Para nosotros, niños de una gran ciudad, ir a aquel pueblecito recoleto y
blanco de Andalucía era el mejor regalo que nos podían hacer nuestros
padres.
La casa de los abuelos paternos era grande, destartalada, con un gran patio
en la parte trasera de la casa y un huerto lleno de árboles frutales, preciosas
macetas, animales de pelo, lana y pluma y «Chencho» el burrito enano que
odiaba a los niños.
Aquella casa de suelo rústico de color rojo y paredes con mil capas de cal
blanca, se convertía ante nuestros ojos en un palacio encantado en el que
nada parecía lo que era, ni siquiera la comida.
La culpable de todo ese enredo era la tía abuela Bernarda, una quinceañera
con ochenta años cumplidos y energía para deterner cinco trenes. Su vara
mágica era su olla azul, brillante, limpia y tan grande que solía decir: «el que
se porte mal, hace hoy de gallina para el caldo».
Nuestra pieza preferida de la casa era la cocina. Estaba situada en la parte
trasera de la hacienda, así que, mientras desayunábamos- en aquella mesa
rectangular grandísima, proporcionada con la estancia que la recogía-
podíamos contemplar a la gallina Tani, «la loca», robándole los polluelos a
las cluecas. La gallina singular jamás incubar sus propios huevos, pero
aliviaba su frustración paseando a los polluelos ajenos por todo el huerto,
ante las miradas sorprendidas de sus verdaderas madres.
Después del desayuno, la tía abuela Bernarda nos ponía a desgranar habas,
guisantes, a pelar patatas, zanahorias o judías verdes. Cuando le llevábamos
la tarea concluida nos miraba sonriente y nos decía con aquella enigmática
voz:
– ¿Habéis decidido lo que os apetece comer hoy?
– Pollo en pepitoria- decía Jaime
– Estofadillo de ternera con patatas y zanahorias- opinaba Nacho
– Puré de Patatas y lenguado- decía yo
-Bueno, pues a la tarea- decía ella muy digna.
En ese momento ponía sobre la mesa la olla mágica, sacaba un almirez de
mármol blanco con su maza de madera y decía:
-Pelar dos dientes de ajo, trocear y machacar con un puñadito de sal para que
no vayan a bailar. Después, picar y triturar un poco de perejil para que no os
crezca la nariz. Añadir unos polvitos de mejorana para alegraros la mañana.
A continuación pelar cebollas chiquititas y trocearlas muy troceaditas,
para que espese la salsita. Exprimir dos limones y remover despacio
mientras cantamos un fandango.¡Deprisa, deprisa que la olla se muere de risa!.
Después ponía la olla al fuego y removía lentamente, cuando nos
cansábamos de mirar, nos íbamos a correr por el huerto lejos del burro
Chencho que se volvía loco por tirarnos del pantalón o de la falda.
Cuando sonaba la campana regresábamos cansados y muertos de hambre y
sed. Nos aseábamosun poco y poníamos la mesa: manteles individuales a
cuadros rojos y blancos- ribeteados con puntilla de crochet roja-, el
cubierto y un vaso grande de leche fresca al lado. El pan de hogaza lo partía
la tía abuela con un cuchillo de sierra mientras canturreaba una
coplilla. Y esperábamos el milagro.
Lentamente, hacía la señal de la cruz y rezaba en voz baja una corta oración.
Primero cogía el plato de Nacho y extraía de la olla, con un cazo rojo, un
humeante estofadillo de ternera con patatas y zanahorias y lo depositaba
lentamente sobre el mantel; a continuación servía a Jaime un buen plato de
pollo en pepitoria; finalmente, ponía ante mí un enorme lenguado con puré
de patatas.
Jamás preguntamos cómo lo hacía; cómo podía cocinar pollo, ternera, puré
de patata y freir el lenguado en un mismo recipiente y a la vez. No podía ser,
pero era.
Un día, cuando estábamos a punto de finalizar las vacaciones, mamá entró en
la cocina en el momento que terminábamos de comer.
-¿Habéis comido bien?
-Sí, muy bien- contesté- el pollo estaba muy rico
-Y la paella, también- dijo Nacho
-Y la sopa de marisco- dijo Jaime
Mi madre se volvió a la anciana y le dijo:
-¿Cuántos platos han comido estos niños, Tía Bernarda?
– No te asustes mamá, comemos cada uno un plato diferente, la fruta y el
postre. Pero todoestaba buenísimo.
Antes de que se armara la de San Quintín corrimos al final del huerto, aunque
aún tuve ocasión de oír a la tía abuela decir a mamá:
– No te preocupes, hija, aquí no se hace distinción. Los niños comen como los
mayores. Hoy he puesto pucherito andaluz, con fideítos gordos, su gallina
y su jarrete de ternera, sus garbanzos, su calabaza, sus papas frescas, pero
una vez en los platoos les ha sabido a otra cosa. Cada uno cree comer lo que
en ese momento le apetece. Ten en cuenta que son criaturas que tienen la
mente limpia, aún creen en milagros. Tu ya sabes que esta olla es muy especial.
-¡Tía Bernarda! ¿ También a ellos los has logrado engañar?
-No, hija, jamás he engañado a nadie. El Señor nos hizo libres para creer lo
que queremos, hasta dicen que se puede creer en lo que no vimos¿ Quién soy yo para
enmendarle la plana a un personaje tan importante?.