Hay un tren dormitando en la estación, sus pulmones de metal exhalan humo, es la señal de un despertar, el primer bostezo. El maquinista pone a punto sus engranajes ya algo oxidados, la máquina se estremece ante el silbido potente de una bocina que no esconde un corazón nuevo. El humo es denso, el aire huele a carbón marchito, carbón antiguo confundido con el nuevo que llena su interior. La máquina, confundida con tan espesa bruma, parece soñar, recordando pretéritos viajes, cuando sus engranajes perfectamente engrasados y su caldera rugían pidiendo más carbón que le permitiera galopar impetuosamente el camino de hierro.
Habían sido mucho viajes los que sus bielas habían recorrido, portando dentro de sí pasajeros de todo tipo, variopintos, diferentes clases sociales, razas, culturas y religiones, habían viajado en el interior del único vagón que arrastró en su ya larga existencia.
También transportó equipajes a diferentes destinos, maletas llenas de risas, baúles de lluvia desconsolada, arcones de indiferencia, vasijas de cicatrices, barriles de decepciones, botellas llenas de besos, cajitas de metal repletas de caricias; incluso en una ocasión un corazón enamorado oculto en los bolsillos de un vagabundo con mal aspecto.
Ahora, pese a los esfuerzos del experto maquinista, la máquina mostraba una decrepitud absoluta, su aspecto recordaba lo que fue, aunque obviamente ya no era.
Esta triste noche todos los cuervos habían acudido a su presencia, quizás para observar la muerte del caballo metálico que antaño envidiaban por el brillo de sus cromados que ya quedaron opacos; o quizás para destripar su cuerpo una vez inerte. La máquina llenaba de vapor sus viejos conductos intentando restañar su viejo latido. Demandando su ilusión primera, buscando ese primer latido. Ese dulce cosquilleo que produce un beso de luna.
La estación, la vieja estación. Aquella construcción que surgía junto al camino de plata vieja y sueños desesperados había sido un sitio de encuentro, de celebraciones y exposiciones que gritaron al viento en las noches de verano.
Antaño cuidada y mimada por la compañía del ferrocarril, se encontraba en aspecto ruinoso. Su silencio, amordazaba un pasado ajetreado y vertiginoso; ahora era tan sólo el eco de tiempos pasados que pinchaban su estómago, para acabar soltando una lágrima que babosa y salada cortaría su mejilla.
La estación miraba asombrada aquella vetusta máquina de vapor, aquel cuerpo de metal cansado, aquel corazón, cansado de latir.
Todo era noche y las luces de aquel viejo cuerpo disolvían la bruma mostrando el camino de plata vieja, que se erguía incierto y desolado.
El Jefe de estación, salió de su oficina llevando en su mano izquierda un banderín rojo ya raído, deshilachado por el uso. Caminó longitudinalmente por el deshabitado andén, apartando el humo que la máquina había escupido en su primer bostezo, saludó al maquinista levantando el banderín y éste le devolvió un saludo manchado de carbonilla.
En el caminar por el andén, hizo un intento de espantar a los fúnebres cuervos, que se quedaron inmóviles haciendo caso omiso de las estériles advertencias del Jefe de estación.
Todo era noche, todo estaba impregnado de mil esencias, a lo lejos el incierto camino de plata vieja.
Un amanecer repentino lleno de espumas de mar, sonríe al viejo cuerpo de acero y carne en un guiño inesperado. La oxidada máquina le responde:
¿Cómo te atreves a despeinar mi tristeza?