Dedico una hora entera a acicalarme. Ante el espejo pongo especial atención a los dientes, no vaya a ser que lo estropee todo un incompetente resto de cruasán.
Luego hago un repaso general Uno: Los zapatos, resplandecientes. Dos: La camisa, sin manchas de maquillaje. Tres: La americana, sin hilillos ni pelos. Mis puntos débiles parecen estar controlados. Soy especialmente observadora con los detalles por si el entrevistador es una mujer. Nuestros hábiles ojos son capaces de localizar hasta la película capilar en una chaqueta blanca.
Ah, importante: las uñas, también están bien, estupendo.
Escojo el gran bolso cruzado para no llevar el portafolio de plástico en la mano. Si consigo este empleo me compraré uno de cuero y ya nunca temeré ofrecer una mano sudada.
Llegaré demasiado pronto, lo sé, pero abandono la casa para poder localizar la calle sin agobios, por si me pierdo.
Una vez allí descubro que no hay ascensor. De nuevo tendré que presentarme con el aliento entrecortado y no hay cosa que más me desconcentre. La primera fisura en la coraza de autoestima puede ser fatal. Me imagino allí plantada, una desempleada que respira con dificultad, y ellos del otro lado: el de las acolchadas sillas giratorias.
Me niego a caer en la trampa. Afortunadamente el tiempo sigue de mi parte, así que me siento en el descansillo de la quinta planta sólo un instante, hasta acompasar mi respiración. Pero ocurre lo más inoportuno, alguien abre la puerta, precisamente entonces, y me ve ahí sentada en su descansillo. Mal, mal…
Poco importa, me siento dispuesta a remontar la desventaja.
Me invita a entrar y sentarme en el minúsculo sofá de la antesala a esperar que mi cita esté disponible. Primera táctica de desarme que comparte toda entrevista, con una media de retraso entre diez y quince minutos. El tiempo de la partida de Tetris que el entrevistador empieza cuando se le anuncia nuestra llegada. Ni siquiera la juega con agrado, es algo burocrático.
En este caso, son unos doce minutos durante los cuales pasa gente que me sonríe y yo les devuelvo un gesto cortés (un tanto espástico). Tan sólo desearía estar sentada a un nivel más alto. Si me hubiesen contactado con más antelación, me habría teñido las raíces.
Diez minutos más tarde ocurre lo de siempre. Ya nadie parece verme y se termina el privilegio de las sonrisas. Por el pasillo avanza con decisión una ejecutiva que, por supuesto, pasa de largo ignorando mi disposición a saludarle. Se dirige al escritorio de la recepcionista y entabla una conversación cargada de signos de complicidad. Aficionadas, esa también me la conozco. Seguro que ni siquiera os caéis bien.
Por fin vienen a buscarme y abandono el mundo de Lilliput para estrechar la pequeña mano de una mujer rubia de pelo corto que viste un traje negro.
He tenido suerte, no parece mala persona. De haber tenido boca, creo que me habría sonreído, como me indica el amable arco de sus cejas. Esa carencia en su fisonomía me desconcierta, pero hago todo lo posible porque no se note, me atrevería a decir que con bastante éxito. Podría jurarse que no es la primera vez. Cierto es que me las he visto en peores, como la del hombre desorejado o aquella del perro labrador.
Mientras le acompaño por el pasillo recuerdo los pliegues a ambos lados de sus ojos, otro indicador de su buen talante. Desgraciadamente, dichos pliegues se estiran por completo al instalarnos en su despacho. La entrevista ha comenzado.
Me acuerdo de aquello tan bonito que leí una vez a propósito de los buenos conversadores, algo así como que un buen interlocutor no es el que tira buenas bolas sino el que devuelve las malas del contrario. En este caso me va a tocar jugar al frontón, así que respiro hondo y me dispongo a empezar el partido.
Prefiere que vaya al grano y empiece por la trayectoria, deduzco; así que me entrego a un discurso concienzudo y apasionante en el que me presento como una persona abnegada, con ambición pero estable en sus compromisos. Le hablo de mi último trabajo: de mis responsabilidades y mis méritos, del buen trato con el resto de compañeros y de lo que aporté a la empresa.
Orgullosa, le narro también mis primeras experiencias en diversos sectores de la profesión. Entre ellos, los tanteos hasta dar con mi verdadera vocación que –añado– espero poder ejercer en el seno de su compañía.
Fin de la primera etapa y mirada impasible de la mujer.
Silencio. Hilvano una pequeña broma para distender el ambiente pero no hay manera de saber si le ha hecho gracia. Como toda respuesta baja la vista y toma unas notas en su cuaderno.
Entretanto, toqueteo un enganchón de la falda y distraigo la mirada por la habitación. Se trata de un despacho corriente, pero tiene algo que resulta incómodo. Está todo demasiado ordenado, no parece creíble que alguien trabaje ahí.
Redescubro su rostro atento a mi fisgoneo. Supongo que espera algún comentario. Suelto lo primero que se me ocurre “Bonito mobiliario” y tiro del enganchón.
Supongo que es el momento de abordar el área de los idiomas y la informática. Esta vez adopto un tono más informal, al fin y al cabo ya vamos conociéndonos mejor y no quiero parecer una persona fría. Pruebo a crear complicidad hablando de lo difícil que resulta para nuestra generación –pues tenemos aproximadamente la misma edad– mantenerse al día de las actualizaciones de los programas.
O no… quizás sea más joven que yo ¿se habrá ofendido? El caso es que me mira sin parpadear, luego iza levemente la ceja izquierda.
Es más o menos a esta altura de la entrevista que empiezo a pensar que se me está yendo de las manos. Siempre por debajo de la mesa, sigo tirando del enganchón y abordo el tema de mis aficiones. Me gusta la lectura, bueno ya sabe, a todo el mundo le gusta leer en el metro y todo eso, pero es que a mí me gusta de verdad. A veces hasta leo el mismo libro dos veces y nada de novela histórica con intriga facilona… bueno ¿no le gustará Dan Brown, verdad? Es decir, no tengo nada contra él, me gusta. Creo que todo el mundo tiene derecho a acceder a la cultura. Me encanta el Código da Vinci, no lo he leído pero… los colores de la portada, se han convertido en un símbolo en el metro… todo el mundo… Me encanta, sí. Y el deporte, también me gusta el deporte. Ya sabe, mens sana in corpore sano, jeje, y si además se pueden perder unos kilitos, bueno a usted no le hace falta, claro, usted está estupenda, pero bueno, yo tengo tendencia a engordar ¿sabe?… y… también me gusta lo normal, salir con mis amistades, no hay como una agradable charla con una cerveza en buena compañía. Bueno, aunque tampoco pasa nada por no hablar, claro. Para decir tonterías mejor callarse, ya se sabe, jeje. Bueno y, con beber pasa lo mismo…
… aplicándome el cuento decido callarme.
Ella se pasa una mano por los cabellos, se recoloca en el asiento, sin dejar de mirarme (con estupefacción)
El partido debe terminar, está muy claro. Sólo queda una cosa: hablar de mis expectativas salariales.
Me aclaro la garganta y restriego mis manos húmedas por la falda. Evito mirar esa explanada de carne suya allí donde debería haber una boca.
Me cuesta admitir que me siento intimidada pero lo cierto es que rebajo en un veinte por ciento la suma que había calculado en un principio.
Ante mi cifra, sus pestañas se juntan dos veces, en un grácil y rápido aleteo ¿incredulidad tal vez, o sequedad del ambiente?
Me aclaro la garganta nuevamente. Brutos, añado tímidamente, acompañando la palabra con un gallo estridente.
A continuación le tiendo la mano, que sigue mojada y me la estrecha sin ningún reparo, obsequiándome con el pliegue de los ojos.
Me acompaña a la salida y me despide con un nuevo pliegue. La puerta se cierra tras de mí y me quedo un momento inmóvil. Me lo han vuelto a hacer, me digo.