Me enamoré de Blondie en cuanto la vi tras la vitrina de la tienda de animales arañando el vidrio y soltando ladridos quejumbrosos con los que trataba de llamar mi atención. Y lo consiguió. Pagué con mi tarjeta de crédito y pedí a la vendedora que me la empaquetara como regalo y pusiera el lazo más cursi que encontrara. Cuando llegué a casa, con la caja cuadrada bajo el brazo, me asaltaron las niñas tratando de averiguar lo que había en su interior. El suave ladrido con que Blondie respondió el alboroto les sacó de dudas. Entonces se abalanzaron muy excitadas sobre el paquete, desanudaron el lazo, rasgaron el papel de envolver y alzaron la tapa de la caja y se quedaron embelesadas por la visión del cachorro que las miraba asustado, dudando de sus intenciones. – ¿Cómo se llamará, mamita?- me preguntó Muriel. – Pues… Blondie. – ¿Por qué Blondie?- protestó Noelia.- Podríamos llamarla Juan Jacobo. – Fíjate en su pelo. Es rubio. Y es hembra. Blondie me parece un nombre muy acertado para una perrita. – ¿Le gustará a Aina, mamá? – Claro que sí. – ¿Cuándo vendrá? – No creo que tarde. Yo ya me tengo que ir. – ¿Por qué no podemos ir nunca contigo al teatro? – Cuando seáis más mayores. Y no es el teatro, es la ópera. Se llevaron a Blondie en brazos hacia el jardín y durante un buen rato oí como sus voces infantiles se superponían a los débiles ladridos del cachorro, y yo pasé al vestidor a elegir la ropa que iba a ponerme. Me decidí por unos pantalones y chaqueta de lino color hueso, una camisa de seda negra discretamente transparente y unos zapatos italianos de medio tacón. No me iba a derrumbar tan fácilmente, y la forma de demostrar mi entereza estaba en aquello tan superficial de elegir el vestido que mejor me sentaría, en salir como si nada hubiera ocurrido, en seguir el ritual de los jueves con la misma precisión que si él estuviera. Aina, la canguro, llegó con puntualidad a las seis y media. Corrí a abrirle la puerta tratando de disimular mi nerviosismo. La muchacha pasó por mi lado dejando tras ella la estela de buen olor de quien acaba de ducharse y todavía lleva la humedad prendida en el cabello. Vestía con la informalidad de siempre: pantalones ceñidos y muy gastados, una blusa entallada. – ¿Y los niños? – Están en el jardín con su nuevo juguete: les he comprado un perrito. – Estarán encantados. Aunque yo prefiero lo gatos: no son tan babosos ni dependientes – se detuvo para dejar el bolso en el colgador que había en el recibidor y entonces reparó en mi traje.- ¡Caramba! Va muy elegante. Yo no podría ponerme su ropa con mi tipo. ¡Qué suerte ser tan delgada! – Si tienes un tipito muy mono. – ¿No cree que estoy algo gruesa? Debería hacer gimnasia, pero me da un palo. Y no comer a deshoras. – ¡Tonterías! Estás bien. No te fijes en las anoréxicas que están de moda. Me di cuenta entonces que la ópera para la que había comprado una entrada había dejado de interesarme definitivamente. ¿Qué iba a hacer yo sentada en la platea del teatro, rodeada de parejas, sino sentirme más sola aún? Me apetecía bastante más conversar con Aina, sentarme con ella en los sillones orientados hacia el jardín y hablar de su novio, si lo tenía, o de mi vida un tanto huérfana y extraña desde que Jacobo se fue para no volver porque me acusaba de ser en exceso dependiente de él y una celosa enfermiza. – ¿Quieres beber alguna cosa, Aina? Sin esperar su respuesta la empujé suavemente hacia el salón, hablándole de las niñas y de lo dichosas que se habían sentido cuando les había regalado a Blondie. – ¿Te gusta el cava? ¿Tienes hambre? Le serví una copa de champán helado y le ofrecía unos canapés de camembert que guardaba en la nevera, cuidadosamente envueltos en papel de plata para que no se resecaran, y comencé a hablar de tonterías, de las nuevas tendencias de la moda que recuperaban el estilo de los años sesenta, de la mujer todopoderosa y del hombre asustado al saberse fuera de juego, y ella me escuchaba con atención, con los gruesos labios húmedos de champán burbujeante, dando cuenta de los canapés con inusitado apetito. – ¡Están buenísimos! Pero no voy a comer más, porque me engordo hasta con el aire. – ¡A tus años nadie se engorda! ¿Cuántos son, Aina? ¿Veinte? – Veintidós- rectificó. – No nos llevamos tanto- exclamé, sintiéndome inmediatamente ridícula a continuación.- ¿Tienes novio? – ¿Novio?- se rió abiertamente durante unos instantes.- Paso de hombres. Tampoco se está tan mal sin ellos. ¡Son tan complicados! No sé en qué instante Aina tuvo la certeza de que aquella vez no iba a cuidar de las niñas, quizás fuera a partir de la tercera copa de champagne. El alcohol nos había relajado. Sentía un leve picor en los labios, una sensación cálida y agradable. – ¿No tenía que ir a la ópera? ¿A qué hora es la función? Aina llevaba cuidando de las niñas prácticamente desde que nacieron y, sin embargo, sabía yo muy poco de ella. Había sido testigo de su transformación física, del tránsito de una adolescencia de cuerpo de espárrago y andares desgarbados a la juventud, exultante e insultante, que había redondeado las aristas de su cuerpo hasta hacer de ella la chica atractiva en que se había convertido. Tenía un físico que forzosamente habría de gustar a los hombres tan amantes de las curvas femeninas. – Podrías tutearme- sugerí, sin responder a su pregunta. – No sé. Me resulta extraño hacerlo. No me parece una buena idea. – Pruébalo, por favor. – De acuerdo. Está bien. Vamos allá.- me miró de forma insolente por debajo del mechón de pelo que le caía sobre la frente y le confería el aspecto de un golfillo de barrio que anda todo el día fumando y jugando al futbolín – ¿Qué te ha ocurrido con Jacobo? ¿Por qué se ha ido? Estuve a punto de atragantarme, di un sorbo largo a mi copa y reí seguramente como una estúpida mientras el arrebol cubría mis mejillas. – Se fue. Paso de hombres. Tampoco se está tan mal sin él – contesté, remedando sus palabras. En el salón hacía un calor insoportable. El sol reverberaba en la cristalera y ésta actuaba de espejo irradiando sus rayos por la estancia. Un reloj de pared, una pieza de anticuario, repetía los segundos con insistencia. Aina se desabrochó inconscientemente, o quizá lo hizo muy conscientemente, los dos primeros botones de su blusa descubriendo el nacimiento de sus senos separados por un angosto canal de carne. Instintivamente los miré. Yo era muy plana, por eso me quedaba bien cualquier cosa que me ponía, pero ella era exuberante, como una madonna. Me di cuenta de que la estaba mirando del mismo modo que lo hacía Jacobo al abrirle la puerta, cuando venía a hacernos los canguros. “Te la comes con los ojos. No te das cuenta y estás ridículo. Podrías ser su padre, Jacobo”. “La ridícula eres tú, querida, teniendo celos de Aina. Imaginas cosas y es peligroso”. Siempre lo negaba todo, hasta sus historias con las alumnas. Aina sorprendió mi mirada y me la devolvió, pero yo estaba tan turbada que no era capaz de interpretar si había en ella rechazo o invitación. Podía levantarme y sentarme a su lado, pero sabía que en cuanto lo hiciera me flojearían las piernas, que en cuanto alargara la mano para acariciarla me paralizaría y nunca llegaría a rozar su piel ni a besar sus labios. Durante segundos, eternos por la tensión, subrayados por el reloj de pared, mi indecisión me procuró un indescriptible tormento hasta que Muriel y Noelia irrumpieron en el salón abriendo de golpe la puerta del jardín. – ¡Mamá, mamá! ¡Blondie se ahogado! ¡Blondie se ha muerto!- gritaron al alimón, entre lágrimas. Salí al jardín precedida por mis hijas y me aproximé al estanque por el camino de gravilla, y allí estaba Blondie, flotando sobre hojas marchitas, como un muñeco de trapo que nunca hubiera tenido vida. La rescaté del agua con una cierta aversión, la deposité en el suelo y, tratando de calmar el dolor de las niñas, las abracé a ambas y les prometí traerles otra Blondie en cuanto abrieran las tiendas. – Pero no será la misma, mami – replicaron las dos. Cuando regresé al salón, Aina había marchado, pero la tapicería de la butaca aún guardaba el calor de su cuerpo y en el aire flotaba el perfume de su piel fresca. Anduve indecisa, dando pequeños pasos y deteniéndome, descolgué luego el teléfono, marqué su número, pero lo colgué a continuación avergonzada y volví al jardín para ver como las niñas enterraban el cuerpo aún caliente de Blondie con un estricto ceremonial funerario. – Mamá, ¿le ponemos una cruz? – Es un perrito, Noelia. Aina ya no volvió por la casa, ni yo la llamé. Dejé de ir a la ópera los jueves, de comprarme ropa. Pasaba las tardes sentada en la butaca, mirando hacia el jardín, distraída con las correrías de las niñas con su nuevo perrito. No me dejaron ponerle el nombre de Blondie.