Cada día me cruzo con él en mi camino.
Yo llevo a mis hijos de la mano como dos marionetas que se mueven sin parar cada uno por su lado; vamos corriendo al colegio para que luego pueda llegar a tiempo a la peluquería antes de las nueve. Los niños muchas veces van llorando o protestando por algo o chillan para llamar mi atención. Hago lo que puedo, procuro estar tranquila porque no me gusta que la gente crea que soy una madre impaciente, aguanto sus protestas y sus rabietas y les hablo con voz serena.
Me cruzo con él en el semáforo de la avenida. Va siempre con un traje gris que no le queda muy bien, el pelo rubio y rizado, una corbata discreta y, a veces, una carpeta en la mano. Es sin duda un oficinista, quizá trabaje en un banco porque tiene ese aire infeliz de las personas que están a diario tocando un tesoro ajeno. Él ha de atravesar la calle en mi dirección y yo en la suya, todos los días. Llegamos al mismo tiempo. Uno de los primeros días de viento del otoño me di cuenta de que su horario y el mío, en dirección opuesta, era el mismo.
Me gustó aquella coincidencia cada mañana.
Y empezamos a mirarnos. Al principio como se miran los anuncios publicitarios, un poco por encima, velozmente, para recoger la información esencial. Todos los días. Nos mirábamos del mismo modo, intercalando la observación con un vistazo al reloj o al resto de la gente que esperaba. No está mal visto que la gente que espera se mire, siempre que no se detenga demasiado. Nos mirábamos sin que llegaran nunca a coincidir nuestras miradas.
Después, a medida que se desplegó el otoño, fuimos ampliando el periodo de mutua dedicación. De manera natural, como si la obligada espera nos diera permiso para ello. Cada día un poco más, cada uno desde su acera, mientras el semáforo cumplía con su misión de organizar el tiempo y el espacio seguro de la gente.
Ahora es como si fuéramos ya viejos conocidos.
Los días que el probable oficinista lleva su carpeta, se le ve más preocupado, como si dentro ocultara algún asunto de mal presagio; los días que no lleva nada en las manos, de no ser por el traje, parecería un hombre feliz. Debe de ser importante la carpeta.
Antes de llegar al semáforo les digo siempre a mis hijos que se porten bien, que aprendan a esperar, que no lloren ni griten, para que me dejen tranquila ese minuto de admiración recíproca. Y aunque parece que cada día hay más confianza entre nosotros y supongo que él está acostumbrado a que los niños se muevan sin parar y molesten, les insisto para que estén tranquilos hasta que crucemos, les prometo que les daré un caramelo si se están quietecitos en el borde de la acera, un caramelo o cualquier otra cosa que me pidan. Casi siempre hay suerte y, ante la esperanza de su recompensa, mis hijos se paralizan por completo, apenas juguetean un poco con sus pies o dan algún pequeño salto. Aguantan.
Y ése es mi momento de intimidad inconfesable. Digo inconfesable porque no me atrevería a contar a nadie que el momento más feliz del día es cuando él me mira y espera que yo le mire. Sólo eso. Me tomarían por loca. Sin embargo, no estoy avergonzada, creo que todo el mundo tiene secretos semejantes, conductas tan simples como ésta que deben ocultar a los demás. Cosas que nunca hay que decir.
El tráfico es siempre muy intenso. Si alguna vez uno de mis hijos empieza a tirar de mi mano antes de tiempo, interrumpiéndome, parece como si despertara de un sueño lejano y hubiera llegado de repente a un lugar desconocido. Me molesta tanto regresar que debo hacer un esfuerzo para no enfadarme con el niño y mantener la calma.
Hay días que, desde lejos, veo que el semáforo se abre; calculo que llegaría a cruzar si me diera un poco de prisa. Los niños tiran de mí para que corra y aproveche el momento y les dé cuanto antes su caramelo. Pero yo me demoro, tardo todo lo que puedo, y veo que él, a lo lejos, hace lo mismo: enlentece su paso, casi se detiene, busca algo en sus bolsillos, mira hacia atrás y cuando está seguro, acelera y llega al paso de cebra en el momento exacto de la prohibición. Ahí estamos los dos otra mañana, una ligera sonrisa por haber conseguido otra vez que el semáforo coincida con nuestro deseo, cada uno a un lado de la calle con un largo minuto para ofrecernos nuestra atención secreta.
Así de fáciles deberían ser todas las cosas en la vida, sólo esperando un momento y calculando la velocidad de nuestros pasos, conseguir lo que queremos. Manejar a nuestro antojo el tiempo y las casualidades.
Le miro del mismo modo que él me mira, mantengo mis ojos todo lo que puedo en los suyos y, aunque está lejos, sé que no son muy oscuros, que son grandes y que parpadean lentamente, como si pensaran. Ahora nos miramos a los ojos la mayor parte del tiempo, aunque también tenemos en cuenta otras cosas: yo le miro las manos y la carpeta, si es que la lleva, repaso su traje gris que veo que nunca le planchan, el cuello de la camisa, que le queda grande, y termino otra vez en sus ojos. Me da un poco de pena que nadie se ocupe de él de la manera adecuada, yo no dejaría que saliera de casa con esa camisa y le arreglaría un poco el pelo. Él mira a mis hijos y sonríe.
Cuando los coches finalmente paran y el hombrecillo rojo se vuelve verde, empieza el malestar. Los niños son incapaces de ir despacio, tiran de mí los dos con la fuerza de la esperanza del caramelo, arrastrándome veloces al otro lado de la calle, y él comienza a acercarse de igual modo a su otro lado de la calle. Camina tranquilo con pasos extensos, yo voy corriendo a pasos breves al ritmo que marcan los niños. Así que coincidimos exactamente en la mitad de la avenida y nos dejamos una última mirada antes de seguir cruzando solos. Desde hace poco, desde hace muy poco, una mirada y una pequeña sonrisa.
Si es viernes, yo veo en su cara y él debe observar en la mía una mueca que oculta la ansiedad de un deseo inexpresable: es viernes y estaremos dos días sin mirarnos, es viernes y empieza la otra parte de la vida, que no se para por semáforos que cruzar, que nunca se detiene. El viernes nos miramos de otro modo. Más triste. Si además lleva su carpeta en la mano, la tristeza en él es definitiva.
Así que desde hace un tiempo no me ilusiona que llegue el fin de semana, es como un largo castigo. Me han empezado a gustar los lunes. Cualquiera diría que he perdido la cabeza; los lunes, con ese brillo blanquecino y cansado, son ahora mis días favoritos. He transformado la semana gracias a un oficinista triste y rubio que me espera en un semáforo; sin futuro, ya lo sé. Durante el sábado y el domingo, para hacer más corta su ausencia, sueño.
Sueño que un día al pasar nos rozamos con levedad, sueño que no nos conformamos con vernos de frente y volvemos la cabeza y seguimos cruzando los dos de ese modo, la cabeza hacia atrás; sueño que me habla y me pregunta mi nombre, que me saluda en voz alta, confirmando algo profundo entre nosotros. Sueño que, finalmente, uno de los dos cambia el paso y cruzamos por fin juntos en la misma dirección. Los dos con las manos vacías. Todo nos espera en alguna parte.
Lo sueño cuanto puedo. Las vacaciones llegarán pronto. Ya no será necesario seguir ese camino y cruzar la avenida para llevar a los niños a la escuela. Entonces él quizá crea que lo he abandonado y busque otra calle, otro semáforo y otra mujer con menos complicaciones con quien cruzarse. O, peor aún, desesperado al comprender que nunca más volveremos a vernos, se confunda y se lance a cruzar con el semáforo en rojo.