Para Kinoa y con Kinoa
Obina Sampa se sienta en un lugar cualquiera de los muchos disponibles a esa hora última en el vagón de tren, equidistante de dos puertas abiertas que deben estar a punto de cerrarse ya.Sin embargo, Obina Sampa no está inquieta, no mira el reloj digital de la estación, no mueve los pies obsesivamente, ni espera ver nada extraordinario al otro lado de la ventana, ni en este instante, ni después, cuando arranque el tren. Sabe que no leerá, pero sí repasará, casi seguro sin conciencia, algún cuento, o episodio de cuento, de los incluidos en “La naranja maravillosa” de Silvina Ocampo. Será lo único significativo que haga, aparte de no pensar. Tampoco mira ni mirará al resto de pasajeros, no reparará en sus rostros, ni en sus atuendos, ni en sus alegrías, ni en sus peculiaridades, ni en sus tristezas. Ni por asomo se le ocurrirá peinarse o darle un mordisco a la manzana de la mochila o un trago a la botella de agua junto a ella. Mucho menos abrir el portátil o sacar el teléfono para ponerse a comunicar. En realidad, a Obina Sampa no le gusta aprovechar su viaje diario de ida y vuelta en tren. Al menos, no en el sentido que a menudo se le da al verbo aprovechar.
Quizá por eso, a Obina Sampa no se le va a escapar la oportunidad que, por delante de ella, está a punto de pasar. A Jeremías Sánchez tampoco, pero por diferente causa.
Jeremías Sánchez canturrea mientras baja las escaleras que le llevan al andén número cuatro de la estación de Atocha. Tengo tiempo y es una hora de poca gente, así que por qué no cantar, piensa Jeremías Sánchez. Canturreando, Jeremías Sánchez llega abajo y enfila el andén con lentitud, deteniéndose unos minutos a hacerle un lazo especial al cordón desatado de su zapato modesto, por la marca sabemos que no en el origen, aunque modesto es el adjetivo mínimo tras tan exagerado uso. Luego, Jeremías Sánchez da unos pasos más hasta situarse de espaldas justo a la altura de la ventana ocupada por la mirada de Obina Sampa, de frente a una vía de tren aún vacía. Mira los rieles y se admira con su infinitud. Deja de canturrear y piensa. Si es que es posible pensar lo real. Piensa: que se disminuyan las piedras y que gotee el niño. Y Jeremías Sánchez cierra los ojos y ve un parque, con una hilera de columpios de tres colores, rojos, amarillos y azules, que se balancean solos, quizá empujados por un enérgico viento que no aparece, pero que siempre desea hacer jugar; con algunos dinosaurios asombrados, de patas de muelles un tanto oxidadas en la parte baja y grandes alas; con un par de caballos metálicos listos para el trote; con una serie de diez o quince toboganes ordenada como si fuese la prole de una familia numerosa, desde los que son ya gigantes hasta los recién nacidos, que del suelo apenas si consiguen despegar. En el más alto de ellos, Jeremías Sánchez ve a Jeremías Sánchez – niño. Y Jeremías Sánchez – niño siente cómo empieza el descenso, y cómo gana, poco a poco, velocidad. Siente el aire en el rostro, más y más frío, más y más intenso, y los granos de arena fina del parque, que flotan en ese aire, que le hacen cosquillas por todo el cuerpo, que son vivarachas, que se dejan incluso respirar. Y Jeremías Sánchez – niño intuye que va a llegar abajo, a una tierra de azulejos cuadrados que brillan en blanco y negro, al otro extremo del tobogán. Tiene miedo de pronto y desea poder aprovechar el impulso para echar a volar. Jeremías Sánchez – niño aprieta más los ojos y sus deseos se cumplen. Empieza a subir, a subir, subir, dejando atrás un tablero de ajedrez cada vez más lejano a sus pies, hasta ocupar un lugar junto al puesto de un ave, un águila o un halcón, aunque en realidad a él le parece un búho asustado que por eso mismo tal vez enseguida se va. Jeremías Sánchez – niño sigue flotando y escucha un ruido de motores que reconoce: Se acerca un avión, piensa. Cuando pasa a su lado, Jeremías Sánchez – niño curiosea adentro y a primera vista ve a Jeremías Sánchez – joven tumbado en un sofá que no pertenece ya al avión sino a la sala de estar de una casa con estilo y pocos muebles. Jeremías Sánchez – joven apoya la cabeza sobre Obina Sampa. Han hecho y volverán a hacer el amor el único día de sus vidas que han pasado hasta hoy juntos. Jeremías Sánchez, de pie frente a las vías de tren, recuerda con los ojos cerrados, a menudo le pasa exactamente así, el juego que él y Obina Sampa se prometieron ocho… ¿ocho años ya?, casi ocho años atrás: mantenerse juntos en el pensamiento sin sufrir los malhumores de la vida y permanecer siempre abiertos a dejarse rescatar si volviese la oportunidad. Desde que Jeremías Sánchez cerró lo ojos para ver el parque han pasado apenas dos minutos. Ahora Jeremías Sánchez se dice, como otras veces en ocho años: de acuerdo, voy a darme media vuelta con gran lentitud y, sólo al completar el giro, abriré los ojos para encontrar los de Obina, esos tan suyos.
Obina Sampa se equivoca al no esperar nada extraordinario al otro lado de la ventana por la que mira. Nosotros nos equivocamos al creer que Obina Sampa no pensará. Obina Sampa piensa. Si es que se puede pensar lo real. Piensa: que se inunde la tierra con las gotas del niño. No nos equivocamos, sin embargo, en otras cosas. Por ejemplo, no se peinará, aunque sí que busca la manzana y le da un mordisco, pequeño pero al fin mordisco, y vierte en la boca también un trago de agua de su botella. Entonces, imagina que dentro de ella, trago a trago durante casi treinta años, ya debe haber todo un mar y que ese mar habrá debido fabricar unos cientos de caballitos y estrellas, cuando menos unos miles de peces de colores y algún que otro pingüino o foca, y plancton y sal y cosas de esas que hacen que el mar sea mar. Obina Sampa se sumerge en su propio mar, lo bucea y, tras muchas cosas, encuentra una burbuja del tamaño de una catedral, aunque sólo en eso y en el eco envolvente de adentro se parezcan. Aunque Obina Sampa enseguida se da cuenta de que el eco de la burbuja donde ahora está, es sobre todo un reproductor y amplificador de imágenes, no así de palabras. En realidad, lo que termina por entender Obina Sampa es que dentro de la burbuja gigante alcanza a ver el mundo en varias dimensiones. Por supuesto, al decir varias nos referimos a más de tres. Obina Sampa llega a contar diecisiete. Sin embargo, después de un rato no puede continuar, porque una cosa es ver una hectárea de tierra sembrada de trigo en diecisiete o quizás veintitrés dimensiones, o una cama vestida para el invierno, o una playa, o la noche, y otra muy distinta ver, por ejemplo, las diecisiete o veintitrés dimensiones de la guerra. Obina Sampa, como la mayoría, es incapaz de soportar ese tipo de visiones, por lo que decide contemplar una última vez su mar en diecisiete o veintitrés dimensiones y tragárselo después de golpe, sin calcular. Con el mar de nuevo adentro, Obina Sampa se deja caer fatigada sobre el sofá de la sala de estar de una casa con estilo y pocos muebles. Conocido es lo que allí ha pasado y pasará. La memoria de Obina Sampa recupera el episodio como a veces, no tantas como lo hace Jeremías Sánchez, pero a cambio con una intensidad que ella misma define como brutal y un detalle que cualquiera en su piel, en su mente acaso, calificaría como minucioso o quién sabe si exquisito o exacto. Desde que Obina Sampa se adentró en su mar, ha pasado apenas un minuto, algún segundo le puede faltar, y a Jeremías Sánchez le ha dado tiempo de girar sobre sí mismo, ciento ochenta grados, hasta dar la cara a la ventanilla de Obina Sampa. Obina Sampa se dice, como otras veces en ocho años: ahora abriré los ojos para encontrar los de Jeremías, esos tan suyos.
Jeremías Sánchez abre los ojos y, tal como espera, su mirada choca con la de Obina Sampa. Lo mismo le sucede a la mirada de Obina Sampa con la de Jeremías Sánchez. Ambos escuchan el pitido que avisa la inminente partida del tren donde Obina Sampa va subida. Ninguno piensa en por qué Obina Sampa no ha elegido un asiento más cercano a alguna de las puertas, habiendo tantos disponibles a esa hora última. Atrás, muy atrás, han quedado el parque, el vuelo por el aire, la burbuja y el mar. Ni Obina Sampa intentará alcanzar una de las salidas del vagón, ni Jeremías Sánchez correrá hacía alguna de ellas. Suponen que no alcanzarían su destino a tiempo y a cambio perderían el regalo del instante que viven, que no es otra cosa que su oportunidad. No sonríen, no parpadean, no les pica ni les duele ninguna parte del cuerpo, ni la espalda, ni los riñones, ni los pies. Son todo ojos. De no ser por los ojos, serían estatuas. Sin embargo, en sus dos pares concentran sus dos vidas, y se esmeran en lograr el mejor nudo que amarre sus miradas, por si hay suerte y aguanta y les concede un tiempo más. Jeremías Sánchez y Obina Sampa emplean su tiempo en menudencias del estilo. Por sus cabezas no pasa el dictarse un número de teléfono moviendo muy despacio los labios, ni el escribir las cifras en un vaho hecho con la boca sobre la ventana. Bastante tienen con mirarse, hasta que el tren, como está previsto, cierra las puertas y echa a andar. Pero, al contrario de lo que cabría imaginar, Obina Sampa no estira el cuello ni echa la vista atrás, intentando prolongar un tanto la fugaz visión de Jeremías Sánchez. Tampoco Jeremías Sánchez, aunque sería fácil hacerlo, se pone a caminar al ritmo inicial del tren. Jeremías Sánchez permanece inmóvil y vuelve a cerrar los ojos. Primero, suavemente. Más y más fuerte, hasta hacerse daño, después. Ve delgadas líneas blancas sobre un fondo negro sin brillo y sin profundidad. Las líneas se ensanchan, se juntan y se comen el fondo negro, para enseguida difuminarse, desaparecer y vuelta a empezar. Dos veces. Tres. Y entonces Jeremías Sánchez escucha la secuencia de chirridos que en el fondo espera, de ruidos metálicos que consiguen detener el tren. Aunque no es tiempo de nieblas, cuando Jeremías Sánchez vuelve a mirar, ve a Obina Sampa abrirse paso entre una nebulosa con firme decisión, la mano derecha libre, en la izquierda la manilla roja del freno de emergencia. Jeremías Sánchez no cree en esas cosas, pero en ese instante tiene la certeza de que ella viene a rescatarle, de que ella es, ni más ni menos, su princesa azul.