No sé si el mundo tiene más imbéciles o más cabrones, pero está claro que Hank lleva razón y que los dos abundan. A los capullos nos toca siempre y nada nos redime.Como a mí el viernes. Nada me evitó mi particular dosis de mierda el viernes.
Llegué con cervezas a mi piso vacío alquilado y me senté en el salón, en ese sofá incómodo de cualquier piso alquilado. La tele mierda no me interesaba nada y a esa hora mi emisora de radio tiene un programa de política, finanzas y otros tipos de delito refinado fuera de mi alcance. Encendí un negro, fumé y oí los ruidos de la gente. Música en los coches, risas de jóvenes camino de los bares, la televisión atronadora de los ancianos del cuarto, las discusiones de madre e hijo en el segundo, el leve sonido que debe hacer la bonita vecina del quinto cuando sale de los vaqueros. La bronca del segundo se pone fea. Hay un par de golpes fuertes y secos. Tal vez la madre ha estampado al chaval de un bofetón en la pared o el hijo ha golpeado los tabiques con la cabeza de su madre. Están bien porque vocean de nuevo. Ella reproches que no llego a entender con claridad; supongo que los eternos reproches de madre hastiada. Él vocea como poseído que quiere irse, que lo deje salir. Y los dos gritan cada vez más alto y hay golpes que ahora supongo portazos o patadas a la pared. Yo enciendo otro negro en el sofá y espero a ver qué pasa. Los gritos salen a la calle por las ventanas del salón y al patio del edificio por las interiores. Todos los vecinos estarán pendientes de la escena. Los ancianos del cuarto han silenciado la tele. Tal vez la del quinto esté apoyada junto al marco de su ventana, sin atreverse a mirar y de puntillas sobre la alfombra, con braguitas diminutas de algodón floreado y los pechos tersos al aire antes de la ducha. Algo se rompe en el segundo. Quizá un jarrón. Siguen los gritos y los reproches que se superponen incomprensibles. Y la discusión, más caliente, quizá llegue desnuda a la vecina del quinto.
Contesto al timbre cuando suena. Alguien dice ser policía y pide que le abran la puerta. Mierda, no los oí llegar. No pasa nada, estoy limpio. Aún no fui a ver a mi colega. Son casi las diez, es viernes, tengo trescientos pavos en el bolsillo de un trabajo recién cobrado y, sin embargo, hay maderos bajo mis pies, no tengo perspectiva de sexo gratis ni ganas de comerme esta mierda de discusión que se pone seria. La policía se identifica, piden que les abran la puerta y la mujer se niega mientras el energúmeno del hijo berrea quiero salir, sacadme de aquí. Una voz diferente a la del primer poli dice que lo harán, que van a sacarlo. Y la madre que aquí no entra nadie. El poli amable trata de congeniar déjenos ver que el chico está bien y nos vamos. Y la madre responde muy serena y educada que váyase a la mierda señor y no me moleste en mi casa. El otro madero recurre al soplaré y soplaré, echaremos la puerta abajo y esposada a comisaría. Pero el amable debe haberle dado un codazo por imbécil y se ha callado en seco. El poli dialoga y lo mandan, de señor, a la mierda. El madero dice que van a tener que echar la puerta abajo. Y la madre, tranquila y satisfecha, responde que adelante, que está blindada y que mañana directa al periódico, la radio y la tele. Yo pienso en darme aire. Pero no parece oportuno salir del edificio cuando la policía quiere derribar la puerta de una vecina. Y lo intentan. Suenan golpes fuertes y secos. Van a entrar. Pam pam pam. Pam pam pam. El poli se traga un la muy zorra antes de decir que la tiene bien blindada. Hablan de llamar a los bomberos y entrar por la ventana. Y yo, ahora sí, me piro en lo que llegan. A comerme una pizza con una buena cerveza helada.
Hace calor esta noche. La ciudad está espesa. La gente aparca coches, lame helados o mira culos que pasan. Yo también miro; hay mucha chica bonita dispuesta a divertirse. Basta un gramo de cincuenta pavos, como una puta de carretera o un detalle para tu esposa. Bendito país que no te encarcela por esto si no conduces.
Estoy cerca de la pizzería. Por las voces, llevo detrás cuatro gilipollas que se quejan de que la “chacha” no les recoge el cuarto. Sudamericana, rumana, polaca o similar; me jugaría un gramo a que puteada y sin papeles.
Saludo al entrar en la pizzería y no espero a que me atienda la camarera, que se acerca. Camino seguro, como si me esperasen dentro. Es complicado detener a un hombre seguro de sus pasos. No espera nadie. Sólo quiero elegir mesa. Mientras llega la pizza vegetal empiezo la botella de cerveza helada y enciendo un negro.
Los cuatro mierdas se han sentado dándome el culo en una mesa redonda. Dos de ellos totalmente de espaldas a mi vista y dos ladeados. El ladeado de la izquierda es bajo y se lo curra en el gimnasio. El ladeado de la derecha lleva camisa rollo Ibiza y también va de gimnasio. No sé qué destacar del que se sienta vuelto de espaldas a la izquierda. El de la derecha tiene pinta de flamenco del cortinglés. Llegan a la mesa tres muchachas (Hank hubiera dicho tres zorritas) super ideales de la muerte como recién sacadas del cosmopólitan. Se me acaba la cerveza. La pizza llega con la segunda. Los mierdas y las chicas bobean naderías mientras les llevan la ensalada y el resto de comida. Platos al centro. Los dos ladeados parecen que lo tienen bien. Coquetean, sonríen, limpian con mimo la comisura de los labios. Sí señor, estas chicas saben cómo va la cosa. La del centro es mona, no tanto como sus amigas pero dudo que le hicieran ascos en los próximos años. Yo lo intentaría. La miro un par de veces de reojo hasta que me descubre, para que me descubra. Será la opción de los dos mierdas que me dan la espalda. El flamenco no se arranca y al otro no le sobra arte. Vuelvo a mirarla de reojo hasta que me encuentra, un par de veces. Mirar esquivar mirar… el pampaneo. Sus amigas lo tienen claro y ella lleva pinta de zamparse al soso. Esta vez ella me mira cuando levanto los ojos de la pizza. Hank sabrá perdonarme y arranco la última hoja de uno de sus libros de relatos, esa que no se imprime, la de bulto. Y escribo en ella, por si me atrevo a dejarla junto a la muchacha del pampaneo cuando salga de la pizzería, con el número de mi teléfono portátil apuntado y un estaré fuera diez minutos. Con el primer ron cola escribo:Estás prisionera en una guarida de lobos; estás en una trampa. El sitio que ocupas en la mesa no es casual; tus amigas lo tienen claro. Lo tuyo es más complicado. Dando conversación al bajito de tu derecha te arriesgas a reír sin motivo. El repeinado flamenco tampoco tiene interés alguno. Ambos quieren follarte sin saber qué te enamora de la vida. No pierdas esta noche única en sus brazos.
Ahí era donde tenía que haber puesto lo del teléfono y el te espero fuera, pero no lo hice. En vez de eso bebí otro ron cola y pagué la cuenta. Nos miramos de nuevo mientras me iba.
La ciudad sigue espesa y a mí se me ha calentado el morro con la cerveza y el ron. Hank me ha cogido el teléfono a la tercera y dice que la cosa está bien en la granja, que esta misma noche han parido las conejas y que hay algún gazapo. Su piso está muy cerca del centro. Es un piso marronero por si las cosas se ponen feas. Dice que coja cervezas de la nevera y encienda un porro. Hablamos de poca cosa pero con entusiasmo; una charla agradable mientras bebemos cerveza y fumamos. Suena el timbre y Hank abre. Es un colega, me dice, pero no entra al salón con él. Van a la cocina, lo despacha y vuelve. Hank suele tener estos detalles de confianza conmigo. Quizá no le caigo mal aunque no sea su mejor cliente. Cuando me ofrece la segunda cerveza los dos sabemos que es hora de hablar, así que le doy las gracias y rehúso, él insiste afectuoso, yo digo otra vez que no, gracias, que he quedado con una gente y que quiero llevarme algo. Le cojo dos gramos y diez pavos de porros. Él se marca dos lonchas generosas, nos las metemos, me da lo mío, lo guardo sin mirarlo y pago ciento diez pavos. Le gusta que guarde el tema sin dudar, fiándome de él. Aunque yo sepa al tacto que faltan al menos ciento cincuenta micras por gramo. Pero es buena cosa. Venga, te pongo otra loncha antes de que te vayas. Nos damos la mano de colegas, un par de palmadas en el hombro; sé bueno; nos vemos. Me voy a gusto con las cervezas, el ron, las caladas y el par de lonchas. No noto la nariz y empieza a resecarse la garganta. Pido un botellín de agua en el primer bar y me voy al centro, a escuchar rocanrol en el Heartbreak y a zumbarme unos tiros y unos tragos. Tal vez conozca alguna chica que me deje entrar esta noche.
Las lonchas están ricas, como las dos muchachas que llevo delante, con esas falditas cortas y camisetas que se atan en la espalda. Llevo tema para los tres. Me acerco un poco más para ver la marca de sus tangas de cerca. Ellas han acelerado un poco el paso. Yo también aprieto. A este ritmo sus culos son muchos más apetitosos; tan recios, tan firmes. Ellas aceleran otro poco. Casi empiezan a trotar. A mí me divierte el juego pero el coche se detiene a mi lado. Los cabrones llevan las luces apagadas. Y van dos en unas horas. Me dicen que me pare y yo me paro. A ver si no.
Preguntan a las chicas si me conocen y dicen creer que las iba siguiendo y que estaban asustadas y que menos mal que han aparecido señor agente. Documentación, vacíe los bolsillos, ponga sus cosas sobre el coche y separe las piernas. Ahí van dos gramos cojonudos y diez pavos de porros bien pasados. De remate mi albaceteña, que yo siempre uso para el pan, la fruta, abrir una caja y cosas así; pero a ver cómo lo explicas en este contexto. Sé que me van a esposar y antes de que lo hagan me muevo rápido, cojo los porros y doy un bocado que trago deprisa. Y me gano una hostia por listo; pero así será menos duro. Podrían haberme multado por los porros y haberse quedado los gramos y las pelas, pero arma blanca, pasta y drogas ante un juez pueden terminar en tráfico al menudeo.
Yo, como buen capullo que soy, me como toda la mierda que tocaba hoy. Y eso que era viernes, tenía pasta y había chavalas bonitas en la calle. No puedo evitar volverme a reír, aún a riesgo de que el madero me empalme otra hostia, porque Hank tiene razón y yo tampoco sé si el mundo tiene más imbéciles o más cabrones, aunque creo que ganamos los capullos.