A pesar de las airadas protestas de mi marido, me fui. Era un viaje que tenía que hacer yo sola. Mi alma no se podía unir a la suya para ajustar las cuentas a un pasado tan lejano. Me pertenecía sólo a mí. Esto no lo podía compartir.
Me desorienté unos instantes al llegar. La ciudad había cambiado más de lo que yo podía admitir. Sensaciones agridulces anidaban en mí. Y es que veinte años sin olerla, sin sentirla, la habían transformado casi en una completa desconocida. Donde antaño pastaban rebaños protegidos por grandes encinares, ahora se erguían interminables hileras de casas adosadas, como un ejército en formación. Donde había parques acogiendo juegos infantiles, ahora locales comerciales se disputaban con ferocidad el espacio. No me gustaba, pero lo entendía. El progreso no crece al gusto de todos.
Aparqué el coche, no sin esfuerzo, después de verme engullida por un monumental atasco. La desilusión comenzó a ganar terreno en mí, pero de un fuerte y malhumorado manotazo la aparté. No quería que nada ni nadie me fastidiase mi día.
La tarde era calurosa. La primavera había despertado de su letargo con una fuerza inusual. Casi con agresividad. Me dirigí caminando a la parte antigua de la ciudad. Al principio, con miedo. Después, una sensación de bienestar se instaló en mí al comprobar que ahí todo seguía igual a como estaba en mi memoria. Al instante volvieron a mí todos los recuerdos que habían estado sepultados durante tanto tiempo. Todos querían salir al mismo tiempo. Se colapsaron luchando cada uno de ellos por llegar a la meta el primero, como si fuese una carrera. Podía reconocer cada piedra, cada esquina, cada árbol. Esperaba con inocencia, como cuando era niña, que un caballero medieval doblase la esquina a lomos de su engalanado caballo. La alegría y la inquietud me desbordaron.
Caminé despacio saboreando cada momento. Me sumergí en uno de tantos bares a los que el paso del tiempo no había afectado. Sentada en la barra, observé como algunos se hacían gestos y se preguntaban:
-¿No es ella?
-Sí. Al final, después de tantos años, creo que lo ha conseguido.
Me acerqué con sigilo y en un susurro se lo aclaré;
-Creo que lo tengo. Estoy sólo a un paso. ¡Deseadme suerte!
Salí precipitadamente dejándoles con la palabra a medias. Antes de que yo llegara a mi cita seguro que media ciudad estaría al tanto de mi vuelta. Aligeré el paso, ya que no quería llegar tarde. Había esperado muchos años y me veía incapaz ahora de alargarlo cinco minutos.
Llegué a la notaría vestida de nerviosismo. Ese mismo lugar que tiempo ha, me convirtió en un lamento. Firmé los papeles, entregué el dinero y sin perder un segundo salí camino del cortijo. La cabeza me daba vueltas y mi estómago parecía la morada de miles de hormigas.
Llegué ya avanzada la noche. Mi cuerpo y mi mente comenzaron a relajarse cuando caí vencida por el cansancio, sin darme tiempo a nada más.
A la mañana siguiente, en ese estado semicomatoso que separa el sueño de la realidad, abrí los ojos intentando reconocer el lugar donde me encontraba. La intensa y arrogante luz que se filtraba a través de las desvencijadas ventanas, heridas por el paso del tiempo y la falta de cuidados, había dejado mi sueño sin final. En el había vuelto a estar con ellas. Con mis queridas encinas. Al fin.
Después de tomar un par de cafés, recorrí las estancias una por una. Sentí como sus muros rezumaban lamentos y alegrías. Allí estaba la historia de mi vida. Salí del cortijo despejada y esperanzada. Dispuesta para el reencuentro.
Nada más traspasar el muro de piedra que rodeaba la casa, sentí como mis encinas me observaban desde su altiva languidez, dándome la bienvenida. Abrí mis brazos hasta el dolor, como si quisiera abrazarlas. Y retenerlas. Ahora sí. Para siempre.
Frente a mí, aparecía majestuoso el cortijo en medio el gran encinar. Había resistido los embates del tiempo durante décadas. Sus sólidos muros aparecían desconchados. Las tejas, bailaban a su antojo cuando el viento despertaba. Y las goteras, eran las invitadas de honor. Estaba enfermo. Pero nada irrecuperable. Esa encantadora decadencia pronto daría paso al hogar que fue.
Alcé la vista y observé como unas malhumoradas nubes luchaban por conquistar cada vez más espacio. Unas tímidas gotas comenzaron a dibujarse en el polvo del camino, trasladando mis sentidos muchos años atrás. En aquel campo agostado, asida de la mano de mi padre, le veía sonreír observando sus raíces. Es la imagen que vive junto a mí. Me acompaña. Respira conmigo. Desde siempre. Porque he amado con fuerza esa tierra, a veces tan seca y resquebrajada como un desierto. Pero orgullosa, agradecida y protectora.
Mas todo se evaporo cuando él se fue, como por arte de magia. Una insignificante suma ofrecida por los linderos disipó las nimias dudas que existían en mis hermanos sobre su venta. Mi corazón quedó anclado en esa lúgubre notaría, donde sentada frente a mí conocí a la avaricia representada en cada uno de los rostros presentes.
Y hoy, veinte años después, envuelta en esa mezcla de olores a ganado, jara y encina que siempre me han acompañado, noto que mi fuerza se despliega. Todo empieza a encajar, como las piezas de un puzzle. Ella ha vuelto a mí. La tierra, con su memoria, me ha reconocido.