descubre que otro perro ronda por delante de la casa. El hombre triste decide volver a salir a pasear, a tratar de olvidarse del odio, de sus pecados, de ella y del lunes que está, agazapado, acechándole detrás de unas escasas docenas de horas. Mientras pasea, va pensando que los compañeros del trabajo son unos pusilánimes que si leyesen “El extranjero” no lo entenderían. Y prefiere que no lo lean. Desea con todas sus fuerzas que no lo hayan leído –“Por favor, que no lo lean nunca. Sería como mi metiesen sus chabacanos dedos en mi alma, y en la de “El extranjero”, y en la del hombre que lo escribió”–, y reivindica para los escritores el privilegio imposible de seleccionar a sus lectores. El hombre triste se siente un lobo herido, un lobo estepario herido. Y es consciente de que ese tipo de bestia es muy peligrosa. Tiene ganas de gritar, cierra los puños y aprieta los dientes, y golpea la pared, y de los nudillos enrojecidos le brotan unos hilos de sangre. Se los lame, y se los frota por el culo de los pantalones oscuros y discretos. ¿Cuándo, en qué momento, se precipitó, en esta caída libre, al abismo del desencanto? ¿Quizá cuando renunció definitivamente a entender la vida? ¿Quizá cuando se dio cuenta de que la amistad no suele ser utilizada más que como un recurso sentimental de segunda categoría? ¿Quizá cuando el amor le estafó, y alguien se divirtió robándole el corazón, disponiendo de él sin ningún miramiento y relegándolo después a la función de un desahogo clandestino y grosero, para acabar tirándolo a la basura como si fuera un pañuelo de papel, sucio? ¿O quizá cuando descubrió el aspecto más turbio de su propia esencia, cuando se dio cuenta de hasta qué punto era capaz de ser cruel y de buscar hacer daño por venganza? ¿Qué es lo que ha acabado quebrando al hombre triste? ¿Lo mezquino de la sociedad? ¿La decepción de la amistad? ¿El fraude del amor? ¿O su propia inconsistencia, su propia debilidad, su propia insignificancia?

El hombre triste se va en busca del sol, al encuentro del engaño metafórico de la natura: los caminos con horizonte. Y el vientecillo fresco, casi frío, de aquella mañana libre de sábado le corta los labios y le seca los ojos, mientras una mirada tal vez augural se le hunde en la profundidad libertadora del mar desde lo más alto del acantilado.

49. Mis horas con Mario
51. Tsunami