Los ojos me pesan una barbaridad, cansancio, calor… los párpados caen y se entre abren, vuelven a cerrarse y se abren menos que antes pero más que la próxima vez, que se vuelvan a cerrar, se cierran y… ya no se abren hasta dentro de un rato.
No se cuanto tiempo ha transcurrido desde que cerré los ojos y no se abrieron. Los abro nuevamente, pero esta vez, para no cerrarse en durante un algún instante más largo. A mi alrededor una habitación acolchada, tanto paredes como techo, blanca. Lo único que no está acolchado es una puerta de metal. La cabecera y los pies de la cama estaban también decorados con la multitud de almohadillado que el resto de la instancia, con una especie de espuma de un color crema, sujeta con cinta ancha adhesiva, y transparente. La sala es pequeña, y en su interior solo está la cama, de sabanas blancas. Mis ojos siguen haciendo un análisis a la sala en la que me encuentro, desde el suelo, donde no hay absolutamente nada, de un granito claro con manchas azul claro, hasta el techo donde en la pared que está frente a la gran puerta de metal, hay una pequeña ventana de ribetes negros abocinada.
Meditaba como había llegado allí, andaba de un lado a otro por el poco espacio que quedaba en la habitación, de la cama a la puerta y de la puerta a la cama. Hasta que al fin pude escuchar un pequeño crujido a mis espaldas. La puerta metálica se estaba abriendo lentamente, pude percibir un intenso murmullo detrás de la puerta entreabierta. Un señor calvo con bata blanca apareció, entrando en mi habitación, con una libreta marrón. Parecía un doctor, llevaba una pequeña placa en la bata pero por mucho que hacía vista no lograba ver el nombre inscrito en ella. El doctor de bata blanca me invitó a salir de mi “celda” y me llevó por un largo pasillo, donde había un sin fin de puertas, similares a la mía, colocadas a una distancia tal que todas quedaban simétricamente adaptadas al espacio del pasillo.
Pasamos una puerta de cristales translúcidos, y luego otra más, esta vez sin cristales, solo una gran puerta de hierro pintada de blanco. A medida que nos acercábamos a la puerta blanca el murmullo se hacía cada vez más claro y las voces, o lo que parecía eran voces, se acercaban más a nosotros. Cuando las puertas blancas se abrieron entramos a una gran sala, parecía un comedor. Había muchas mesas cuadradas y en cada mesa seis sillas. Al fondo una cafetera y un mostrador, muy similar a los mostradores de comida que ponen en los hoteles de lujo que tienen buffet. Comencé a fijarme en la gente que había allí, no había mucha, pero si habría más de veinte personas. Unas conversaban con otras, otros miraban por la ventanas, otros se habían puesto a mirar contra la pared.
Aquel lugar era muy raro, empecé a entender que toda esa gente con pijamas azules, los doctores de batas blancas, la habitación acolchadas, el gran pasillo con todas las demás habitaciones, simulaban a la perfección un edificio psiquiátrico. Estaba completamente convencida hasta que indagué en el rostro de cada uno de los individuos que instaban en la sala. Todas las caras me resultaban familiares, unos de verlos en el mercado, la cafetería, un paso de cebra, un parque… no conseguía acordarme de que recordaba a toda aquella gente pero si sabía que las había visto en algún otro lugar. Volví a chequear los rostros de los allí presente. Me llamó la atención un hombre que había junto a la cafetera de la habitación. Estaba sentando ensimismado en su traza de café, que parecía recién servido pues aún estaba humeante. Esa cara si la conocía, pero era casi imposible que fuera el, me acerqué hasta tocar su hombro. Entonces me sumergí como en un túnel, un sueño, no sabía de que se trataba tanto misterio.
Ante mis ojos o quizá solo en mi mente apareció una imagen, un imagen muy reciente, de la cual yo era la protagonista. Estaba viéndome a mi misma como en una película, pero no era el cine donde me encontraba. Era yo, no había duda, mi casa, mi coche, la calle por donde siempre veo al cartero, sí ahí está el cartero, las afueras de la ciudad, posiblemente voy hacia el trabajo, pero espera… ahí hay un camión aparta… ¡no, no, gira el volante! De pronto una gran nube de humo inundó mi pantalla cinematográfica.
Abrí los ojos y allí estaba el lotero que alzó la vista y con una amplia sonrisa en la cara me dijo:
– Tarde o temprano todos sabemos que es este lugar donde estamos, y porque estamos aquí. Ahora comprenderás todo lo que ha pasado.
Sus palabras no eran del todo claras, pero el sueño, la película, mi película era completamente clara. Lo empezaba a recordar todo, el accidente, no me dio tiempo a reaccionar y el camión colisionó contra mi auto.
Un doctor, bueno mejor dicho lo que yo había interpretado como un doctor me llamó golpeando lentamente mi espalda.
– Creo que ya sabe quien es usted, Donna Mathew
Fue en ese momento cuando la placa estaba clara, ahora podía leer la inscripción de todos los batas blancas que me habían atendido por los pasillos y en la habitación- comedor. San Pedro, San Juan… ellos eran dioses y nosotros ángeles. No se si todo aquellos me quedó claro, pero de lo que si estaba convencida es que estaba en el cielo… un cielo de locos.