El sargento echa un melancólico vistazo sobre el rostro aterido del cabo, a quien el sueño derrota los párpados sobre los abultados globos de los ojos. Tiene éste, además, las mejillas encarnadas allí dónde empiezan a crecer pequeñas manchas separadas de vello facial. ¡Hay que afeitarse, cabo! Los perfiles minerales de la tropa en revista –el cabo inicia alguna excusa- se recortan en fila contra los sillares de granito del cuartel. De sus narices anchas brota un pavoroso vapor, lo que les da en conjunto un aspecto de grupo escultórico representando bestias mitológicas. La mirada oscurecida del sargento le hace saber al cabo que puede retirar a la tropa. En la calle ha empezado a llover. A las doce en punto, la lluvia es tan fina que el paisaje tiene la inquietante apariencia de un sueño. Entonces se da la orden de subir a los camiones. En la caja húmeda del camión se mezcla el asomo de lo orgánico con el precipitado del relente prendido en la ropa de campaña. Dentro, todos parecen contentos. No es para menos: una película. Y encima de romanos. Viajarán por la noche en aquellos pesados trastos renqueantes hasta la sierra de Madrid , donde está el rodaje, y allí les darán 500 pesetas a cada uno por hacer de legionarios y de esclavos. Son “extras”. “Extra” le suena al cabo a la paga de Navidad de la que en el pueblo presume el secretario del ayuntamiento, con quien juega al fútbol. Él ya se ve en el pueblo disfrutando del permiso prometido por el coronel tras los tres días de rodaje: con un traje cruzado y unos zapatos nuevos que ha visto en un escaparte de una tienda de Madrid. Cuando piensa en los zapatos recuerda el dolor de los pies que sufre a causa de las rígidas botas, que parecen de madera. ¡Jesús, qué vejías, hijo mío, si tu no has gastao más que alpargates! A su madre le comprará una de esas cafeteras italianas que tanto desea. Y aún debe de sobrarle: a los mandos les han prometido 1500 pesetas los americanos de la película y él se tiene por mando: un sargento, aunque sin pistola. Tal vez le dará hasta para convidar a la hija de la modista. Y la deslumbrará con una foto suya junto a “Kir Duglas”, que dicen que es el artista que sale en la película. A su madre le gusta mucho “Kir Duglas”, pero siempre lo confunde con “Burlan Caster”, porque muchas veces salen ambos sin camisa. Embebido en las ensoñaciones de tan insospechada promesa de dicha, le da el alba. El sol despunta ya al otro lado del perfil gélido de las montañas, que supone su destino inmediato. A juzgar por los rostros atónitos de sus conmilitones, ellos también sueñan, pero quién sabe con qué. Por fin, emitiendo el estruendo propio de una máquina que trabaja con un esfuerzo excesivo, el camión se detiene en un anchurón pelado y rocalloso donde las sombras tiemblan. Nada. Ni rastro de los del cine. Ni artistas, ni cámaras, ni romanos, ni esclavos. Sólo las últimas estrellas apagándose. Les hacen bajar y el cabo se apresura a formar su pelotón. Los hombres le parecen derrotados y pequeños, con el mauser colgado precariamente de los estrechos hombros y las manos metidas entre el pantalón y la guerrera, buscando el improbable calor de la piel del vientre. Algunos, arriesgando un correctivo, corren a orinar bajo los cercanos pinos de un bosquecillo ralo y oscuro cuyas agujas brillan a la luz sesgada y fría de los primeros rayos del sol. Enseguida llega el coronel. Es también un hombre menguado, con un bigote gris y la casaca estrecha sobre la panza. Le llama la atención una esclava de plata en la muñeca que se descubre al devolver el saludo al capitán de la compañía. Le parece impropia de un oficial de su rango. Desde la segunda hilera de la formación contempla los cogotes afeitados de la tropa contra la claridad que avanza en el horizonte. El coronel comienza entonces su soflama en un tono paternal pero rudo. Que están en el ejército español. Que allí se sirve a la patria sin rechistar. El cabo no puede quitarse de la cabeza el prometedor plano-secuencia de su llegada en autobús al pueblo, con el traje y los zapatos flamantes. Que los sacrificios por la patria deben ser para ellos un orgullo. Su madre, sentada en el zaguán, pelando judías verdes. Que hay cosas más importantes que el dinero. La obediencia. El honor. Que el ejército ya les da cama, comida e instrucción. Bajo el brazo, un paquete con la cafetera italiana. Que el ejército hará mejor uso del dinero de la película, que ellos lo echarían en tabaco, en vino, en otros vicios disculpables. La hija de la modista, receptiva, coqueta, fingiendo que por ella como si vuelve de una guerra de verdad. ¡Ah! Y que nada de molestar a los artistas americanos…. ¡La puta que lo parió! Siente de pronto una llamarada en el torrente sanguíneo. Se acuerda de su padre, que presumía de un conocimiento iniciático: en el cine todo es mentira. El cabo piensa entonces que la vida no es menos fraudulenta. Capaz de tanta desilusión como se le supone. Todo es mentira. Se mira los pies. Le palpitan cruelmente dentro de las botas. Ojalá pudiera llevar puestas sus alpargatas de cuero.