Alipio García hacía la ronda, como cada noche, en el pasillo número dos del juzgado del mismo número de la localidad de Ojos Claros.
El juzgado había sido, hace tiempo, el hospicio de la ciudad, dónde los niños morían y vivían con cara de pena. Alipio todavía recordaba a algunas de sus caras mirando tras la verja. Ahora, pintado en un escandaloso color rojo, dictaba justicia. En realidad lo hacían los jueces.
Avanzaba por el pasillo con la linterna enfocando los rincones cuando sintió un gélido aliento.
“Joder” pensó “otra vez se ha jodido la calefacción”. Raudo fue hasta el cuarto de calderas. Todo parecía normal. “Será el puto termostato”.
Cogió el teléfono. Una voz somnolienta le contestó del otro lado:
-Dígame
-Paco, soy Alipio. El pasillo de abajo está helao. Vente a ver si lo arreglas.
-Coño, Alipio. ¿Para ésta gilipollez me despiertas a las dos de la mañana? Ya lo miraré mañana.
Alipio se echó a reír. Cogió el catre y lo metió en el cuarto de calderas. Al menos dormiría y no pasaría frío esa noche.
El despertador rompió la noche a las cinco. Hora de hacer nueva ronda. En el pasillo hacía un calor espantoso. “Está claro” pensó “el termostato está como una puta cabra”. Pensó volver a llamar al sufrido encargado del mantenimiento, pero sabía que al día siguiente no le dejaría dormir.
Avanzaba despacio, como cada noche. Al final del pasillo, una sombra negra trasteaba en la pared.
-¡Eh, tú!- gritó
La sombra ni se inmutaba. Alipio a la carrera, porra en mano llegó hasta la sombra. Lentamente, la sombra se giró y dos ojos azules como envueltos en fuego le atravesaron el alma. Alipio, lívido, no logró articular palabra. Únicamente un gruñido salió de su garganta. La sombra se marchó por la pared de enfrente. Estaba claro, había visto un fantasma.
Alipio, corriendo, se encerró en el cuarto de calderas. Agarró el bote de la sal, con la que aderezaba su ensalada, y la esparció haciendo un círculo para salvar su vida. Se acurrucó dentro de las sábanas y no volvió a salir de allí hasta que el sol de la mañana le saludó calentándole el moflete de la cara.
El pobre hombre no pudo dormir en todo el día. No contó nada a nadie. ¿Cómo explicarlo?. Solo pensaba en la terrorífica noche que le esperaba.
Esa noche salió de casa cargado con una ristra de ajos, una estaca de madera, dos crucifijos y una pistola con balas de plata. Lo de la pistola es lo que más le había costado conseguir. Ah, y un kilo de sal. Nada más entrar se enfundo la ristra de ajos alrededor del cuello y los dos crucifijos, cambió su porra reglamentaria por la estaca de madera y empuño la pistola con la bala de plata. Alipo era un hombre valiente que no temía ni a su sombra.
Además, llevaba toda la tarde escribiendo una carta en la que le explicaba al puñetero fantasma que él era amigo del jefe de policía y que si volvía a verlo iba a ir derecho a la cárcel, ya se encargaría el de denunciarlo.
Puso el papel dónde le vio la noche pasada y se encerró en el cuarto de calderas con un círculo de sal alrededor de su cama.
Se pasó la noche acurrucado y leyendo un libro que había encontrado en la biblioteca “El fantasma de Canterville”.
A la mañana siguiente tenía las ideas más claras. Tras leer el libro, sabía varias cosas respecto a los fantasmas, primero que eran unos pringadillos y segundo que se podía comunicar con ellos.
Fue hasta el pasillo y se encontró una nota debajo que claramente decía: Señor, prefería no hacerlo.
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El fantasma de los ojos azules, había sido un discreto fantasma. Algo joven, todo hay que decirlo. En vida fue un niño. Allí murió hacía muchos años de pena y desnutrición. Casi no recordaba nada de su vida anterior. Jamás dio miedo a nadie. Solo robaba algo de comida que dejaba bajo las almohadas de los niños que menos comían, cuando aquello era todavía un hospicio. Los chicos le adoraban. Pero luego se marcharon y todo se llenó de un bermellón asqueroso.
Además de robar comida, cuidaba de un dibujo que había hecho en vida de su madre, no sabía bien ni cómo lo hizo, pero sabía que ese dibujo daba sentido a su vida. Dibujo que por supuesto, había desaparecido. Dibujo, que andaba buscando desde la llegada de los tipos de los papeles y el color rojo.
Y ahora ese guardia amenazaba con echarlo, a él. Al único fantasma del edificio. Desde luego el prefería no marcharse y eso iba a hacer.
Sin embargo, se sabía un fantasma limitado. Nunca había tenido la necesidad de transformarse en nada ni dar miedo, pero estaba seguro que en el pueblo tenía que haber otros fantasmas que entendiesen de eso y hasta es posible que estuviesen dispuestos a echarle una mano para echar al guardia ese que le había amenazado. Así que ni corto ni perezoso, salió una noche a la calle en busca de aquellos que le enseñasen a dar miedo.
Deambulo por las calles con tan mala suerte que no encontró más que uno. Un señor que acababa de morir hacía unos minutos en la estación de autobuses y que en seguida marchó hacía un asqueroso haz de luz que lo llenó todo.
A su vuelta encontró una nueva carta, en un nuevo tono. En esa carta el hombre le decía al fantasma que buscaba una forma de convivencia, que le perdonase su primera misiva, que estaba convencido que podría ayudarle a encontrar la paz que tanto buscaba. Que, en definitiva, fuese a hablar con él para buscar una solución a su situación.
El fantasma decidió ir al cuarto de calderas a hablar con ese sujeto que apenas le dejaba en paz.
Eran las tres de la mañana. Silencio. Entró en el cuarto cruzando la pared, con tan mala suerte que fue a parar dentro de la caldera dándose un quemazo morrocotudo.
-Huy- gritó
Alipio abrió los ojos. Llevaba todo el día preparándose para ese momento. Toda su concentración falló y apenas pudo balbucear un bienvenido, antes de caer desmayado.
Viendo que el hombre no aguantaba su presencia, le dejó una nota al lado del bocadillo.
“Estimado desmayado:
Busco desesperadamente a mi madre. No sé si está viva o muerta. No sé su nombre ni nada. Creo recordar que cuando era pequeño vivía en el palacio de los Marssage pero poco más puedo decirte. Si está muerta me gustaría ir a visitar su tumba. ¿Podría usted, en su infinita bondad, ayudarme?
Como creo que usted soporta mal mi presencia, puede seguir usando el sistema de las cartas en el rincón dónde estaba su retrato. Yo, por mi parte, intentaré no importunarle más.
Su amigo”
Alipio, cuando despertó, no podía creerse lo que leía. El chico sólo buscaba a su madre. Recordaba que de pequeño le contaron la historia de una mujer que murió en ese mismo palacio, pero no lo tenía del todo claro. Tenía que conseguir más información.
Así que dedicó dos días a hablar con los viejos del lugar y con el concejal de cultura para esclarecer la historia del fantasma del palacio de los Marssage.
Efectivamente, contaba la leyenda que hubo en tiempos una mujer desgraciada cuyo marido se fugó con otra, ella se volvió loca y salió en su busca. En ese tiempo el hijo de ambos, no se sabe bien cómo, fue a parar al orfanato y allí murió. Cuando su madre regresó sin marido se dio cuenta que también había perdido el hijo. Se encerró en su casa, y según dice, todavía vive allí. Leonor se llamaba. No sabía nada más.
Así que le dejo colgada la historia en el lugar mismo lugar dónde otras veces le había dejado las cartas y por primera vez en mucho tiempo, pudo dormir tranquilo.
El fantasma de los ojos azules, al leer la nota, decidió salir hacia ese palacio en busca de su madre.
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Doña Leonor había permanecido una eternidad sentada a la pálida luz del ventanal que daba a la calle mayor. Con su viejo vestido negro de luto, sentada, esperaba. No sabía bien qué, pero seguía esperando.
Era una noche clara, la luna brillaba enorme en el horizonte. Hacía calor. El fantasma llegó al palacio, que parecía una casucha vieja y destartalada. Los muebles tapados con sábanas blancas y montañas de polvo en los rincones.
Doña Leonor levantó la frente al ver una sombra aproximarse. Era el demonio que venía a llevarse su alma por los pecados cometidos. Lo sabía.
-Llévame, demonio. Llévame.
A la luz de la luna, Leonor era más hermosa todavía.
-¿Mamá?- preguntó el fantasma.
Mamá, que bella palabra de los labios de un hijo. Tenía razón, era como su querido hijo Pelayo, igualito. Con ese pelo al viento, y esa mirada de pillo. Pero su hijo había muerto, de eso estaba segura.
En un momento de turbación miró sus manos, como atravesaban el sillón. Ella también estaba muerta.
Pero qué importaba. Había recuperado lo que más quería su hijo, y podía disfrutar una eternidad a su lado.
En cuanto al viejo Alipio. Fue feliz, comió perdiz. O eso dicen. Hasta que una noche sin saber bien cómo ni por qué desapareció del cuarto de calderas del juzgado. Dicen que un fantasma con una ristra de ajos en el cuello ronda el pasillo número dos del juzgado. Pero eso, eso ya es otra historia.