El invierno, como cada año, llegó con sus fuertes temporales. Había días en los que el viento soplaba tan fuerte, que nadie se atrevía a salir a la calle, como si el fenómeno marcase un toque de queda que obligaba a los vecinos a recluirse dentro de sus cuatro paredes. Parecía que ahí afuera se estuviera librando una mortífera batalla: el viento silbaba por todas partes como un mar de veloces balas dispuestas a transmutar el calor humano por el frío eterno, acompañadas por fuertes estruendos provocados por golpes de ventanas y puertas mal cerradas. Todos los vecinos del barrio se conocían entre sí, y entre visillos, observaban la desértica calle expuesta al furioso vendaval, y a lo lejos, una silueta. Al principio, los vecinos no sabían si calificar la conducta de aquella persona de heroica o de demente, pero tras identificar al señor Gregorio, rectificaron todo juicio de demencia.
A pesar de estar acostumbrado a soportar todo tipo de calamidades climáticas, a Gregorio le castañeaban los dientes y le temblaban las manos. Tenía algo más de setenta años pero no padecía parkinson, simplemente experimentaba un frío sobrenatural. Aquel comportamiento de su cuerpo le hizo recordar que había olvidado su abrigo en una cafetería donde había estado minutos antes, así que, se dio la vuelta rumbo al que había sido su último destino maldiciendo a aquel alemán que a menudo le escondía las cosas, el alzheimer. Los vecinos curiosos, buscando el porqué de aquel cambio de rumbo, pensaron que el señor Gregorio había bebido en exceso, y valiéndose de esa justificación unánime, se alejaron de los visillos para arrimarse a sus respectivas fuentes de calor.
Gregorio asió con fuerza el pomo para que el viento no bailara con la puerta una danza descontrolada, y entró en la cafetería. Estaba repleta de gente de todo tipo, desde ejecutivos de traje y corbata, hasta jóvenes estudiantes. Radiadores funcionando por doquier y cacofonía excesiva regentaban el local en que la entrada de Gregorio pasó inadvertida; tan sólo se dedicó a descolgar su abrigo del concurrido colgador y regresar al exterior. La nueva prenda de grandes bolsillos atenuó el frío, pero no por eso dejó de ser insoportable. Se llevó la mano al bolsillo derecho y encontró las llaves de su coche, pues tenía ganas de llegar hasta él, poner la calefacción y aterrizar en su cálido hogar lo antes posible.
De camino al lugar donde tenía el coche aparcado, Gregorio pensaba en lo afortunado que era y en la suerte que había tenido en la vida. «Nunca sabes de quién y dónde vas a nacer» se dijo. Con las llaves en la mano, pensó que el mero hecho de entrar en el vehículo ya sería un alivio y en un buen Mercedes como el suyo no se filtraba ni un hilo de viento y si ocurriera, la potencia de la calefacción arrasaría con todo. Con esos pensamientos, Gregorio adquirió algo de calor, no obstante, apretó el paso hacia el coche, que aún quedaba algo lejos.
Seguidamente se llevó la mano al bolsillo izquierdo de su abrigo y cogió el paquete de fotografías que había recogido aquel día. Al abrirlo, aparecieron diversas imágenes de su nuevo chalet, fotografías que había enseñado poco tiempo atrás a sus amigos de la cafetería. «Toda la vida viviendo en un piso —pensó—, ya era hora disfrutar de una jubilación en un gran chalet». En una de ellas aparecía toda la familia frente la fachada de la nueva casa: mujer, hijos, nietos y demás personas que querían a Gregorio, y él también les quería a todos ellos. Ese sentimiento de amor también contribuyó al calentamiento global de su cuerpo, no obstante, seguía rumbo a su coche.
Pensó en cuánta suerte había tenido en la vida, pues tenía todo lo que deseaba, sobretodo, su mujer le amaba mucho y del mismo modo que en sus años mozos. Seguramente ahora estaría preparando la cena ¿qué prepararía aquella noche? Gregorio pensó en los abundantes y no por ello menos sabrosos platos que preparaba su mujer en invierno: ¿aquella noche habría un cocido caliente? ¿Un estofado con una buena salsa? Estaba deseoso por llegar a casa y sentarse a comer en la mesa del salón, junto al fuego. Eso era la recompensa de toda una vida bien vivida. Gregorio caviló sobre lo que le costó reunir el dinero para comprarse la casa. Verdaderamente lo había tenido fácil: estudió en un colegio fantástico —del que guardaba calurosos recuerdos—, luego pasó por la universidad adquiriendo preciados conocimientos, y nada más acabar los estudios superiores, encontró el trabajo de sus sueños. Realmente había tenido suerte, además el lugar donde había trabajado era maravilloso: unas condiciones de horario y sueldo geniales, unos colegas muy simpáticos, e incluso un jefe honrado y próximo a sus empleados. La precariedad laboral y el desempleo, eran temas que por suerte, jamás le habían preocupado. Aquél trabajo que consiguió gracias a su carrera universitaria, le abrió otras puertas laborales, además de valiosos contactos que aún hoy en día conservaba y que jamás dudaban en echarle un cable en lo que fuera necesario.
Los amigos de Gregorio eran más calurosos de lo que uno pudiera imaginar. Siempre habían estado allí para ayudarle, aunque también Gregorio les ayudaba ocasionalmente. Se respaldaban mutuamente dentro de su grupo de amigos bien consolidado. Con ellos y con su mujer había pasado la mayor parte de su tiempo libre. Recordó películas buenísimas vistas en el cine frente a una buena fuente de palomitas; viajes al extranjero para conocer otras culturas, otros mundos; conciertos de música que retenía en la memoria por el júbilo que experimentó; etc. Recordó lecturas y estudios, museos y exposiciones temporales que frecuentaba, y reconoció que no había perdido el tiempo respecto de cultivarse: la sociedad se lo había permitido y le estaba muy agradecido.
Por fin Gregorio entró en la calle donde le aguardaba su vehículo, pero aún tenía que andar un poco más. Todos esos recuerdos que retenía con tanto cariño le habían servido para entrar en calor y soportar mejor el fuerte temporal. Desde que había salido de la cafetería no había visto a ninguna persona por la calle. Gregorio guardó el paquete de fotos, y tras notar un leve bulto en su pecho, metió la mano en el bolsillo interior pero no era otra cosa que un papel arrugado: se trataba de un recibo de una tienda de ropa que atestiguaba su compra en unos grandes almacenes, de un pijama nuevo de invierno. Tenía infinitas ganas de estrenarlo y meterse en su cama bajo sábanas y mantas, junto con su mujer. Pensar en su cama le proporcionó algo de calor, pero también algo de cansancio: soportar ese viento a contracorriente agotaba mucho.
A Gregorio le hubiera gustado poder enseñarles a sus ya difuntos padres, su nueva casa. Seguro que estarían muy orgullosos de él, pues cuando era pequeño, sus padres ya creían que no iba a llegar a ningún lugar, «afortunadamente, estaban en un error» se dijo él. En su vida se había sentido muy querido tanto por sus ascendientes como por sus descendientes, hasta sus nietos, que crecían a una velocidad increíble.
Desde que había salido de la cafetería hasta los momentos en que se encontraba, su frío se había reducido considerablemente gracias al poder de la mente. Gregorio no daba crédito a su experiencia: el calor que había provocado el hecho de recordar sus momentos felices y calurosos, había salido todo de su psique, pues el viento seguía soplando y silbando, el frío seguía helándole algunos huesos, pero Gregorio ya no lo percibía, máxime si ya se encontraba frente al coche, el único Mercedes que había aparcado en todo el barrio.
La sorpresa llegó cuando, antes de entrar en el vehículo, Gregorio vio cómo venía corriendo un hombre hacia él, gritando. El hecho de correr le debía quitar algo de frío, pero aquel hombre no actuaba por placer, ni por amor al deporte. La cara del recién llegado parecía un libro abierto en el que las palabras «odio», «violencia» e «incomprensión» aparecían destacadas en negrita. Sin pensarlo dos veces, le dio un empujón a Gregorio.
—¡Además de ser un viejo inútil para la sociedad y un incívico, es usted un ladrón! —acusó el nuevo personaje— Ahora déme mis llaves del coche y vuelva al estercolero de donde ha salido.
—¿Cómo se atreve…? —dijo Gregorio aterrado— ¡Es mi coche!
—Déme mis cosas y lárguese ahora mismo si no quiere salir mal parado.
Gregorio al principio no supo a qué se refería, pero cuando el recién llegado le entregó una chaqueta llena de agujeros, de descosidos y de otras taras, lo vio claro: en la cafetería había tomado un abrigo equivocado. Gregorio se desvistió y devolvió la prenda con todo lo que contenían sus bolsillos. «¿En qué estaría yo pensando?» pensó a la vez que se despedía con una disculpa. Se fue por donde había venido; exactamente se dirigía otra vez y como de costumbre, a mendigar a la cafetería y a ser el objeto de pena de todos aquellos vecinos que le observaban entre visillos; vecinos que por conveniencia, emitían sentencia —falsa pero firme— de embriaguez, para así autojustificar su omisión y seguir impávidos entre visillos mientras Gregorio, un vagabundo, libra una feroz batalla contra el viento y contra el frío, cuando no sueña con haber tenido otra oportunidad, cuando no vive un paréntesis en un texto caduco y atroz que debe ser reescrito con carácter urgente.