No le quedan hijos vivos y, de tanto llorar, sus ojos son de perra callejera, miran por descuido, se estrellan por insomnio permanente…
A los sesenta y seis años, Irene Reigadas no puede huir de la muerte ni de la enfermedad que se ha llevado a sus hijos. Así que al mirar con ojos secos, sorprende las caras de sus amigas en la misa de difuntos de Serafín, su pequeño de doce años, y sonríe para no lastimar con sus palabras a las mujeres que le susurran oraciones de consuelo. Todas se quieren sin hacer ruido desde hace años, sin escándalos, sus bocas pequeñas, sus moños altos, sus encantos tapados. La pesadumbre les obliga a sentir el duelo del mismo modo, semejante a lumbres humanas es el puñado de taciturnas mujeres, y ese calor sofocante llena de temblores las entrañas de buena vieja de Irene.
Algo hay en el aire y eso no se olvida jamás. Primero son dos saltos, luego tres brincos, continúan cuatro giros. Después, cinco piruetas de mujer-orquesta. A tontas y a locas Irene es un volcán, una pieza musical. De repente, está bailando sin cesar entre mujeres enlutadas que no dan crédito a lo que ven y ajena al desconcierto que está provocando; porque la tierna señora que nunca perdió los modales, obligada a sobrevivir a sus hijos y resignada a conocer el sufrimiento de buenas a primeras, hasta descubrió el hastío del desamor envuelto en mentiras y tuvo la amabilidad de contarlo, al detenerse un instante; derrocha sonrisas. Está preciosa.
Cuando el sacerdote, nacido en una familia de músicos y creador del famoso Villancico, «A Belén con San Rodrigo, mártir descabezado», y conocido en el mundo entero pues estudiosos de la lírica religiosa lo admiran en sus avezadas críticas, se acerca; no consigue adivinar la insólita felicidad de Irene. Parece un atribulado brujo, capaz de dominar a miles de fieles sin mediar palabra pero incapaz de socorrer a la desdichada. Cuando no se puede contener la furia verbal, se dice, hay que empujar sin miramientos a todo el mundo fuera de la iglesia. Teniendo en cuenta que no es ético ni razonable (seguro que muchos sacerdotes no saben calibrar los méritos de un arrebato) porque tampoco lo admitiría la Santa Madre Iglesia, lo cierto es que años después recordará, avergonzado, la sensación de furia que llegó a embargarlo. Pocas veces se ha visto un caso semejante en misa de difuntos.
Por el contrario, las dolientes amigas de Irene quieren apaciguarla, pero ella ya no es una mujer prudente, dice que eso es imposible. Y lo dice tan dichosa que piensan que esa desquiciada no es Irene Reigadas, la mujer sensible a las caricias de la nutritiva muerte y al crujido eterno de mecedoras donde tejer sobrios hilos de penas; pues ha perdido el húmedo encanto de sollozar a la vez que ellas, con carita de costurera. Es muy feo lo que tienen delante de las narices. Es muy tonta la loca de remate. Parece el pájaro tonto que quiere posarse en todas las ramas al que los cazadores deben condenar, para desplumarlo en majestuoso banquete de escopeta, en cinegético trofeo de pluma y pellejo. Porque nadie se atreve a desafiar al destino cuando se pone canalla, cuando se pone jodido y puñetero. En cambio, es muy original que Irene Reigadas se regale un baile de hermosura, lleno de guiños frecuentes y tontísimas muecas, del que parece estar disfrutando como un cencerro, ya cantando, ya bailando. Bendito manicomio que carece de vergüenza y disimulo.
Irene, deslumbra con voz de cascabel:
— ¡Estoy loca y se me nota por todas partes!
—Yo nunca he dejado de quererte —dice su amiga Elvira, tomándola del brazo para salir a la calle.
De mirada soñadora, Elvira Torres se enamoró de un guardabosque a los doce años de edad. La pasión le llegó como un susto del que nunca se recobró del todo. Por más que quiso curar la enfermedad de su corazón ni los años acumulados ni los sabios consejos, le hicieron comprender lo necia que se puso de repente, y de ahí que se pasara el resto de su vida cocinando dulces, siempre atareada en sus fogones y con la mirada perdida en el bosque. Quizá por aquello de las mentes estropeadas y las pánfilas emociones, Irene se deja llevar por esos brazos de acero que acarician deliciosamente sin cesar el baile. Sin embargo, el resto de sus amigas peregrinan en procesión. Eugenia Cuetos, Paquita García, Amparo Cuartas y la inolvidable Visitación Gómez, apodada «La Fogosa», que no sólo emigró a Lisboa para conocer marido y desconocer la melancolía, sino que se atrevió a plantarlo en el altar por llegar borracho; van detrás sigilosas como fantasmas y avergonzadas como beatas pudorosas. De hecho, desfilan rezando tras la irresistible enfermedad de Irene dándose golpes de pecho y arrasados los ojos de lágrimas. Entretanto, terminada la misa por obra y gracia del mudo sacerdote, los hombres que han acudido a la iglesia desaparecen como por encanto, para estar en todos los sitios, para no estar precisamente en ninguno.
Fuera de la iglesia, sentados en el banco verde de la plaza mayor, pelados al cero por los piojos y con espíritu de trinchera, los niños observan fascinados el cortejo de mujeres. La naturaleza de trinchera es una mancha de color furtivo en la mirada, que sugiere inteligencia y perspicacia. Están alucinados. ¡Al carajo los mingos de jamón, los mocos, las latigueras, las tetas de miga de pan asentao! ¡Cojollos!, ¡Al carajo las pedradas en son de broma y el lanzamiento de patadas! ¡Cojollos!, ¡Cojollos! y más ¡Cojollos!, exclaman los aguerridos aprendices de hijoputa, los céntimos de gloria que la vida se va a encargar de despojar. ¡Ahí es nada! Junto a ellos, tres niñas crujientes remedan el alucinamiento detrás del banco. Son Gema Expósito, Lucía Canales y Sarita Cerrillo. No hace ni media hora zascandileaban por la casa de la hija del médico, por la habitación de la pepona de trenzas morenas que es Sarita Cerrillo. Van siempre que pueden porque les llena de admiración los tableros de ajedrez, los juegos de mesa, el álbum de fotos, los poemarios, la camita vestida de organdí, el insospechado farol amarillo. Y más aún. El diario donde se lee: “Y al filo de mi cama hay un califa, que me rellena la boca con su saliva”. Puede ser mentira.
Lo que es verdad y nada más que la verdad es que Lucía Canales, la de la maestra, es la primera en salir de la inopia del eterno ¡Cojollos! del banco verde, y con la severidad que heredó de su madre interroga como si tal cosa: “¿La Irene se va a morir?” De modo que Sarita vuelve a sentir la dureza de corazón que Lucía le produce desde que la vio estrangular dos pollos a la hora del desayuno. Contesta con la voz bondadosa que siempre usa con ella:
—La culpa la tuvo Engracia, «la Bicho», que vivió muy cerca y eso se contagia.
— ¿Cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho mi padre.
— ¿Cómo sabes que no te toma el pelo?
—Ay, Lucía —le dice Sarita, mientras deshace sus trenzas de morcilla—. Si yo no lo sé, no lo sabe nadie.
Por toda respuesta Lucía se pierde en un silencio feo como un demonio. Muy despacio, Gema Expósito, de mucha teta y poca paciencia, que incluso llegaba a negar el saludo por envidia, precisa con penetrante indolencia: “Teníamos prohibido jugar con Serafín… y está muerto… y la chiflada de Irene… se va a morir… y os juro que me importa un pito… también nosotras… vamos… a… morir”. Ante el oráculo y por desorden amoroso todas hacen la señal de la cruz. Después se abrazan, hasta que lentamente se separan, hasta que de puro miedo acaban riendo.
Médico, y enamorado de Irene desde la infancia, apoyado en el quicio de la puerta de la iglesia, está Rafael Cerrillo. Destacan de Rafael sus ojos de cadáver, su rostro de hielo. Destaca lo educado que es, lo mal hecho que está. Su madre le había avisado cuando cumplió los nueve:
—No toques a la Irene, esa niñuca tiene la lepra.
—Me muero de amor —se dijo. Luego intentó volar, fabricó una máquina y no se rompió la crisma de milagro.
Sesenta años después, el contrahecho sabe que no es lepra porque lo aprendió en Córdoba donde se hizo médico aunque por aquel entonces creía a pie juntillas a su madre, que quería llevarlo a hombros desde el susto volador y luego casarlo con una prima lejana. No se negó. Su madre se rompió la clavícula por el peso y Rafael dejó preñada la noche de bodas a la prima que desterró para evitar incomodidades. Así pues, dedicado por completo a la medicina, reconoce los síntomas de la afección nerviosa que adquirió proporciones de epidemia durante los siglos XIV y XV; y que sigue matando a la familia Reigadas recién avanzado el XX, en la iglesia del pueblo cordobés, como en la Catedral de San Vito en Praga.
La histeria colectiva de los Reigadas le hace estudiar arañas, escorpiones y alacranes que la señora Engracia gustaba de tener en casa; ya que «la Bicho», por las razones que fueran, no quiso tener cerca ni amigos ni familia, pero tuvo bichos. Y esos bichos pican. Desde entonces, en casa de Engracia habitaron pequeños demonios junto a grandes crucifijos, pues fueron muchas las noches de verano que vagaba por el pueblo desnuda y vociferando, que un demonio le había mordido entre las piernas, que un diabólico macho montés le había hechizado metiéndole su enorme rabo, en un violento despilfarro de lamentos desgarrados, de gritos eyaculados.
Por aquel entonces a Engracia le nace un rival científico y espabilado: Don Rafael se gana las alubias con la medicina y conoce de sobra los remedios de tan peculiares picaduras: beber tisanas con plantas medicinales, evitar a los pacientes toda clase de excitación, y una alimentación a base de ensaladas crudas, frutas del tiempo, yogur y verduras; para dos veces al día, preferiblemente por la mañana y a media tarde, mezclar tila, raíz de valeriana, hierba luisa, capuchina, manzanilla y toronjil.
De modo que, ahora, cargado de recetas y remedios, corre desesperado al manicomio de Irene donde todo es delirio y belleza. Voces de mujeres asustadas dentro de la casa. Sólo Elvira calla, ofrece rosquillas de anís y le franquea la entrada al paraíso, pues por arte de magia, la habitación de Irene está llena de imágenes como la Virgen de la Soledad, o Jesús del Perdón, o el Cristo del Socorro, o la Virgen de la Esperanza, o Nuestra Señora de Araceli; destacando el exquisito San Rodrigo, santo mozárabe que fue martirizado en Córdoba el 13 de Marzo del 857. Y otro tanto le sucede a San Vito, que murió entre horribles convulsiones, sumergido en una olla de agua hirviendo. Sin olvidar la imagen más bondadosa, sentada en la cama está su amorcito comiendo, pétalo aquí, página allá: dos gardenias, y el divertido libro del ínclito autor Abel de la Cierva «Las mujeres en la Edad Media. Vida Delicada» (Anilla, 1889); según reza la banda naranja que abraza la obra: “La historia de la literatura medieval a través de la mirada femenina”. Y así, “incansablemente, hila que te hila” como decía el poeta, Irene está zampando, a mordisquitos y con desparpajo, los usos y costumbres de varios siglos donde las mujeres enmudecían a fuerza de someterlas.
—Estoy llena y feliz. —Y lo dice Irene con la boca llena de papeles y flores.
—No hay nada más hermoso que tu boca cuando estás «leyendo» —musita Rafael.
Dos días después, a Irene le sorprendió la muerte cuando continuaba de fiesta, su cuerpo desprendió una deliciosa fragancia y dicen que quedó incorrupto. Rafael tuvo una muerte lenta a los nueve, tal como predijo a su madre, pues dicen que no se puede vivir si tienes el corazón blindado. Bien lo sabe Elvira, ojos de bosque… el lobo aúlla.