II Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura
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44.Dos lágrimas
43. Amarte hasta la muerte
45. Comida para peces
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No estaba satisfecho. Eran muchas las horas que estaba dedicando a ensayar aquel nocturno. Conocía la partitura perfectamente, podría decirse que técnicamente dominaba la obra. Sonaba bien, lo suficiente para que el público que asistiera al recital aplaudiera. Pero aquella música que salía de mis manos no era la que yo conocía.

El nocturno número 2 en mi bemol mayor de Chopin lo escuché por primera vez cuando era un crío, en uno de esos programas de la tele que pretendían acercar la música clásica a los niños. Aquella música me atrapó, la escuché apenas sin respirar. Al finalizar descubrí un par de lágrimas recorriendo mis mejillas. Años más tarde, compré un CD con los nocturnos de Chopín interpretados por Maria Jo±o Pires. Oh, gloria bendita! Cuando escuché aquel nocturno las lágrimas volvieron a mi rostro.

Busqué entre los CD’s y encontré el que buscaba. Lo introduje en el equipo de música, seleccioné el segundo corte y presioné play. Me dispuse a escuchar aquel nocturno. La música empezó a emerger del mismo aire, expandiéndose y ocupando todo el espacio, impregnando la atmósfera de algo etéreo, algo místico. Se podía respirar, penetraba en los pulmones, en la sangre y el cerebro. Me invadía completamente, me erizaba la piel y tras un escalofrió, una vez más, dos lágrimas en mi cara.

– Así es como quiero tocarlo!

Me senté frente al piano. Tomé la partitura y comencé a solfear prestando toda mi atención a cada nota, a cada crescendo o piano, a cada retardatto. Aquella escritura se introducía por mis pupilas hasta mi mente, donde se convertía en unos bellísimos sonidos de piano. Cerré los ojos. La música me estaba inundando.

Abrí los ojos extrañado. La música estaba sonando realmente: la oía con mis oídos. De algún lugar provenía aquella melodía que alguien interpretaba al piano. Por cierto, lo hacía magistralmente.

De pronto, en aquella atmósfera algo empezó a … materializarse! No daba crédito a lo que estaba viendo. Un gran pentagrama se estaba formando, flotando, danzando sobre el espacio. Sobre aquellas líneas y espacios se iban incorporando las notas a medida que sonaban.

Noté como aquel pentagrama se apoderaba de mi. Un segundo más tarde una suave sacudida me elevó hasta el techo y … oh Dios! me vi recostado sobre el piano, inmóvil, inerte. Tiró de mi y me sacó por la ventana. Como si de una alfombra mágica se tratara me hizo sobrevolar la ciudad. Distinguí calles, plazas y avenidas, iluminadas por la tímida luz de las farolas. Llegué a la playa. Ante mi el pentagrama se adentraba en el mar marcando el rumbo que debía seguir mi viaje.

El vuelo se hizo muy veloz. Tenía la sensación que, de algún modo, el tiempo y el espacio estaban siendo alterados. Pronto percibí sobre el horizonte la silueta de lo que parecía ser una isla. Curiosamente, a pesar de estar ya muy cerca, no divisaba luz alguna. La poca claridad de la noche apenas permitía distinguir montañas, bosques y el perfil de la costa. La velocidad aminoró y el viaje prosiguió bordeando la isla.

La música, que había sonado maravillosa durante todo el trayecto, se hacía ahora como más cercana. Allí, sobre la sierra, se adivinaba una gran y peculiar casa, en la cual parecía tener su fin el pentagrama, o su principio según se mire. Aquella casa, de recias formas, me resultaba familiar.

Quedé estupefacto. Era la Cartuja de Valldemossa. No podía creer todo aquello y sin embargo pensaba que todo podría ser posible. Un pensamiento rápido como el rayo atravesó mi cerebro. Si aquel era el lugar, entonces, quien tocaba el piano, ¿acaso seria él?

Suavemente descendí y me encontré en mitad del claustro. El gran pentagrama entonces desapareció. En realidad ya no era necesario pues fácilmente localicé la puerta abierta de la que salía la música y una tenue luz. Avancé un paso, y luego otro y otro más en aquella dirección hasta llegar a apenas un metro de la puerta. Sentí frió.

– No te quedes ahí. Vamos, entra.

Era una voz con acusado acento francés. Reconocí aquel rostro que aparecía en las ilustraciones de los libros: era él. Un golpe de tos alteró su aparente tranquilidad. Esputó un gargajo oscuro en un pañuelo que depositó en un cestillo junto a más pañuelos sucios.

– Desde hace unos días estoy peor y ¿sabes por qué? Algún inepto esta tocando uno de mis nocturnos como quien aporrea a un pollino terco.

Hice como si aquello no fuera conmigo.

– Ven, siéntate y toca. A ver si consigo que me dejen de chirriar los tímpanos.

Me senté frente al piano y empecé a tocar.

– No y no. Para! ¿Estas muerto?

Aquella pregunta me trajo la imagen de mi cuerpo recostado sobre el piano de casa. La angustia me provocó un nudo en la garganta y sentí un helor que me cubrió de la cabeza a los pies.

– No lo sé – respondí.
– Pues tendrás que averiguarlo. Los muertos no hacen música. Y no es porque no puedan mover ni un dedo. Es porque están muertos. ¿Entiendes?

Yo asentí con la cabeza, aunque no comprendía lo que quería decir.

– Son los ineptos como tu, los cretinos que quieren aprovecharse de mi música los que me ponen enfermo. Dime, ¿qué buscas? ¿Dinero? ¿Aplausos? ¿Qué?

Ciertamente parecía más ofendido que enfermo. Adopté una actitud humilde para contestar a sus preguntas.

– Desde la primera vez que escuché ese nocturno, siendo niño, me ha emocionado de tal manera que acabo derramando un par de lágrimas. He practicado mucho para el recital del domingo, pero no consigo que la música sea sincera. Quiero tocar para que todos aprecien la emotividad y la sensibilidad de su música. Quiero dar a todos la felicidad y paz que yo siento al escuchar algo tan bello. Yo, maestro, quiero tocar así.

Mis palabras encontraron cobijo en algún lugar de aquel hombre.

– Mi madre solía tocar cuando yo era niño. Tocaba canciones populares y música para bailar; también alguna que otra pieza. A mi me gustaba escucharla. Ella no tenía una técnica excelente pero su música tenía la virtud de hacerme sentir cosas que ninguna otra cosa en la vida conseguía. Me emocionaba hasta el extremo de que a mi también se me saltaban las lágrimas. En muchas ocasiones me sentaba junto a ella. Como si fuera un juego me decía la teclas que tenía que pulsar. Ella tocaba y me indicaba cuando entraba yo. Aquello era divertido. Esos fueron mis primeros compases.

Aquellos pensamientos trajeron una sonrisa a su rostro.

– Como sabrás, estudié con varios maestros. Ellos me enseñaron conocimientos musicales y técnica. Esa fue la herramienta que me ha permitido sacar la música que siempre ha estado en mi. La música es la expresión de lo que uno es, de lo que uno siente. Cada obra es un mensaje que el compositor quiere compartir con los demás. Y cada vez que un interprete ejecuta esa obra lo que hace es trasmitir ese mensaje. La música es un lenguaje sin palabras, sin códigos. El músico crea sin más limitación que la que le impone su capacidad creadora. Es el acto más íntimo que tiene el hombre, buscando en su interior las razones de su propia existencia.

De nuevo aquella tos. Resultaba escalofriante aquel sonido roto que surgía de aquellos pulmones cavernosos; era como si en un esfuerzo se le hubiera de desgarrar el pecho.

– Mira, mira ahí – me dijo señalando una mesa.

Había varios montones de papel pautado escritos.

– Es lo que he compuesto desde que estoy aquí. Es bastante. Y mira este lugar. ¿Te parece esta celda lugar de inspiración?

Miré en derredor, y por lo que vi la respuesta a su pregunta era que no. Era una estancia pequeña, sin ventana, de paredes desnudas. El mobiliario el mínimo: un jergón, una mesa de trabajo y una silla, un armario y una palangana. Era notorio que el magnifico piano Pleyel no armonizaba con el resto.

– Este lugar resulta propicio para buscar uno en si mismo. Necesitas recogimiento, soledad, silencio, para escuchar la música que emana desde la profundidad de tu ser. Momentos de mi infancia, la nostalgia de la tierra en que crecí, las dulzuras y amarguras del amor, las alegrías de los amigos y el odio de quienes me traicionaron, ambiciones, frustraciones, desengaños. La música es lo que tu eres.

De aquella lección comprendía las palabras, pero no sabía como obtener el fruto. Me miró como si me hubiera leído el pensamiento.

– Ahora escucha.

Empezó a tocar el nocturno número dos.

– Ella tenía diecisiete años, una belleza, una delicadeza y una fragancia que era la envidia de todas las flores.

Prosiguió tocando y describiendo a aquella muchacha, María Wodzinski, de la cual había sido pretendiente aunque su padre se opuso siempre a aquella relación.

Empecé a comprender la música al dictado de sus palabras. La imagen de María se me hizo presente. La música me transportó un año atrás hasta los Jardines del Generalife. Se celebraba un encuentro nacional de jóvenes promesas promovido por varios Conservatorios. Allí conocí a María. Era de Granada y me cautivó su mirada limpia y profunda. Tenía unos grandes ojos oscuros en los que te podías caer como atrapado por un agujero negro. Siempre lucía una media sonrisa que transmitía serenidad y confianza. Recuerdo que la conocí con el pelo recogido y le pedí si podía soltárselo. Accedió a ello y desplegó una preciosa cabellera hasta casi la cintura. Después de los ensayos solíamos pasear un rato por los jardines. Era primavera. La luz suavizada de la tarde producía un matiz apastelado en los vivos colores de las flores. Algunos granos de polen flotaban en el aire, creando un cálido atardecer dorado al reflejar los rayos del sol. El susurro del agua corriendo se convertía en el acompañamiento del canto de los jilgueros. Todo aquel entorno no hacía sino adornar a aquella princesa mora con nombre cristiano, cuya belleza no residía solo en su apariencia. María desprendía un aura de bondad que te atrapaba. Era todo comprensión, todo dulzura, todo amor. A su alrededor las cosas y las personas se transformaban, y el mundo adquiría la armonía que nunca debería haber perdido.

El piano calló.

– ¿Hay alguna María en tu vida?

Me sonreí y le dije que no, pero no sonó convincente.

– Las mujeres no son las únicas razones de nuestra vida. La intensidad con la que vivas hará que otros muchos hechos y experiencias se conviertan para ti en música. Y ahora, veamos si has entendido algo.

Me cedió la banqueta y me senté. Me dispuse a atacar las primeras notas cuando … regresé de nuevo a los Jardines del Generalife.

El aula de audiciones estaba llena; sucedía siempre que había un recital de alumnos. Familiares y amigos iban a escuchar a su Barenboim particular. Luis acababa de interpretar el popular adagio de la sonata número 8 de Beethoven. Ahora estaba recogiendo su aplauso.

Bajó Luis del escenario y yo me levanté para subir. Al cruzarnos me dijo:

– Suerte.
– Gracias. Y enhorabuena.

Sonó un breve aplauso que me recordó cuantos ojos y oídos estarían pendientes de mi. Me acomodé en la banqueta y extendí las manos al encuentro con las teclas. Cerré los ojos y evoqué el encuentro que dos noches atrás había tenido. Al momento supe exactamente qué hacer y mis dedos acariciaron aquellas teclas de marfil y ébano.

El aplauso del público me trajo de vuelta al auditorio. Los cuatro minutos y medio de duración del nocturno habían transcurrido en otra dimensión. Puesto en pie ofrecí una sonrisa y una leve reverencia como agradecimiento. Estaba contento porque mi interpretación había gustado.

Entonces la vi. Mi corazón dió un salto. Y mi alma se sintió feliz. Allí, en la segunda fila, por una cara joven y rosada, corrían dos dulces lágrimas.

43. Amarte hasta la muerte
45. Comida para peces

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