Las mujeres barrían los portales, y extendían la ropa blanquísima en los tendederos, y desbrozaban los geranios de los maceteros mientras tarareaban las canciones de moda. Los hombres, a aquella hora temprana de la tarde, ya habían comenzado a llenar los bares, y los niños, que acababan de salir en tromba del colegio, entretenían su vuelta a casa saltando entre los charcos que había dejado la lluvia el día anterior. En cuanto a los viejos, bien, ellos charlaban de sus cosas y jugaban a las cartas en patios y soportales, pues la tarde era hermosa, de las que huelen a otoño y a la vez conservan el calor del verano que no termina de irse.
Los coches llegaron de pronto. Dos todoterreno enormes, salpicados de barro, de ruedas grandes como las de un camión, que irrumpieron en la calle principal del pueblo rugiendo como bestias desbocadas a primera hora de la tarde. Giraron a la altura de la vieja cruz de piedra que marcaba el lugar en el que muchos siglos atrás un santón había pronunciado uno de sus primeros sermones, y, dando botes sobre el adoquinado maltrecho, se detuvieron junto a la escalinata que conducía al ayuntamiento, en la explanada de grava que era la plaza mayor del pueblo.
Del primer coche se apearon un hombre y una mujer jóvenes, y del segundo un anciano recio, de pelo blanco, que se ayudaba de un bastón pese a que sus movimientos eran ágiles y resueltos. El joven era alto y transportaba a la espalda un gastado bolso vaquero. La mujer, bonita y casi tan alta como él, tenía el pelo corto, negro, y llevaba una cámara de fotos colgada del cuello. El anciano se adelantó unos metros, escalera arriba, mientras el joven extraía de su bolso una libreta y un bolígrafo y la mujer comenzaba a tomar fotos del lugar. “Por aquí, vengan”, les llamó desde lo alto.
Una marea de curiosos observaba a los extraños. Las mujeres habían dejado de barrer los patios y de sacar el polvo a las alfombras, y estiraban el cuello para verlos cruzar la calle; los hombres, atraídos por el rumor de novedad, se asomaban a la puerta de los bares y les espiaban ceñudos, deteniéndose sobre todo en la mujer, cuya insólita apariencia, pelo corto y chaqueta negra de cuero hasta los pies, les había llamado tanto la atención; los niños se apelotonaban en torno a ellos como una ruidosa e indeseada comitiva; a diferencia de sus mayores, disfrutaban de su excitación sin recelos, y se atrevían a tocarles, libres de todo pudor, e incluso a estirarles de la ropa para regocijo del resto. Pero ninguno de los extraños les hacía caso: el anciano seguía a la suya, marchando delante todo el tiempo, el joven tomaba notas en su libreta, y la chica, rezagada, elegía los mejores encuadres y disparaba sus fotos antes de volver junto a ellos dos.
Ascendían por una calle escarpada y de bordes desdibujados que, según les había explicado el anciano, había sido la columna vertebral del pueblo; en ella se habían instalado la mayoría de las tiendas: fruterías, talleres, estancos. La chica tomó fotos a un par de carteles descoloridos, casi ilegibles, que aún permanecían colgados de las fachadas esponjadas de agujeros. Sacudida por un escalofrío, se arrebujó en su chaqueta. Se había levantado una fría brisa que, pese a todo, no molestaba demasiado: quedaba mucha tarde y el sol aún lucía con fuerza. Olía a árboles y a fresco. La hierba del valle y la nieve de las estribaciones montañosas que lo rodeaban destellaban en un contraste magnífico y espectacular. “Debió de ser un pueblo precioso”, dijo la chica. Había terminado de tomar varias fotografías a los restos desmoronados de la iglesia y a la campana cubierta de óxido que asomaba entre ellos. “Lo fue”, dijo el anciano; no añadió ni una palabra más, pues, como ella y su compañero habían podido comprobar, no era particularmente hablador. La chica se giró para echar un vistazo a la cuadrícula de calles sembradas de escombros que habían dejado más abajo. Imaginó las casitas encaladas y a las mujeres que llamaban a sus hijos para merendar desde balcones salpicados de flores, a los ancianos paseando por las callejuelas empinadas y a los hombres que disfrutaban del ruido y el humo de los bares; por un instante, hasta creyó sentir a un puñado de niños que correteaba a su lado y le zarandeaba la ropa. “Qué sensación extraordinaria”, pensó, mientras regresaba junto a sus compañeros.
Alcanzaron un rectángulo de terreno ahogado por las zarzas y los espinos. A su lado, junto a varias casas mantenidas milagrosamente en pie, había un muro, de unos tres metros de altura y diez de largo, agujereado por cientos de impactos. “Aquí reunieron a los hombres –les explicó el anciano–. Mi hermano y mi tío estaban entre ellos. Fue por la tarde. Una tarde tan luminosa y espléndida como la de hoy”. La mujer tomó instantáneas del muro desde diferentes ángulos. Vio que en uno de los agujeros un pájaro había construido su nido. Advirtió que a su compañero no le había pasado inadvertido el detalle, lo que la afirmó en la idea de que el nido encajado en la brecha y rodeado de impactos de bala bien podría convertirse en la imagen central del reportaje. El joven levantó la vista de su libreta. “Sigo sin entenderlo –anunció–. El pueblo estaba aislado, ninguna carretera importante pasaba por él; tampoco era rico, ni representaba enclave estratégico alguno. En cierto sentido, no era más que una aldea, hermosa pero insignificante, perdida en medio de las montañas. ¿Por qué, entonces?”. La pregunta no iba dirigida a nadie en particular y el anciano no la contestó. Se limitó a darle la espalda al muro y a decir: “Sigamos. Pronto anochecerá”.
Alcanzaron el punto más alto del pueblo. Desde allí las vistas eran magníficas. El anciano se sentó en un reborde rocoso. “Es como si no estuviéramos solos”, le confió el joven a la mujer. “Yo siento lo mismo desde que llegamos”, dijo ella. Se sonrieron. El chico anotó algo en la libreta, y la chica plasmó sus últimas sensaciones en varias instantáneas más: los depósitos de grano reducidos a cascotes, las calles cubiertas de verde que la naturaleza casi había terminado de recuperar. Un ave silbó a lo lejos. La humedad y el frío empezaban a calar la ropa. “Marchémonos”, dijo el anciano poniéndose en pie. “Dejemos a los muertos descansar”.
FIN