El joven caminaba enérgicamente por el camino polvoriento, acalorado y con la boca seca, escudriñando el horizonte , donde aparecía la ciudad blanca recortada contra el cielo anaranjado. Como siempre, el tiempo había transcurrido sin que él apenas se diera cuenta, y la tarde había ido cayendo mientras observaba el ajetreo del puerto con los barcos que llegaban y partían y la muchedumbre atareada y vociferante. Ahora el sol era una gran esfera colorada, perfecta y rotunda, que se escondía tras los rugosos montes.
Y en esa hora crepuscular , tan incierta , el muchacho tendría que cruzar la laberíntica ciudad, buscando entre las sombras los estrechos callejones que tanto había tardado en memorizar, y huyendo de las miradas penetrantes, de una curiosidad desapasionada y distante, que siempre sentía sobre él. Ekrem no soportaba esos ojos oscuros sosteniendo fijamente su mirada ni las palabras casi ininteligibles que partían de labios gruesos que se cerraban sobre unos dientes blancos como la cal de las paredes de las viviendas que componían la ciudad.
Cuando llegó a las puertas de la muralla, aminoró el paso, pues , aunque no había encontrado a mucha gente en el camino, ahora una multitud parecía agolparse ante el arco de la puerta de entrada, donde había un constante ir y venir :agricultores que volvían a sus hogares , tan polvorientos y sudorosos como él, y pescadores que habían recorrido al igual que él, la distancia entre el pueblo pesquero y la ciudad construida hacia el interior, al albergue de las montañas; mujeres que portaban sobre sus cabezas, con elegante destreza, los últimos cestos de verduras del día , a las que seguían algún que otro chiquillo sucio de todo un día jugando entre el polvo y las piedras.
Ekrem cruzó la gran puerta, abriéndose paso entre el gentío. Sus ojos huían de otros ojos y buscaban solamente los callejones que le llevarían a casa. Sorteaba las personas en su camino pero una vez tropezó y colisionó con un hombre delgado de estatura mediana que llevaba un saco al hombro. El hombre giró, posó unos impenetrables ojos negros sobre Ekrem, que contuvo el aliento, y dijo algo de lo que solo alcanzó a entender: “Forastero” , ya que no era la primera vez que lo oía. Ruborizándose, Ekrem se alejó a paso rápido y se adentró por un callejón que se abría a su izquierda. Caminó a grandes pasos durante unos segundos hasta que de repente se detuvo . Cuando miró hacia atrás, vio que la curva que trazaba la callejuela le impedía ver el comienzo de la misma, y se dio cuenta que no era una de las calles que conocía. Se debatió solo unos segundos entre seguir o volver a la calle principal, pero el pánico que comenzaba a sentir y que le alborotaba el corazón , le hizo volver por donde había venido. El hombre con el gran saco seguía en el mismo lugar donde había tropezado con él, rodeado ahora de tres o cuatro hombres y aparentemente inmerso en una agitada conversación. Vio salir a Ekrem del callejón y , agitando el abultado saco, le dirigió unas palabras alzando la voz. Ekrem se alejó corriendo, con la voz del extraño en sus oídos.
El cielo era ya nocturno y estrellado, de un azul oscuro levemente teñido de violeta por el oeste. Las pocas farolas no alumbraban todos los rincones , y su parpadeo constante producía un baile de sombras en las paredes de las casas y el suelo empedrado. Ekrem prosiguió su camino , esforzándose por recordar el plano dibujado en su mente, avanzando por las estrechas calles con sus olores a pimienta, canela, comino. Primero, había de buscar la casa con la peculiar grieta con forma de perfil de anciano con barbas; luego venía la taberna de la que emanaba un característico olor a sanbusak , las deliciosas empanadas fritas; más adelante la ventana donde un viejo gato negro tuerto dormía día y noche , y sí, ya veía su casa y la figura rolliza de Salma esperándole en la puerta, intentando discernir algo en la oscuridad. Ekrem se apresuró y cuando Salma lo distinguió entre las sombras, con una exclamación se abalanzó sobre él. Comenzó a agarrarle los hombros con sus fuertes manos atrayéndolo hacia sí, y a soltarle, espasmódicamente, mientras parloteaba sin cesar en su lengua materna , olvidando que Ekrem, turbado por tanto derroche de emoción, no entendía nada. De repente cesó su actividad y riéndose del alboroto que había causado , se dirigió a él en la lengua que entendía. No , no estaba enfadada por su tardanza, quizás un poco preocupada. Entraron juntos a la casa, que esta noche olía a ajo y pescado frito, y ella le acarició tímidamente la cabeza.
Más tarde, cuando se tumbó sobre el lecho y desde él contemplaba el cielo estrellado a través de la ventana de su habitación, Ekrem, como todas las noches , comenzó a recordar los acontecimientos de los últimos meses, y como siempre, volvió a sentir esa tristeza que le producía una sensación líquida y ligeramente dulzona en el estómago. Recordó la última vez que vio a su familia ; a sus tres hermanos mayores , altos y fuertes, volviendo al atardecer del trabajo; a su madre , atareada en el pequeño huerto familiar, con su piel suave y blanca( la más blanca que jamás había visto ) enrojecida por el sol. Y sobretodo recordaba a su padre , un hombre pequeño y fibroso, con el rostro moreno surcado por mil arrugas, centradas en torno a sus ojos negros y brillantes. Un hombre decidido , con carácter, que había conseguido todo lo que tenía en la vida con trabajo y tesón. Se daba cuenta ahora de que la suya había sido una familia unida, feliz, a pesar de alguna que otra disputa sin importancia. Y habían vivido bien, en una ciudad tranquila , en un buen país; una vida ajena a los males que azotaban otras zonas del mundo, hasta que la desgracia les visitó.
Revivió una vez más el momento en que una cara desconocida le informaba de la tragedia y volvió a sentir aquel dolor punzante en el pecho. Luego vino un periodo de tiempo incierto del que no recordaba sino la sensación de vacío y angustia. Todavía no sabía cuanto tiempo transcurrió hasta que comenzó el viaje en barco que le había traído aquí, donde una nueva vida le esperaba, entre gentes extrañas , oscuras, en una ciudad-laberinto de casa blancas. Aquí la misma tierra era casi blanca, árida y polvorienta. Por ella surcaba a veces un viento caliente y feroz, que sacudía los nudosos olivos, el único árbol que desafiaba esta tierra seca. Un sol blanco en el cielo intensamente azul no ofrecía clemencia , pero tanta aridez era aliviada por el mar que se divisaba al fondo hacia el este , como una brillante franja turquesa. Sus pensamientos volvieron a las gentes , y Ekrem se repitió a sí mismo la palabra que tan pronto había aprendido y que tantas veces había oído: Forastero. La lástima era que no podía pasar desapercibido; su piel blanca , su pelo claro y sus ojos azules como los de su madre le marcaban. Además, para su vergüenza, cuando balbuceaba la nueva lengua sus cuerdas no podían producir los característicos sonidos guturales y su voz sonaba suave y asustada. Solamente su nombre no era extraño, pues su padre, oriundo de estas tierras , quiso que sus hijos llevaran algo de ellas en sus nombres. ¿ Qué sintió su padre cuando dejó su tierra nativa hace ya tantos años para aventurarse en un país extraño, tan opuesto al suyo en todo, desde el clima hasta la religión?
Ekrem se durmió mientras imaginaba a su padre, con su misma edad, avanzando cauteloso por una ciudad desconocida.
Al día siguiente Ekrem no fue al puerto sino que ayudó a Salma y a su marido a fabricar los panes y los dulces que luego vendían en el mercado. Al atardecer un hombre llamó a la puerta. Salma le hizo pasar y Ekrem , que estaba sentado a la mesa mojando en un platillo de aceite trozos de pan que luego espolvoreaba con sal, pimienta y comino, se sobresaltó al reconocer al hombre con el saco que le había gritado en la calle el día anterior. Observó que era más joven de lo que le había parecido, y que hoy también llevaba consigo el saco. Salma y el extraño hablaban animadamente y miraban a Ekrem. Éste, que había dejado el pan sobre la mesa, pensaba si sería de mala educación salir de la habitación. Pero Salma se acercó a él sonriendo, y con un dedo en el labio y la cabeza inclinada, intentaba traducir la conversación que había mantenido con el extraño. Cuando concluyó y ambos le miraban expectantes, Ekrem esbozó una tímida sonrisa y sintió algo caliente que fluía por su sangre. El extraño también sonrió mostrando sus grandes dientes blancos, y abrió el saco que contenía la pesca de ese día .Ekrem, mirando dentro del saco, hizo un gesto de admiración, y balbuceando la nueva lengua le aseguró que estaría preparado a la mañana siguiente para ir de pesca. Salma sonrió aliviada, mientras Ekrem y el pescador examinaban los pulpos y los cangrejos, y pensó que su sobrino llevaba demasiado tiempo solo. Tenía que olvidar sus temores y dejar atrás el pasado; ahora éste era su país, su familia estaba aquí y esta pequeña ciudad le esperaba con los brazos abiertos.