El niño no paraba de hablar. Continuamente interrumpía todo lo que la guía iba explicando a los turistas, entre ellos sus padres.
—¿Qué significa erótico?
De reojo, Paulina miraba a los padres del repelente muchacho esperando una llamada de atención o un amago de reprimenda que nunca se producía.
—Que qué significa erótico, jolín, que no lo sé.
Un señor mayor, de paciente semblante, sin encomendarse a nadie le respondió:
—Es algo, jovencito, que te hace cosquillas en la barriguita cuando lo miras.
Aparentemente satisfecho con la respuesta, Pedrito asintió y pareció conformarse. No pudo, en cualquier caso, asimilar la explicación del señor mayor sin un ejemplo que le clarificase definitivamente la definición de su intriga.
—¿Como cuando papá con el coche sube y baja por las cuestas de la carretera muy deprisa?
Paulina empezaba a estar de veras harta del chaval. A cada momento interrumpía las explicaciones de los cuadros que los turistas contemplaban con delectación. En el museo donde trabajaba, era frecuente formar un par de veces cada mañana grupos de unas quince personas que la seguían por las diferentes salas expositoras. Acompañaba la contemplación de las obras con comentarios sobre el autor de las mismas y con razonamientos sobre las técnicas empleadas en cada una de ellas. Respondía a las preguntas de los visitantes, derivadas casi siempre más de la curiosidad que del propio interés artístico. Se había enfrentado dialécticamente, en más de una ocasión, con entendidos del tres al cuarto que ponían en duda sus conocimientos pictóricos, que eran muchos, dicho sea de paso, pero siempre había tenido la templanza suficiente como para no llevar más allá de lo necesario sus diferencias con ellos.
Con el niño era distinto. Le estaba haciendo perder la paciencia y, lo que era peor, estaba consiguiendo que los turistas empezasen a preocuparse más por él que por sus explicaciones.
—Chavalín —dijo Paulina quedamente—. Ya que tus papás no te dicen nada, te lo voy a decir yo: ¿quieres callarte de una vez?
—Oiga señora —respondió el padre dolido—. La criatura sólo intenta comprender lo que está usted contando. No creo que se deba callar si no entiende lo que oye.
—Explíquele todo lo que quiera cuando acabe la visita —la irritación de Paulina era evidente—. Ahora no es momento para darle al puto niño lecciones de erotismo.
—¿Puto niño? ¿Ha dicho puto niño? —el enojo de la madre se hizo patente—. ¿Quién coño se ha creído usted que es, mema?
El resto del grupo se abstenía de involucrarse en la conversación. Asistía atónito a la discusión sin atreverse a tomar partido por ninguno de los protagonistas. El señor mayor, el del paciente semblante, parecía como si quisiera defender a Paulina de la familia de cretinos a la que el niño pertenecía pero, así y todo, y dadas las circunstancias, optó por callar.
—¿Mema? ¿Mema yo? —Paulina perdió definitivamente los papeles—. Será gilipollas la gorda esta de mierda…
—Mi mamá no es gorda —Pedrito, por primera vez, medio llorando, metió baza—. Sólo está un poquito hinchada.
Las risas estallaron entre los, hasta entonces, impávidos asistentes a la disputa. Una de las señoras que formaban corro ante el Rubens no pudo por menos que desahogar su carcajada a voz en cuello:
—¡Hinchada!, ja ja ja… ¡Ésta sí que es buena! Hinchada dice el hijoputa…
—Pues sí, está hinchada y no gorda —el niño hacía acopio de valor para defender a su madre—, ¿verdad papi?
—Sí hijo, sí. Hinchadísima…
De nuevo las risas, esta vez con más fuerza, sonaron como una orquesta en la pequeña sala de los pintores flamencos. De las otras adyacentes comenzaron a aparecer visitantes intrigados por las voces y las risas que oían al otro lado de la pared. Pronto Paulina se vio rodeada por una maraña de personas curiosas que no se querían perder detalle de las, pensaban, hilarantes explicaciones artísticas sobre los cuadros y los artistas holandeses.
—Señores, por favor —intentó mantener el orden—, vuelvan con mi compañera a su grupo. Enseguida volverá la calma. Sean tan amables.
La madre de Pedrito miraba de hito en hito a su marido. La respuesta que le había dado a su hijo no parecía haberla apaciguado, precisamente. Se puso roja como la alfombra que pisaba y se sintió tan ridícula delante de toda la gente que se echó a llorar.
—¡Qué vergüenza, Dios mío, qué vergüenza! ¡Hasta mi propio marido me está llamando gorda! —se lamentaba.
—No te he llamado gorda, Rafaela —intentó rehacerse su cónyuge—. Sólo estaba intentando hacer callar a tu hijo de una puñetera vez.
—¡Pues podías ser más diplomático, cariño! ¡Qué manera de insultarme, aquí, delante de toda esta gente!
Paulina, el señor mayor de paciente semblante, los turistas de las salas anexas y la guía que iba con ellos, el conserje que acababa de llegar y el vigilante de seguridad que pasaba por allí, intentaron consolar de su desdicha a la pobre Rafaela. El desconsuelo de la misma era tal que, al no ser capaces ninguno de calmarla, solicitaron la presencia de un médico. Como quiera que no se presentó ninguno de entre los presentes, pidieron la colaboración de alguien que estuviera mínimamente familiarizado con la sanidad.
—Yo trabajo en una farmacia —dijo un solícito joven con aspecto de no haberse lavado el pelo en años—. Sé que le podemos darle para que se tranquilice.
—¡Un par de hostias le daba yo! —se hizo notar una señora alta—. Por no haber sido capaz de educar como Dios manda a su hijo. Él tiene la culpa de todo lo que está pasando.
—¡Y yo! —se sumó el guardia de seguridad.
El lío se había consolidado. Una tranquila visita de primeras horas de la mañana de un día de diario apuntaba a terminar como el Rosario de la Aurora. Un impertinente y maleducado niño, una guía con poca paciencia y una madre histérica casada con un marido poco galante, tenía todos los visos de ser noticia en la portada de los periódicos del día siguiente. No había precedentes en los anales del museo. Un museo internacionalmente conocido, de intachable prestigio y de no menos intachable calidad. Todo por un cuadro de tintes eróticos del maestro Rubens que había despertado la curiosidad de un mocoso que no sabía tener la boca cerrada. Aunque eso sólo había sido el culmen. Los precedentes venían de las salas de los expresionistas y antes de los renacentistas.
—¿Qué es ser expresionista? ¿Expresar lo que se piensa? ¿Y renacentista? ¿Volver a nacer? ¿Eh papi? Di papá, respóndeme anda, que quiero saberlo. Que luego en el cole se lo quiero contar a mis amigos. Oiga señora guía, dígamelo usted, que mi padre no lo sabe, ¿verdad mami? ¿A que papá no se lo sabe? Y eso que todos los días ve Saber y ganar y Quiero ser millonario que si no…, no sabría ni cómo me llamo, joper, que todo lo tengo que aprender yo sólo. Pues menos mal que soy muy listo y muy curioso, que si no… ¿A que sí? ¿A que soy muy listo y muy curioso? Pues mi perrito es como yo, más listo… El otro día en el parque…, bueno no fue el otro día, fue ya hace un mes ¿no mami? ¿Hace un mes o hace más? Bueno, da igual, no me acuerdo… El caso es que en el parque había un gato callejero, de esos que andan abandonados por ahí, como los vagabundos… ¡Qué mal huelen los vagabundos! Hay uno en el callejón de la tienda de chuches que huele más mal… ¿A que sí mami? ¿A que huele mal? Nuca se lava, el muy guarro. A lo mejor es que no puede… ¿Eh? ¿Qué ha dicho, señora guía? ¿Erótico? ¿Qué significa erótico?