Leticia soñó con una ciudad que mezclaba Goslar y Curitiba, con las calles estrechas y las plazas ancladas en el Medioevo del poblado alemán y las vallas en portugués y los murales de la urbe brasileña. Leticia buscaba a Witold enfundada en sus guantes y su abrigo, y preguntaba por él a los conocidos con quienes se cruzaba. El adagio del Trío de Brahms número 1 la seguía por todas partes. Todavía le parecía escucharlo cuando despertó.
La ventana le daba paso a una luz que aclaraba el azul de las paredes. Leticia reconoció su cama en Maracaibo. Había regresado hacía tres semanas a Venezuela. A su lado, dormía Reinaldo, su marido. Leticia se incorporó. Le dolía la espalda. No recordaba que alguna vez le hubiera molestado en Curitiba. Ya habían pasado seis meses de su viaje a Brasil y, sin embargo, Maracaibo le dibujaba con más fuerza todo lo que había dejado en ese país. Extrañaba amanecer y sentir el cuerpo de Witold, despertarlo y contarle lo que había soñado.
Antes, todo podía soportarse: la convivencia con Reinaldo, los trabajos de falsificación, el cargo que le habían birlado en la universidad. El quehacer literario la anestesiaba de su vida. Pero conocer el cielo para volver a ese purgatorio resultaba una tortura.
Leticia se levantó de la cama y encendió la computadora. Recordó Goslar y el escalofrío acentuó su dolor de espalda. “Déjame olvidarte, Witold, así como tú me olvidaste a mí”, le había dicho en medio del frío y de las lágrimas. “¿Qué tiene de malo que te escriba, Leticia?” Aún la abrazaba su acento polaco. “Sólo lo haces una o dos veces al mes y no quiero ver cómo Brasil se degrada cada vez más”. Leticia abrió el buzón de correo. “Escríbeme sólo si vuelves a sentir que me amas”, había agregado ella esa última vez que lo vio, enfrente de la estación de tren de Goslar, dos días antes de volver a Venezuela.
No había ningún correo para ella. El silencio de Witold no la ayudaba a olvidar. Más bien, calcaba en su mente las mañanas que encontraba un mensaje suyo esperándola, con un título largo y ocurrente, con una introducción romántica y original, con la relación de sus ensayos, conciertos, planes y alumnos, con un cierre que la emocionaba. Todo era tan distinto cuando Brasil estaba en su vida. Leticia se echó a llorar, como lo hacía penitentemente desde que Witold terminó con ella en Maracaibo, apenas cuatro meses después de Brasil. No interrumpió su rutina en Salzburgo, ni en Frankfurt, ni en Goslar, ni en el aeropuerto de Maiquetía, ni en Maracaibo.
Reinaldo la vio por el espejo y cerró los ojos. Muy bueno, que sufra, por adúltera, por sinvergüenza. Deseaba dormir un poco más, pero su cuerpo estaba despierto. A Leticia se le escapó un sollozo, casi un aullido. ¿Hasta cuándo va a durar el duelo por ese polaco? A Reinaldo le hubiera gustado cambiar de postura, pero su papel de dormido se lo impedía. Al menos, Leticia ya no se acostaba con Witold y no lo hizo cuando estuvo en Europa. De lo contrario, no hubiera vuelto con esa piel de cera vieja, ni ese cabello desahuciado, ni tres kilos menos, ni esa nueva dieta binaria de café y dulces. Y lo más importante, no se le hubiera entregado a Reinaldo con esa furia resignada cuando regresó del viaje. Después, el llanto de Leticia en el baño amargó su sueño, pero no importaba. El polaco estaba lejos y la había abandonado.
Reinaldo volvió a abrir los ojos y sintió que sus pestañas rozaban la almohada. ¿Cómo pudo dejar Leticia de quererlo? ¡Si él la llevó de aniversario a la primavera de París! ¿No sueñan todas las mujeres con ir a París con el hombre que aman? Reinaldo no entendía cómo el invierno les había llegado dos meses después. Aún podía ver con claridad a Leticia preparando la maleta para Brasil. “¿Por qué empacas tantos suéteres y bufandas? ¡Estamos en pleno verano! Podrías ir a la playa”. Su esposa le dirigió una mirada de fastidio. “¡En el Hemisferio Sur es invierno, Reinaldo! Y Curitiba no tiene playa”.
Reinaldo decidió levantarse, arañado por la rabia. Leticia acudió con brusquedad a una servilleta y buscó el periódico en Internet.
– Hoy vamos a almorzar en casa del tío Miguel –le dijo después del buenos días.
– No quiero ir –anunció Leticia, evitando su mirada.
– Vas a ir –replicó él alzando la voz–. Ya eludiste todos los compromisos con mi familia cuando te largaste un mes a Salzburgo. Agradezco que te laves la cara antes de salir.
Ella deslizó la servilleta debajo de sus párpados.
– Vamos a divorciarnos, Reinaldo.
– No hay divorcio y no te puedes ir de esta casa. He revisado tus cuentas y gastaste una barbaridad en el dichoso viaje. ¡Claro! ¡Si te pasaste un mes en un hotel de cinco estrellas! ¡A que no podías irte a una pensión de baño en el pasillo para ahorrar! Por si no te has dado cuenta, el dinero no te alcanza para otro escape internacional, ni siquiera para alquilar un apartamento aquí y mudarte sola. Tus padres no te van a recibir porque ya te quitaron espacio en la casa y no aprueban tu conducta. Y, puesto que no tienes trabajo ni mayor fuente de ingresos, no te queda más remedio que seguir mis reglas.
Reinaldo dio un portazo con la amenaza de irse a desayunar con Antonella, su amante. Leticia lo prefería así, que la dejara tranquila con el purgatorio. Al abrir el clóset, encontró que la ropa le recordaba a Witold: Ésta fue la chaqueta con que viajé a Brasil; éste, el primer pantalón que me quitó; llevaba esta franela cuando me decepcionó en Maracaibo, esta blusa presenció nuestro último encuentro en Goslar.
La prensa también le machacaba a Brasil. “En Río de Janeiro ya se prendió el Carnaval” “Brasil venció a Rusia con gol de Ronaldo” “¿Sabes todo lo que puedes hacer en Brasil?” Demasiadas cargas se sumaban al fardo que Leticia llevaba a lo largo de los días.
En la casa del tío Miguel, la recibieron con una alegría sarcástica. “¡Mijita, por fin volviste! ¡Ya parecía que ibas a abandonar a tu marido!” El clan la observaba: tíos, primos, abuelas, niños. Leticia no soportaba a esa familia inmensa. Ella era hija única; su mamá, también, y su padre tenía sólo una hermana que vivía en Valencia. Ella notaba que inquirían en su ropa, su aspecto, su piel.
–Te cayó mal Austria, Leticia. Estás tan delgada –comentó una tía–. Tienes las mejillas chupadas y eso te resalta la nariz. Dile a Reinaldo que te regale una cirugía para tu cumpleaños.
Witold le acariciaba el rostro cuando estaban en la cama de Curitiba.
– Me gusta tanto tu nariz. Parece mediterránea –y sus dedos de pianista recorrían su perfil.
– Ay, Leticia –intervino una prima–. A tu pelo le han caído cien años de soledad. Le hace falta un corte más moderno y unos reflejos de otro color.
Cuando se abrazaban, Witold se sumergía en su cabello. “¡Me fascina! ¡Es tan salvaje!” Leticia se reía cuando él se lo mojaba en la ducha. Reinaldo nunca le tocaba nada superior al busto ni inferior a las rodillas. Era raro sentir una mano ajena en su cabeza. Sería por eso que Witold no lograba desprenderse de ella.
– Yo diría que también se tiene que sacar las cejas, para que se le vean más arqueadas. Están muy gruesas –añadió su cuñada.
Witold le leía el rostro con su don de concertista. Entendía su fisonomía y su alma. “Tus cejas son naturales, ¿verdad? Prométeme que no te las vas a sacar, aunque en Maracaibo te digan lo contrario”.
Era duro soportar el purgatorio de la familia de Reinaldo y padecerlo de vuelta en la casa, a solas, cuando revisara otra vez el correo y lo encontrara vacío, cuando llorase en la biblioteca y Reinaldo encendiese el televisor para fingir que no lo ha notado, y continuará en la noche, cuando Leticia se ponga la piyama y recuerde que Witold no la dejaba usar ropa para dormir. Luego, se mirará en el espejo y le preguntará por qué Witold no volvió a encontrar su cabello salvaje, ni su nariz mediterránea, ni le pidió más promesas. ¿Por qué no le parecí bonita si yo estaba tan feliz de verlo en Maracaibo y en Goslar? Tan feliz como cuando crucé la selva para amarlo en Brasil.
Y seguirá triste cuando se quede dormida y sueñe con un Witold que le haga el amor o la ignore, un Witold en Maracaibo, en Goslar, en Curitiba o en lugares forjados por sus pesadillas, cuando la atormente el adagio del primer trío de Brahms.
Yo era feliz antes de que ella fuera a Brasil, pensaba Reinaldo en la madrugada, arropado por el insomnio, sintiendo la lejanía de la espalda de Leticia a su espalda y recordando cómo el éxito literario la volvía seductora.
– Mira, Reinaldo, lo que dicen de mi libro en el periódico –y entraba ella con la hoja desplegada y se sentaba en sus piernas para mostrarle el artículo. Reinaldo acariciaba sus ángulos–. Eres tan inculto que no puedes ni siquiera leer lo que escriben de tu esposa en la prensa.
Yo no quiero una esposa penitente, concluyó Reinaldo por la mañana, cuando volvió a oírla llorar. Me desespera ese mea culpa. Deseo a la mujer con quien conocí la primavera en París, la que encontraba tranquila escribiendo y con un café preparado al despertarme, la que protestaba cuando la ignoraban los medios de la ciudad y desnudaba su picardía con los éxitos.
Reinaldo la sorprendió ante la computadora. A Leticia le faltó tiempo para enjugarse las lágrimas. Reinaldo se arrodilló y sujetó sus muslos.
– Mi vida, yo te quiero perdonar. No quiero maltratarte, no quiero recriminarte más por lo del polaco. Deseo que nuestro matrimonio se arregle y borremos todo a partir de Brasil.
Leticia recordó cuando caminaba con Witold hacia el castillo de Goslar. El peso de verlo tan cambiado la hizo detenerse. Había un patio grande cubierto de grama que sostenía unos cúmulos de nieve sucia, derretida.
– ¿No te interesa conocer el castillo, Leticia? ¿Qué quieres, entonces?
– Quiero que todo vuelva a ser como antes.
Witold miró hacia la nieve.
– Eso no es posible –respondió.
Leticia apartó el rostro de Reinaldo y se aferró a su pañuelo.