Remedios se sentía perezosa. Durante todo el día hubiera querido tener ocasión de envolver todas sus obligaciones en un papel de periódico y echarlas a un contenedor de basura.
Iba a coger el autobús que la llevaba de regreso a su casa, pero le dolía un poco la espalda, y el autobús se estaba demorando demasiado. Enfrente había un jardín con unos apetecibles bancos de piedra donde poder sentarse unos minutos. Ella había escuchado contar muchas historias que decían que ocurrían en ese lugar, sobre todo de noche. Se rumoreaba que pasadas ciertas horas no era un lugar seguro, pero la gente hablaba de cualquier cosa, de sobra lo sabía ella, que soportaba los chismes de todos los que la rodeaban, gente que hablaba de lo que fuera sin contemplar si se trataba de verdades o mentiras. A ella, en cambio, le gustaba hablar sólo lo preciso.
Cruzó la acera sin respetar siquiera el semáforo rojo y se sentó en un banco de los que quedaban libres en el jardín. Quizás, en el momento de decidirse a cruzar ya sabía que no estaría sólo unos minutos. Era delicioso ese lugar… Remedios había cerrado los ojos y escuchaba los pájaros escondidos dentro del frondoso enebro, y aunque la tarde estaba a punto de desaparecer aún sentía el sol con su tibieza de amante suave sobre su rostro, no ya tan joven como el de esas chicas rápidas y vivaces como las palomas del parque. De pronto estaban y de pronto habían dejado de estar, llevándose las risas como una estela de colores que se desvanecía rápida a sus espaldas. El autobús se había marchado con ellas dentro. Gracias a Dios –pensó, sin saber muy bien qué. Remedios se alegró del silencio repentino, y no se arrepintió de haber dejado escapar el autobús. Pero ella era una mujer intachable. Ese día, como todos, había cumplido con todo lo que se esperaba de ella, minuto a minuto, desde que por la mañana temprano pusiera los pies en el suelo hasta ese momento, la hora en la que debía regresar a casa para preparar la cena. No había nada de lo que tuviera que avergonzarse. Su marido y sus hijos podían estar bien orgullosos de su autenticidad, y también de que fuera una perfecta organizadora doméstica. Ella era verdaderamente quien había logrado que su hogar existiese.
A pesar de que su trabajo la obligaba a pasar muchas horas fuera de casa sabía cómo exprimirle el jugo al tiempo; cada segundo tenía un valor inmediato que se traducía en valiosos actos domésticos. En la cocina, por ejemplo, mientras vigilaba cómo se hacía la comida en el fuego era capaz de transformar el desorden de todos los rincones y convertirlos en algo limpio y ordenado. Sus manos tenían una inteligencia independiente del resto de su cuerpo, habituadas a facilitar la vida de todos quienes vivían a su lado. Manos de estupenda cocinera, de perfecta planchadora, de buena administrativa, de excelente madre, de tierna esposa…
Pero esa tarde Remedios se sentía perezosa. Era como si una ráfaga de olvido hubiera soplado dentro de su voluntad robotizada y nada de su vida estuviera tan férrea e irremediablemente ligado a ella. ¿Por qué no dejar de ir donde la esperaban?, ¿quién la esperaba, y para qué? Querría no tener que ir a casa a preparar la cena, pobre destino suyo de cada anochecer. Querría poder elegir dirigirse a otro lugar donde nadie le pidiera nada, o sí… y hacer algo que nunca antes se había atrevido a hacer, abandonarse a otra suerte. ¿Cómo sería esa suerte…? Dejarse arrastrar por esa corriente, débil aún, que había soplado dentro de su voluntad amaestrada y que de pronto había conseguido tambalearla. Se sentía extraña, extraviada. Abandonarse… La palabra misma le producía un vaivén en el estómago, como si se hubiera montado sobre una ola y siguiera su ritmo y su destino.
En ese jardín ocurrían cosas que ella sólo alguna vez había imaginado con temor. Se dijo con su sensatez habitual que lo mejor era irse, el último autobús no tardaría en pasar, pero en el enebro el aire jugueteaba con las hojas y provocaba sonidos vibrantes y seductores. Le decía: “¡Quédate!”, “¡no vayas!” Hasta ella, desacostumbrada a esas sensibilidades, podía percibir el murmullo de las ramas. El sol se escondía definitivamente y el árbol se hacía oscuro y profundo. Y…¿qué ocurriría en el parque después? Nada extraordinario –pensó-, la gente siempre piensa y dice lo peor.
Remedios seguía concentrada en el árbol y sus murmullos, en la vida secreta y desconocida del parque. Se abandonaba a sus misterios. Abandonarse… Su mente avanzó un poco más: hacerlo al contacto tibio de otra piel, de otro cuerpo, de otras manos. Suavidad. Dejarse amar, que unos dedos nuevos la recorrieran, que unos ojos de otro color la descubrieran y otra voz distinta le susurrara en el oído palabras diferentes. Aún era joven, aún podía vivir muchas cosas nuevas. Pero ella no tenía otro destino que la calle Laredo 43, y el último autobús hacía un buen rato que partió cargado de gente cansada que sabía de memoria, sin embargo, el lugar de su regreso. A ella cuatro personas la esperaban para cenar y, sin embargo, de repente, eso no tenía ninguna importancia. En los labios de la mujer se dibujó una sonrisa traviesa.
Dentro de su bolso, gastado y pasado de moda, el bolso de una mujer humilde y trabajadora, tintineaban las llaves de su casa, donde sus hijos y su esposo aguardaban impacientes a que ella entrara por la puerta para preguntarle: “¿qué has preparado para cenar?” Nadie le preguntaría que cómo había pasado el día. Ninguno de ellos la miraría a los ojos para comprobar que detrás de su mirada se escondía un atisbo de luz nueva e inquietante.
El parque estaba lindo cuando anochecía. Acababa de descubrirlo, ¡y cuánto se alegraba de estar allí! Las luces se encendían poco a poco, y la iluminación le daba un aspecto cada vez menos inocente. Ella sabía que sólo era el primer efecto de su metamorfosis. Estaba realmente fascinada. Pasaba por allí todos los días desde hacía años, y a pesar de todas esas historias que había escuchado cientos de veces nunca se había atrevido a demorarse un poco para presenciar la secreta transformación del parque.
Era cierto: al caer la noche ese no era un lugar en el que una mujer como ella tuviera algo que hacer. No era su sitio, pero Remedios cerró otra vez los ojos y se quedó sentada. No había decidido nada, ni irse ni quedarse, sólo deleitarse en un instante prohibido, y no quería volver a escuchar la voz de la sensatez dirigiéndola como si fuera una muñeca.
Un hombre enfundado en un abrigo negro, con zapatos brillantes y un cigarrillo atrapado con experiencia entre sus labios la contempló en ese momento. A través de sus párpados cerrados ella supo lo que estaba viendo: una mujer cansada de su vida, a punto de desvanecerse. ¿Era hermosa esa mujer? ¿Le parecía deseable a ese desconocido? Tal vez él había descubierto, viéndola, alguna belleza que ella desconocía. ¡Y cuánto sería capaz de dar por descubrirla ella también!
El reloj de la plaza señalaba un cambio de hora. Ya era tarde, pero los cambios se sucedían implacables, como si se girara y de repente estuviera en otra escena. El hombre, sin embargo, seguía allí, ahora un poco más cerca de ella. Se había sentado en el banco de enfrente, y ya no estaban los niños de hacía un momento jugando a la pelota. Tampoco ninguna joven madre paseaba un cochecito.
Algunas personas cruzaban el parque con prisa, quizás con miedo, pero otras parecían no tener ningún temor y ninguna prisa. La noche era un destino para ellas. Aparecían de pronto, como llamadas por la oscuridad y allí se quedaban, a la espera de algún otro suceso que alimentara sus voluntades. Unas prostitutas de labios rojos tomaban posesión de sus rincones. Una de ellas le dirigió una mirada competitiva. Remedios comprendió que tenía que irse de allí, aunque no sabía dónde. Al levantarse se le cayó el bolso. A través de la tela, en el parque se escuchó el sonido de las llaves de su casa estrellándose en el suelo. El hombre del abrigo negro se precipitó a dárselo. Era un gesto de amabilidad. Le rozó la mano y la miró con intensidad. Ya no tenía el cigarro en sus labios. “¿Espera a alguien?” –le preguntó.
¿Qué más llevaba en su bolso, aparte de las llaves para regresar a casa…? Estaba nerviosa… Remedios rebuscó a tientas y sus dedos encontraron una barra de carmín, y unas monedas. Seguramente no eran suficientes, pero se dirigió a un pequeño bar que anunciaba platos combinados por un módico precio. Ella no había preparado nada para cenar, estaba lejos de casa, y tenía hambre.