Podría decirse que la decisión fue de los dos. Aunque la previa necesidad fue parida por ella: setenta metros cuadrados bien ordeñados, con vistas al parquecito de abajo, daban justo para los tres, pero no para el abuelo Jeremías una vez que enviudó.
Así que mudaron casa un domingo en el que hasta el tiempo debió de equivocarse pues, aunque anunciaron lluvias torrenciales, el sol lució con no demasiada rabia (lo otro, lo de que el chalé lindara con el jardín del geriátrico, era algo que sólo Marta Watson, o el fantasma de alas negras que llegó de lejos, podían prever).
Allá, cada mañana, al otro lado del seto vivo que servía de lindero y parapeto, hecho de aligustres con envoltura de espino artificial, paseaban los ancianos. Del lado del chalé se sentían aquellos chapoteos furtivos, que delataban los besos prohibidos entre pensionistas viudos. O los rumores cansinos y desdentados que pastaban la hierba, hasta que el grito de una enfermera rasgaba el aire.
A los Watson no les pareció molestia lo del hospital de ancianos. Antes bien, lo prefirieron a los fragores de una hipotética familia ruidosa que hiciera fiestas interminables por las noches. Además, con aquel aire limpio que bajaba de la sierra, el abuelo Jeremías no sólo mejoró de sus achaques, sino que, parejo a ello, bien podía jugar todo el día con su hija mientras ellos trabajaban, hasta caer exhaustos, y así se ahorraban pagarle a la canguro, y también a la institutriz.
Respecto a María Watson, se podría decir que con poco más hubiese sido feliz. Era todavía una mujer bonita, moderna si por tal entendemos un corte de pelo según lo vigente en las revistas de moda. Y el acompasar el tiempo entre el trabajo profesional y el doméstico. Su vida se componía de largas horas aporreando el teclado del ordenador, y cortos minutos que mediaban desde que llegaba a casa, besaba a la niña ya bañada en la frente, y la acostaba con un par de buenas noches dichas entre bostezos. Que María Watson confesara, tales rutinas: ese neutro y escurridizo estar en cada minuto que nacía y moría en su vida, le servían para sentirse bien.
Así fue hasta aquel día en el que la perra vida le escupió en los ojos la imagen de una hija que ni ella misma conocía: ayer mismo la había dejado acostada, luego de darle el biberón, luego de acunarla pausadamente, luego de ponerle su chupete de elefantitos y estrellitas, pero hoy el presente se empeñaba en devolverle, no un bebé que regurgitara la leche artificial que le daba, sino una niña demasiado alta, de mofletes demasiado regordetes, demasiado habladora que ya empezaba su tercer año de escuela.
La volvió a mirar una tarde de sábado desde la mecedora: observó todos y cada uno de los milímetros que ya había crecido su cuerpecito obstinado, terco en avejentar a su madre, tenaz en mostrar cómo otro año más había pasado, otras 365 toneladas de sapos y arrugas que ya cayeron del calendario. El crecimiento de su hija eran sus pechos, más caídos y blandos, redondeados ya en exceso. Era cada milímetro de cana, de su boca avejentada, tanto que hasta la risa le terminaba doliendo. ¿Es que ella no tenía derecho a ser todavía joven, todavía feliz?
La vaga respuesta a esta última pregunta, por extraño que parezca, vino de la mano de su suegro Jeremías, que aquella misma tarde entibiada se agachaba, besaba la frente de Micaela, le acariciaba el pelo.
¿Qué derecho tenía él a…?
—Deje a la niña en paz; no le manosee la cabeza, que ya sabe que no me gusta —bramó María Watson escupiendo cada palabra con la suficiente repugnancia.
El mismo edificio no le dio demasiada importancia al arrebato de aquel sábado: siguió sin arrugarse, todo lo más le salió alguna grieta de asentamiento en el techo. O en un bajorrelieve decorado con angelotes pintados. Pero los ancianos, al otro lado del seto pinchudo que, salvo por el olor que tenían como a coles hervidas, le habían sido hasta entonces indiferentes, empezaron, tal vez por los mismos motivos, a serle gravosos: María Watson empezó a detestarlos porque significaban el presagio certero de lo que ella iba a convertirse. Y, prolongados sus gemidos inútiles, saltadores de ese muro de aligustres y espinos que la separaban, estaba Jeremías que era su representante, su reflejo o su eco; esa Parca anticipante cuya mano, sucia guadaña artrítica, seguía ensuciando el pelo de su hija, segándole la infancia, conduciéndola de la manita también, por un paisaje pedregoso, desdibujado y lejano, pero igualmente certero, hasta esa misma muerte que los esperaba a todos; justo quedaría tiempo para tomar el último tranvía un par de meses antes; ése que paraba del otro lado del seto, el que se hacía cacas en los pantalones y gritaba, en boca de un anciano cualquiera:
—Enfermera, me hice mierda.
Quien sabe entonces si por arrebatar a Micaela de las sucias garras del tiempo, o por celos, o porque también el demonio, en aquellos días, se mudó del infierno y se les instaló en el recibidor, con su cola flamígera que aquel mes de julio sacudió por doquier, que María Watson empezó a no ver con buenos ojos la relación entre abuelo y nieta.
Y fue en agosto cuando se sucedieron los sueños más truculentos. Del otro lado del muro los viejos sacaban sus manos esqueléticas, de feas uñas largas de mugre, de dedos punzados por los pinchos de la alambrada. Entonces Jeremías empujaba a su nieta Micaela hacia el otro lado. Y la niña lloraba. Mamá, mamacita, gritaba la pobre.
Pero, ¿qué mamá ni mamacita iba a gritar si ella apenas la veía a diario?, se preguntaba con amargura María Watson a las mañanas siguientes, entre cafés solos y tibios, tostadas y zumos de naranjas, justo antes de irse a trabajar.
Una mañana de sábado, en el recibidor del chalé, alguien con las alas negras danzaba, riendo como un loco. Al sacar la ropa de la lavadora, María Watson contempló las pequeñas bragas. En el aire preñado de hervores de la cocina aquellas braguitas se estiraron: por un momento tomaron la forma de un estilete, o mejor de daga con guarnición de puntillas. Era su filo rosa y cortante y las manos, nerviosas, las tomaron de las cachas de tela, así, temblando, casi con asco.
Luego esas mismas manos atravesaron el pasillo, recargado de marinas; se introdujeron en el dormitorio del viejo, y las colocaron, húmedas, arrugadas, debajo de la almohada.
Cuando su marido llegó de trabajar aquel mismo sábado, se encontró con un drama de hechos consumados. Su mujer se tiraba de los cabellos, gimoteaba, chillaba y daba dentelladas salvajes al mismo aire.
—Mira lo que tenía el muy degenerado debajo de la almohada —dijo María Watson y exhibió la daga rosa, todavía húmeda, a buen seguro mojada por las lágrimas y babas de un guarro.
El camino en coche que hizo Jeremías hasta el geriátrico duró dos minutos. Pero a él le parecieron días. El aire era tan espeso y ferrugiento, que tejió unos barrotes imposibles que lo incomunicaron con el asiento delantero en el que su hijo conducía. Blasfemando y rabiando, llorando. De nada sirvieron excusas, el no saber ni de qué se le acusaba. No se dio perfecta cuenta de que había mudado casa de nuevo hasta que, aquella misma noche, Jeremías intentó salir.
—¿Dónde va? —le preguntó un vigilante lo suficientemente musculoso como para golpear a cualquiera de aquellos ancianos sin sufrir tan siquiera un rasguño.
Pasó la noche inconsciente, luego que le dieron el calmante disuelto en zumo de naranja.
Lo cierto es que en los meses siguientes no recibió visitas. Que el invierno llegó de súbito y tan frío que todas cañerías se congelaron. Los ancianos dejaron de lavarse para no enfermar de pulmonía. El aire eran cuchillas de afeitar pulverizadas que, al respirarlas, afeitaban los pulmones. Y en las piscinas de Piedras Blancas se podía patinar sin miedo a que el hielo se quebrara.
Pero a la primavera siguiente sucedió un juego hecho con espejos que los gorriones espiaron, mientras se mecían en las ramas. El juego empezaba así: una niña preciosa salía de un chalé procurando que no la viera nadie, ni siquiera la cuidadora contratada que la vigilaba, y enfocaba el espejito adecuadamente para que los rayos del sol se reflejaran. De una ventana de geriátrico, uno de aquellos viejos grises, anónimos e intercambiables, le respondía con otro espejito: un trozo triangular sacado de entre otros trozos triangulares, triste recompensa que quedó del cristal azogado de un baño.
Así debían de comunicarse aquellos seres, insignificantes para las nubes que pasaban, con su lenguaje enigmático de reverberos fugaces en esa espesura indiferente, en esa verde costra de este planeta Tierra sin importancia. Así siguieron durante un par de semanas hasta que, una mañana de miércoles, no se percataron de que esos juegos inocentes eran observados por unos ojos de mujer que habían cogido la baja por depresión en la oficina. Después de aquello ya no hubo más espejos ni soles.
Una tarde de mayo los vio partir. Eso que Jeremías no pudo oír fueron las conversaciones previas, los fingimientos y dramas: María Watson no lo podía tolerar, le dijo gimiendo a su marido; imposible soportarlo, cariño, comprende que ahí mismo vive aquel hombre que la tocó. Que la sigue mirando a diario con esos mismos ojos…, en fin, con esos ojos. Quien sabe si con su juego de espejitos y luces le insinúa que le quiere tocar la vagina. O los pechos.
Pasaron los días, y en el chalé abandonado no se registró movimiento alguno. La salud de Jeremías empeoró, considerable y repentinamente. Así hasta que un día de agosto el anciano asomó la cabeza por la ventana. Una persona, trajeada de negro, salió del chalé. Era un inquilino accidental que lo miró, sonrió, abrió con sus manos desnudas un agujero en el suelo. Y por él se metió.
Lo último que Jeremías vio que desaparecía, sumido en la tierra, fueron sus alas negras. Por entre las cataratas de sus ojos, demasiado cansados, advirtió que no eran negras del todo: una pincelada rosa y triangular ondeó un instante más y, al final, también desapareció. Entonces el anciano sintió un dolor en el pecho. El último dolor que sentiría.