—¡Un castigo! Cuando vi la estación espacial, con su forma de C, pensé: “C, C de castigo, ¡un puto castigo!”
—Debe usted saber, mi querido amigo…
—Paco.
—…Paco, que la forma de C es para que las naves de ruta hiperdimensional atraquen en la curva exterior. Son de mayores dimensiones. Las interplanetarias, en cambio…
—¡Me la pelan las naves! A mí me han traído aquí castigado. Perdí las coordenadas NAV de una cónsul tricliota.
—Dicen que las tricliotas son unas grandísimas damas.
—¡Una grandísima puta! Eso es ésta. Perdí sus coordenadas y aquí estoy, en esta cloaca. ¡C de cloaca!
—Al menos, si le sirve de consuelo, aquí casi sólo se trabaja con humanos. Su deplorable castigo podría haber sido mucho peor. Inimaginablemente peor: le podrían haber asignado uno de los diques multiespecie.
—¿Cómo que uno de los diques multiespecie?
—Sí, no se lo creerá, pero entre los tres mil diques de atraque hiperdimensional, hay cinco diques multiespecie.
—¡Hijoputas! ¡Me la han clavado bien! ¡La muy zorra!
—Mi querido amigo Paco, cálmese por favor. ¿Puedo preguntarle que es lo que tanto le turba?
—¡Coño!, que me han mandado a uno de los multiespecie.
—¿Qué me dice? Eso sí que es mala suerte.
—¡Una mierda mala suerte! ¡Me cago en todos los tricliotas!
—No se exalte, mi querido amigo, que le va a sentar mal la comida. Mire la cola, ya sólo quedan unas ochocientas personas delante de nosotros.
—Cómo no me voy a exaltar, los multiespecie no dan más que problemas. Hace veinte diaciclos que tengo a un cebuliano en el dique. Mi primera operación de tránsito y ahí está parado, el bicho.
—¡Pardiez! Nunca he tenido el placer de ver un cebuliano.
—Menudo placer. Es feo de cojones.
—Y, dígame, ¿por qué lo ha retenido en el dique tanto tiempo?
—Si yo no lo retengo. Imagínate: el puto bicho llega, se baja de la nave y se planta delante de mi. Yo ya me había leído las instrucciones del tránsito (no quería cagarla otra vez, como con la perra tricliota), y había visto que los cebulianos tienen un nivel de protocolo cien…
—El máximo.
—Sí. Para andarse con gilipolleces. Digo: bueno, nivel cien; lo mejor en estos casos es no abrir la boca. Total, me callo y le mando las coordenadas NAV. Oigo que pita el receptor de su nave. Trabajo cumplido. Ya se puede largar… De pronto suelta un eructo y se activa la computraductora (yo siempre había pensado que las compus tendrían voz metálica, de robot o algo así; pero no, tienen voz de tía, de tía buena).
—¿Y bien?
—¡Trece!
—¿Cómo trece?
—El bicho de los huevos me dice trece. Bueno, en realidad, se tira el eructo y la tía buena de la compu dice trece.
—Y ¿qué hizo usted cuando le dijo trece?
—Para empezar, me cagué en todos sus muertos. Claro, que como los cebulianos son inmortales… La cosa es que el bicho me suelta el trece y se queda allí, ¡con dos cojones! Yo le largo otra vez las coordenadas NAV… Espero un rato y… ¡Me cago en su puta madre! El cebuliano vuelve a eructar y la guarra de la compu me escupe otro trece.
—¡Indignante!
—Y el cebuliano que no se mueve.
—¿No se mueve nada?
—Nada. Si eres inmortal y tienes toda la eternidad por delante, ¿tú te pondrías a correr?
—Me temo que no.
—Pues esa es la coña. El cebuliano ni se va ni protesta; se queda allí pasmado, sin ninguna prisa, esperando a que tú le contestes. Y ¿qué coño le voy a contestar yo a un trece?
—Sí, sí, disculpe caballero, ya nos movemos. Magnífico, ya casi es nuestro turno. Y ¿no podría ser que la computraductora esté mal ajustada?
—Llamé al técnico. Vino y me dijo que estaba bien.
—Y ¿nadie antes ha tratado con un cebuliano?
—He preguntado por toda la estación. Nadie.
—¿No ha probado a hablar con un tecnolingüista? Quizás…
—¡Ja! Yo soy tecnolingüista. Me doctoré en la Universidad de Zaka. Por eso hablo tan bien.
—Ya decía yo… Y, siendo usted tecnolingüista, ¿no puede encontrar una solución?
—Me jode reconocerlo, pero no. El problema del puto cebuliano no lo sé resolver. Resulta que estos bichos hablaban miles de lenguas distintas en su planeta de origen, Cimbón. Cuando salieron al espacio desarrollaron un nuevo lenguaje: el cebuliano, que era una forma científica de unificar todos los idiomas que usaban. Desde entonces, todos hablan eso. No se sabe más.
—Y el señor cebuliano sigue ahí.
—Ahí sigue el cabrón. Ahora iré otra vez, después de comer. Pero ya sé lo que me va a decir.
—¿Trece?
—Trece.
—Mire, querido amigo Paco, ya es nuestro turno. ¿Qué desea comer usted? Yo tomaré un plato combinado.
—No sé, no tengo hambre. Pienso en el bicho y se me quita. ¿Qué me recomiendas?
—Un cinco. Es mi preferido; tiene pollo de río, ensalada de trifolias y patatas sintéticas. Fritas.
—¡¿Cómo?!
—Pollo de río, ensalada de trifolias…
—¡No! Que qué me has dicho que tome.
—Un cinco.
—Cinco… ¡Cooooooooooooño!
—¿Qué…?
—¡Eso es! Corre, ven conmigo.
—Pero…, ¿y la comida?
—¡Deja la comida y ven conmigo al dique!
—¿Con el cebuliano?
—Sí que es desagradable el aspecto del señor cebuliano.
—¡Shhh! Calla, coño. Ahí van las coordenadas NAV. Enviadas.
—Brop…
Trece.
—La señorita de la computraductora ha dicho trece. ¿Qué va a decir usted?
—Es cuestión de buena educación. Y de orden. ¿Qué se dice cuando te dan algo?, y ¿qué se responde? ¡Catorce!… Bruac.
—La señorita ha eructado, ¡qué simpática! ¿Qué hace el señor cebuliano? Se gira. ¡Se va hacia su nave! ¡Se vuelve!
—Groik… Ocho.
—Ha dicho ocho. ¿Qué le va a decir ahora?
—Pues ocho. ¡Ocho!… Groik.
—Ahora levanta la mano (eso es una mano, ¿no?).
—¡Vamos! Levántala tú también. Como yo. Dile adiós al bicho.
—¡Ocho!