III Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen


21 marzo - 2006

129- Zapatos de cuero cosido. Por Korzeniowsky

Iba a ser su primera noche, y estaba nervioso. Julius le había conseguido una chaqueta oscura que le venía pequeña, pero no los zapatos. – Tu pie es demasiado grande – le había dicho Julius, – tendrás que comprarte unos de tu medida -. Iffenai sólo tenía las botas que se ponía en la obra y unas deportivas blancas, y no quería ir con las deportivas. No puedo ir así, pensaba, cuando apaguen las luces sabrán perfectamente donde estoy, por arriba se me verá el blanco de los ojos y por debajo el de los pies. Julius le había dicho que los zapatos eran muy importantes, pero todos los días volvía del trabajo demasiado cansado para salir a comprar, y ninguno de sus compañeros de piso calzaba un cuarenta y ocho para poder pedírselos prestados.Se quedó sentado en la cama, mirando los tejados de Lavapiés por la ventana de su cuarto. En la habitación de al lado alguien había puesto un disco de Fela Kuti, y su rítmica voz sonaba a todo volumen a través de la pared. Si me va bien quizá pueda cambiar de piso, pensaba. Sólo por eso valdría la pena. Porque a Iffenai le gustaría poder vivir en un bonito piso, con una habitación para él sólo, una habitación con cuarto de baño, como las que construía en Sanchinarro. A veces, mientras trabajaba en alguna obra, Iffenai pensaba en que le gustaría vivir en un sitio así, un sitio dónde el wáter no oliera a podrido y sin rodales negros en la cortina de la ducha. En una ocasión en que su cuadrilla enlucía las escaleras de un edificio casi terminado, Iffenai encontró abierto el armario de las llaves, y con cuidado de que no lo vieran se coló en uno de los pisos. Dejó la puerta cerrada al entrar, y estuvo un rato allí, yendo de habitación en habitación, admirando el parqué recién puesto y los aseos sin estrenar. Esa noche, al volver a Lavapiés, Iffenai oyó más fuertes los ronquidos de su compañero de cuarto, y le pareció más sucio el baño que compartían entre todos. Iffenai quería vivir en un bonito piso, pero para eso necesitaba pasta, más de lo que ganaba trabajando duro en las obras de Sanchinarro y haciendo chapuzas los fines de semana, que apenas le llegaba para pagar su parte del alquiler y para alimentar los noventa kilos de músculos que Dios le había regalado. Necesitaba pasta, y la pasta se conseguía trabajando duro, pero también había otra forma. A él no le gustaba esa otra forma, pero Iffenai estaba harto, y ya no le importaba tanto.

Julius se lo llevaba diciendo desde que lo conoció al poco de vivir en Madrid. – Con ese cuerpo podrías hacer muchas más cosas que ser peón, Iffenai – le dijo la primera vez que se encontraron, mientras lo repasaba de arriba a abajo. – Hay trabajos en los que un negro guapo como tú puede ganar mucho dinero, y algunos ni siquiera son trabajos -. Pero entonces Iffenai acababa de llegar, y aún no había aprendido que existen apartamentos bonitos donde las paredes de la cocina no están amarillentas y donde algunas habitaciones hasta tienen cuarto de baño. Hasta que la semana pasada se encontró a Julius en un bar, y mientras bebían sentados a una mesa le preguntó a Iffenai si sabía bailar. – Verás, – le dijo echándole a la cara el humo de su cigarrillo – conozco un sitio donde las mujeres pagan por ver bailar a chicos como tú. Tienes un cuerpo que da gusto, ¿Vas a algún gimnasio? -. No, no iba al gimnasio, no tenía dinero para ir, y de todas formas a quién le quedan ganas de ir al gimnasio después de acarrear sacos de cemento diez horas diarias, pensó Iffenai. – Algunas te darán dinero a cambio de que te las folles, ¿Qué te parecería que te pagaran por follarte a una blanca? -. Y Julius se rió a carcajadas, enseñando una fila de dientes amarillos que llegaba de lado a lado de la mesa. Iffenai bajó la mirada al suelo al oír eso, porque sabía poco de mujeres, sólo había tenido una medio novia en Lagos antes de hartarse de la miseria y emprender el viaje que lo había traído a un bar de un barrio llamado Lavapiés. Se acordó de ella, y deseó no estar hablando con un negro escurrido que dejaba el cenicero lleno de cigarrillos pringosos de saliva y que le ofrecía ganar dinero enseñando sus vergüenzas y acostándose con españolas aburridas sobradas de dinero que gastar. Pero Julius le prometió que sólo tendría que hacer de camarero, – No te preocupes, que no tendrás que hacer nada que no quieras, sólo servir copas y sonreír a las clientas. Y podrás seguir en el tajo, será los viernes y sábados por la noche, y te sacarás cien euros por sesión, – le explicó – ochenta para ti y veinte para mí, mientras trabajes en el Noche Loca. Da igual que no hayas hecho de camarero en tu vida, allí tienes un colega nigeriano, pégate a él y aprenderás enseguida. Es un sitio sólo para mujeres, despedidas de soltera lo llaman aquí, son las fiestas que hacen las mujeres antes de casarse, y lo que les importa no es que sepas poner copas sino que seas guapo y tú lo eres, chico, que si espabilas podrás sacar bastante más de cien euros la noche -.

Así que Iffenai salió de su habitación ese primer viernes, vestido con la chaqueta oscura que le apretaba cada vez que estiraba los brazos, las zapatillas en los pies y la bolsita de deportes que se llevaba a la obra colgando al final de su inmensa mano, y caminó subiendo por Lavapiés hasta cruzar la calle Atocha, mirando las tiendas en busca de una zapatería. Y entonces los vio brillando bajo las luces de un escaparate, unos zapatos de cuero negro adornados con una hebilla de acero pulido y costuras de hilo que rodeaban el empeine formando dibujos. – Nunca he tenido unos zapatos así, se dijo Iffenai, qué bonitos son, y se acercó a leer la etiqueta, palpando en el bolsillo el par de billetes de veinte que había tenido que pedir prestados. No eres pobre por lo que tienes sino por lo que no tienes, pensó tras ver el precio, y siguió buscando hasta que en una tienda de la calle Preciados se compró unos feos zapatos de piel de imitación sin hebilla ni adornos cosidos alrededor del empeine.

Julius le había escrito la dirección en una servilleta que llevaba doblada en el bolsillo. Preguntó por la calle un par de veces, y con los zapatos en los pies y los deportivos en la bolsa se presentó en el Noche Loca buscando al encargado. Era un hombre muy pálido, con un bigote espeso que le tapaba el labio superior, que examinó a Iffenai de arriba a abajo con las manos en las caderas. – Así que tú eres el negrito nuevo que manda Julius -, le dijo el encargado, – tienes buena planta. Empieza por echar una mano con estas cajas, y ni se te ocurra jugármela que tengo muy mala leche. Con las clientas haz lo que quieras, pero si me engañas con el dinero te corto la herramienta -. Iffenai acarreó cajas, y luego fregó los baños, pero las botellas pesaban menos que los sacos de cemento de Sanchinarro, y los baños olían mejor que el de su piso de Lavapiés. – Tú harás carrera – le dijo la chica del guardarropa, haciéndole desviar la mirada, mientras Iffenai llevaba botellas de un lado a otro sorteando los sillones bajos y las mesas que llenaban el local. Su compañero nigeriano le enseñó a preparar ron con coca cola y ginebra con tónica, – Aquí todas piden lo mismo, y si te sale una original, me avisas – le explicó, y por fin se apagaron las luces y empezó a sonar música en los altavoces de la sala. Los descosidos de la tapicería se hicieron invisibles, y el ritmo de la canción hizo a Iffenai mover el cuerpo sin darse cuenta, balanceando las caderas mientras esperaba paseando de lado a lado de la barra. Al rato llegó un grupo de clientas riendo alto mientras le echaban miradas a hurtadillas, y sirvió su primera copa. – Tranquilo, verás como te va bien – le dijo su compañero mientras el local se llenaba, y cuando empezó el espectáculo y tuvieron menos trabajo en la barra se tomó una copa que le quemó la garganta e hizo más deseables a las chicas blancas que le miraban de reojo. Luego su compañero le invitó a una raya en la cocina, e Iffenai volvió con las piernas ligeras y oyendo la música en las tripas, y bailó, y siguió bailando mientras servía más copas, hasta que ya tarde una clienta morena con los ojos brillantes y un vestido ajustado marcándole el tipo le preguntó al oído que si era posible hacer algo más que bailar. – Pronto te vas a estrenar – le dijo su compañero en tono cómplice cuando Iffenai le preguntó que quería decir la chica, que esperaba fumando en la barra sin perderle de vista, mientras sus amigas se reían nerviosas sentadas en una mesa y alguna se mordía los labios al hacerlo. – Dile que pase por debajo de la barra y entra en el almacén de las bebidas, al fondo hay una puerta cerrada y detrás un cuarto con una cama, la llave la tenemos nosotros y del encargado no te preocupes, que hace la vista gorda porque dice que esto trae más clientas -. Iffenai pensó en la mujer, en su pelo moreno y el vestido ajustado, tragó saliva, y con el corazón latiéndole acelerado y el calor subiéndole ya por las ingles abrió la puerta del almacén y desde allí la llamó con la mirada. – Creo que esto es lo habitual -, le dijo la chica media hora después, sonriéndole, antes de despedirse con un beso. Un poco después Iffenai volvió a la barra, notando al moverse el roce de los dos billetes de cincuenta que ahora crujían en su bolsillo. Se sirvió otra copa, se miró los pies, y decidió que al día siguiente cuando fuera a trabajar llevaría zapatos de cuero de verdad, con hebillas brillantes y adornos de cosido rodeando el empeine.