El cuchillo de plata con mango de cuero de vaca perdió un destello bajo la guiñada de la luna. Bonifacio, que desde el pórtico de la casa veía y reconocía al que a pie cansado se arrimaba, se quitó de la boca el palito de madera con el cual había estado arrancándose trozos de carne del asado. De adentro de la casa el griterío se intensificaba arrullando la extensión de la pampa mojada que se abría hasta el horizonte. Bonifacio levantó una mano en señal de advertencia. El vagabundo se detuvo, sintiendo en la nuca el aliento caliente de su alazán, y asintió con la cabeza. Bonifacio no quería ni podía exteriorizar expresión humana; debía convertirse en un cactus vigilante para que aquel lobo de la llanura no captara su incertidumbre.
El cuchillo de plata se vació dentro de su funda y ahí, oculto, se guareció de la mirada atenta de los astros; pero en su lugar, desde abajo del poncho, el extraño sacó a relucir una escopeta de dos cañones cuya presencia gritó al unísono con el: ¡va la segunda y al centro!, de adentro de la casa. Cuando el violín reanudó su frenética melodía, Bonifacio cayó de bruces sobre el suelo gris ceniza, perdiendo la vida a través de un hilo escarlata que se le esfumaba desde el pecho con el pañuelo rojo atado al cuello.
La puerta se abrió y desde el vano la mirada turbada de un niño de pocas primaveras se clavó en el cuerpo inerte. La escopeta recobró su mutismo tras el poncho, y sólo se escuchó, entre aplauso y aplauso, las pisadas firmes y arenosas del que, como un cabalgador de cometas, avanzaba hacia la milagrosa resurrección y muerte del alma. Cara a cara, la barba espinosa que se desprendía de una piel curtida con olor de viento y sol y la tez suave y lozana de los días que pasan como años, ambos sonrieron con un candor que nacía de raíz.
–Volviste, pa –dijo el que se había creído guacho.
–Y claro –subrayó el otro, con una media sonrisa y oteando con ojos de halcón el interior de la casa–: cuando vi al cóndor con las alas rotas me vine.
–¿Con las dos alas rotas?
–Contra el viento del norte –explicó, sacando del bolsillo un pico de ave carcomido–; cayó en picada y besó la alameda con sus plumas. Ahí me dije que ya había esperado demasiado; no hay que recelar las señales, vengan de quien vengan.
Apartó al niño con un empujón cariñoso, dejándole en las manos enflaquecidas las riendas del caballo, y se metió entre los gauchos con la mano cerca del puñal. Recorría las sombras como un lince, esquivando los ojos rojos del fuego atrapado en los faroles, buscando el ángulo exacto para atisbar a su amada del ocaso, aquella que tras la despedida de la tarde y años de sacudir el mismo saco le había negado su corazón por el tahúr clandestino que lo había recibido en la entrada.
Un viejo con la piel gastada narraba la historia de un lejano bandolero que había sido excelente bailarín en Santa Fe. Con la atención infantil en aquel relato de todos los que le habían borrado la cara a golpes, se infiltró hasta el centro del salón, le quitó de prepo el violín al músico principal, y con ese silencio de mortaja, la expectación terrorífica de la Mujer Crepuscular que lo había reconocido tras aquella máscara que le había otorgado el tiempo muerto, aguardó a que los cuchillos se desenfundaran.
El viejo, sabio de labios hostigados por epopeyas de jinetes, se puso de pie en tren de alarma y extendió los brazos:
–¡Acá no! ¡Vayan a romper otro lugar; en mi casa no!
–No joda, tata –dijo el recién llegado–. Este malevo sólo quiere dedicarles a estos rapaces una chacarera que aprendió después de perder el alma y creerse muerto.
El viejo, sin querer recular ante un público tan nutrido, avanzó unos pasos sobre el crujiente piso de madera con el sonoro roce metálico a foro derecha de varios puñales canallas que emergían desde sus tinieblas de demonios enjaulados.
–¿Y cómo es esa música que dice conocer? –preguntó.
–Los orientales la llaman redención.
–¿Redención? –intervino la mujer, sin poder ya callarse la ansiedad.
–Sí, doña –respondió el pampeano–, y empieza así: seguro le gusta.
Carraspeó, sonrió y en sus ojos fulguró un brillo de otro mundo. Acomodó el violín sobre su hombro izquierdo y comenzó a tejer el viento. ¡Primera! El resero del bombo, mirando hacia todos los flancos, intervino en la melodía como llamado por un valor superior: el arte de su música. El Homero criollo regresó a su asiento y se abastionó tras los bandoleros que deseaban la sangre del jinete. ¡Y viene la segunda! Saltando sobre el cenit de la melodía incontable cantidad de veces provocó un desdoblamiento metafísico en el ardor celestial de los oyentes. Ubicó con la mirada a la Mujer Crepuscular; saboreó con delicia esa sonrisa de flor ingenua que se deleitaba con los arañazos de las cuerdas; y al grito: ¡que llegue el guiso con la tercera!, arrojó el violín al suelo, sacó la escopeta y le perforó el cuello
El silencio cayó como un telón de plomo. Las miradas de los inmigrantes itálicos, apartados en un rincón con sus rayas al medio y sus jarras de mate cocido, se clavaron en la sangre que de a poco fue desbordándose entre las grietas de la madera hasta lamer las patas de la silla donde la Mujer Crepuscular había estado sentada.
–Vean, malón de salvajes –gritó el redentor–: le quité lo que me quitó.
El niño, apenas escuchó el gemido mortal de los que no podían retener el odio, salió al exterior y se largó al campo pelado sobre el alazán en busca de una distancia segura para observar la casa. Algunos disparos de armas cortas se escucharon y reverberaron en la inmensidad de la bóveda nocturna. Pronto llegó el día, y el niño siguió con la vista la procesión de gauchos que cargaban una carreta con los cadáveres de la querella. Se les apencó como un buitre al acecho sin dejarse ver y aguardó a que los enterraran. No hubo cruces de palos remendadas para aquellos hombres sin nombre.
Entrada la noche, una mano ensangrentada emergió de la tierra y buscó con temor y reverencia el auxilio de las estrellas. El calor de otra piel se aferró a sus dedos.
–Acá estoy, pa.