Ocurrió justo en el momento más inoportuno, en el lugar más inadecuado … y a la luz del día.Allan había estado bebiendo en varios bares de la localidad y en el establecimiento de Trevor, en el que ahora se hallaban, durante toda la tarde, con unos conocidos, y al igual que estos ya se encontraba bastante cargado. Con paso vacilante y una honda mueca de cansancio, se dirigió hacia la máquina de discos; un hálito muy pesado flotaba en el ambiente. Puso una canción estridente en el artilugio, y Bill, que se encontraba cerca del mostrador, lanzó sus palabras al aire con una voz cascada y aguardentosa.
– ¿ Quien te ha dado permiso para regalarnos los oídos con esa antigualla ? -, y su cuerpo se estremeció presa del alcohol.
El que hablaba, esgrimía una mirada penetrante como un cuchillo, y sin duda alguna tenía un dejo de amenaza, aferrando las manos con fuerza los bolsillos de sus jeans.
El ambiente de la estancia se electrizó, y los restantes parroquianos suspendieron sus conversaciones en un momento extraño, bamboleante como las cucañas de las ferias comarcales, porque sabían como las gastaba el muchacho. Allan acudió con descaro al lance, buscando una firmeza que no tenía.
– ¿ Te molesta ?
Trevor, el dueño del local, permanecía en guardia, aunque en su fuero interno pensara que las cosas no irían a mayores, pero por si acaso ya se había provisto de una barra de hierro, que ocultaba bajo el delantal de servicio.
Bill seguía con su tono desafiante, envalentonado por las risas apenas contenidas de sus incondicionales: Martin, un muchacho que apenas levantaba cinco palmos del suelo pero de complexión atlética, enfundado en un peto azul de agricultor, y que escondía algo envuelto en papel de periódico a su espalda, y el pecoso Meabiliss, que en un pasado cercano se había visto envuelto en varias riñas callejeras. Algún cliente, como en una reminiscencia de las viejas películas del oeste, cuando se desataba alguna “tormenta” en el saloon, estaba presto a desplazar su cuerpo hacia la puerta o a dirigirse al tabuco del teléfono, que era el único elemento que desentonaba con aquellos pasados tiempos. Pero Allan, incluso se permitió iniciar unos torpes pasos de baile al compás de la música, manteniendo en equilibrio su cerveza, que enfurecieron aún más si cabe al que preguntaba.
De nuevo restallaron como un látigo las frases inquisitivas de Bill.
– ¡ Eh, tú, piojoso ! ¿ No tienes nada que decir ?
El aludido echó un trago largo a su cerveza y – acto seguido – devolvió parte del líquido en la escupidera con claro gesto de desprecio.
Entonces todo el poder del infierno pareció desatarse en torno a Allan, mientras la tensión le producía un andar frío y temblores en los labios; y de esta forma se quebró de manera repentina la habitual tranquilidad de aquel pequeño enclave del medio oeste. Bill sacó una navaja de proporciones medianas de la parte trasera del pantalón y, al errar en su trayectoria, una vez que Allan se hubo agachado, con dificultad, esquivando el golpe, la misma rebotó sobre un espejo del local, de cuyo mostrador salió el dueño con la barra de hierro, como alma que llevara el diablo, con la intención de deslomar a aquel fanfarrón. Al mismo tiempo, Martin no permanecía inactivo y, desenvolviendo su paquete, mostró a las claras el afilado diente de una reja de arado, que acto seguido voló hacia los omóplatos de Trevor. También Meabiliss portaba un puño americano, sumándose a la pelea y buscando la complicidad de su compañero Bill, que aún se hacía cruces de su fallo con la navaja. La canción todavía seguía sonando en la gramola.
Se oyó un prolongado A………..hhhh. del dueño del local, mientras se derrumbaba como un saco roto en el suelo, y la sirena de la policía al unísono, a la vez que las nubes arrastraban en el exterior una suciedad algodonosa, y parecían precipitarse con furia sobre los cristales.