Este fin de semana he vivido abrazada a Miguel Hernández, por esto mi entrada de hoy vuelve a ser un poema que hice inspirada en él y que es un grito a que nuestros hijos y los hijos de los que nos rodean, no dejen nunca de saber lo que ocurrió, ocurre y ojalá que no ocurrirá, a los hijos de otros hombres y mujeres.
Tuve el honor de clausurar el congreso con una lectura poética al lado de admirados poetas como Félix Grande o Antonio Martínez.
Este poema es un recuerdo que me ha acompañado durante muchos años. Cada vez que iba a casa de mi cuñada y ella escuchaba en la radio la nana de la cebolla, el mundo se paraba y no se oía nada, sólo veía a ella que sonreía y lloraba recordando tristezas. Desde entonces, siempre que yo la recito o la oigo, me emociono pensando en ella.
A María, mi cuñada, que me enseñó a llorar
con la cebolla de la nana.
Mi hija se
aferra a mis
pezones y
de ellos extrae,
además de vida,
un torrente de
besos y
de leche
(tu hijo
probablemente
extraería
lágrimas y sangre).
Mi hija sonríe
y eructa
mi alegría,
que se le
filtra por los
huesos
(tu hijo
seguro que
tendría problemas
de crecimiento).
Y mi hija,
que hoy tiene
flores en las
hormonas y
su piel se
ríe a carcajadas,
tiene que saber
¬–y esto es muy importante–
que tu
hijo se alimentó
de hambre y
que a ti
(su padre),
muriéndote entre
piojos y
flemas por
gritar: ¡igualdad!
sólo
te dejaron
cantarle una
nana.
Yolanda Sáenz de Tejada
https://yolandasaenzdetejada.blogspot.com/