La gente tiene razón diciendo que cuando algo está cerca de nosotros, no lo apreciamos y por eso el huevo ajeno nos parece más grande. Le voy a contar cómo prácticamente me persuadí de esto. Mi novia era joven, acababa de terminar su carrera de periodismo y por aquel entonces escribía algún artículo de temática gitana. Como su estudio exigía un contacto más próximo con esta “raza”, una mañana de verano partimos, “armados” con todo lo necesario, hacia el corazón de la fraternidad gitana – la ciudad de Levski. En la calidad de acompañante y salva guardia de la pequeña y enérgica mujer que con gracia llevaba sólo su bolso deportivo, yo arrastraba un enorme saco en el que no había casi nada mío. Siempre me sorprendían las ganas de cambiarse de ropa de las mujeres. Los acontecimientos que siguieron, no mejoraron mi humor – Denitsa escribía casi durante todo el tiempo algo en su libreta de apuntes, yo miraba con fastidio por la ventana y me freía en “mi propia salsa” en el tren caliente y sucio. La pequeña ciudad tampoco me fascinó, salvo las enormes, de mal gusto y groseramente recargadas de adornos, “obras maestras’ arquitectónicas de los barones de la región. Todo alrededor estaba rodeado de suciedad general y mediocridad. Escuchaba con una oreja las vivas conversaciones en las que había entrado mi periodista con algunas gitanas chillonas rodeadas de sus voluminosos maridos y sentía que si seguía bebiendo cerveza al mismo ritmo hasta la noche, podría cambiar “mi imagen subjetiva de la realidad”. El presentimiento no me había engañado pero antes quisiera explicar lo que representaba la mujercita conmigo. Utilizo diminutivos hablando de Deni porque ella era una verdadera niña. Cuando íbamos juntos, tentaba ofrecerle una taza de chocolate caliente o leche caliente, pero ella pedía cerveza con seguridad y sacaba una caja de cigarrillos. De cualquier manera no podía aguantar mi risa cada vez que veía cómo no “convenían” sus modales de fumadora dura con este rostro limpio e inocente, con nariz pequeña y dulces labios. Todo en ella era algo regordete y suave y sólo su expresión inteligente le “salvaba” de ser confundida con una prostituta menor de edad a lo que incitaban las formas sex-appeales de su cuerpo. Por las miradas envidiosas de mis amigos y de los hombres en la calle, comprendía que ella era una hermosa mujer pero me era difícil aceptarla de esta manera porque habíamos crecido juntos y conocía sus dotes de mando y condición de líder que tenía ella. Conocía su enorme deseo masculino y ambición de conseguir siempre y a cualquier precio lo suyo. Me daba cuenta de que su “nueva” apariencia sólo facilitaba este proceso y me sentía orgulloso de que yo no era de las personas ingenuas que no se dan cuenta de esto. Aunque éramos novios, todavía la aceptaba como “amigo”, lo único que el tiempo cambió en nuestras relaciones fue que dejamos de pegarnos – ahora hacíamos el amor.
Observaba achispado cómo ella se ganaba las simpatías de nuestros anfitriones gitanos con su apariencia de bomboncito dulce y sus desorbitados ojos de niña. Para colmo, ella tenía un pequeño pero muy simpático defecto – un pequeño diente inclinado que daba un encanto irresistible a su sonrisa. No era la primera vez que con dos abrir de boca, algunos parpadeos de las largas pestañas y al “dejar libre” el maravilloso pelo vivo de la hebilla y ella obtenía toda la información que le interesaba. Le vi cómo me lanzó una mirada de advertencia: “¡Deja de beber!” y desapareció en una de las numerosas habitaciones del “palacio”, probablemente para cambiar su vestido, supuse. Se perfilaba una difícil noche en la casa de ricos – bebidas, mesas, orquesta… no sabía cómo soportarlo. Denitsa no aparecía. En torno a mí se colocaban platos como en un sueño, una lengua extranjera rascaba mi oído como una música y mujeres morenas bailaban danzas turcas con un entusiasmo envidiable. Pero en un momento la orquesta empezó a tocar algo totalmente diferente – una verdadera melodía oriental que se derramaba suavemente y con gracia, se torcía y se deslizaba como el cuerpo de la mujer que apareció. Una tan blanca gitana no había visto antes, probablemente era turca teniendo en cuenta la música.
Su cara estaba tapada con un velo rosado, ligero como la niebla sostenido por un adorno entre sus ojos y con mucho maquillaje. Algo muy misterioso se desprendía de esos ojos bonitos y contrastaba fuertemente con su cuerpo casi desnudo. Envuelta en velos que revelaban frescura y el sonido de las pulseras y jollas numerosas al cuello, muñecas y tobillos. En cuanto la vi sentí corriente eléctrica por mi cuerpo. Era una verdadera mujer. Enderecé mi espinazo y me puse estremecí en la silla. Sentí instintivamente que iba a pasar algo. Ella empezó a bailar. Las pequeñas plantas del pie desnudas casi no despegaban del suelo y el cuerpo se torcía por la cintura, se plegaba y después se torcía de nuevo abajo… Sus senos chapaleaban, apenas recogidos en el corpiño exótico, su cadera temblaba agitando todo, su pelo casi tocaba con sus rizos vivos a cada uno de sus profundos pliegos… Un espeso erotismo saturó el espacio. Era un baile clásico oriental muy bien “coordinado” con la coreografía y la música, perfectamente interpretado y muy erótico. Los gitanos lo sintieron también porque después de la confusión inicial, ellos dieron una expresión ruidosa de su entusiasmo y empezaron a invitar a la bailarina a pasar hacia las mesas para pegarle generosamente billetes a su cuerpo, pero ella no tiene prisa y su mirada esta perdida. A mí, como a los demás, se me hubieran deshecho los ojos. Miraba sin pestañear y me sentía como una cobra india embriagada por el ritmo y los movimientos. Mi excitación había aumentado increíblemente y me imaginaba cómo desgarraba el corsé, cómo amasaba en mis manos los grandes senos blancos, cómo lamía con placer los grandes pechos y después la tendía sobre una mesa y no paraba de moverse al ritmo de la música… ¡oh, Dios mío…, después empecé a hacerle el amor muchas veces seguidas…, hasta que de ella saliera leche como decía el actor Johny Depp en una antigua película. Volví a tierra firme con esfuerzo porque la bailarina, atraída por mis fantasías o por otra razón, de todo el medio colorista de hombres, me había elegido exactamente a mí como objeto sobre el cual “derramar” todo su encanto femenino y talento coreográfico. Me sentí orgulloso. ¡A pesar de todo yo era macho! Volví a pensar enfadado por qué Denitsa no estaba justo cuando debía estar presente en mi triunfo. Un segundo más tarde la bailarina se sentó sobre mi pierna y yo me helé de sorpresa. Una presencia tan calurosa y aromática tan próxima, era simplemente trastornadora. Pero aún más trastornador era el efecto cuando ella quitó el velo de su cara y me deslumbró el encanto increíble de la sonrisa con un pequeño diente inclinado.