La Sierra de Madrid. Un chalet rústico incrustado en una ladera. Cinco de la tarde.
Mila y Nacho sólo tienen datos imprecisos sobre la ubicación de la casa del viejo Sebas. No es viejo —cincuenta y pocos—, pero la soledad del retiro voluntario le ha agriado el carácter, exagerado las arrugas y encanecido el pelo.
.
El Wolkswagen turquesa de Nacho frenó cuando el horizonte comenzó a perfilar la ciudad de Segovia.
—¿Dónde cojones vive este tío? —se quejó mientras realizaba un brusco cambio de sentido.
Bordearon un pinar y dejaron el coche a los pies de un riachuelo. Caminaron cuesta arriba en silencio hasta que Mila alzó el brazo y apuntó con su uña índice nacarada.
Sebastián Lafoz apareció en público por última vez en 1998. Fue en la presentación de su novela Electricidad estática. Pensado como un acto promocional, aquel encuentro con los periodistas se convirtió de sopetón en una gélida despedida.
—Anoche releí el libro y me percaté de la bazofia que había escrito —aseguró muy serio Sebas ante el gesto estupefacto de su editor—. Esta mañana mientras venía hacia aquí he decidido, y así lo anuncio públicamente, abandonar la literatura. Adiós.
Electricidad estática, la historia de un estudiante de filosofía al que todo cuanto toca le da calambre, se convirtió en un best seller. Tres ediciones consecutivas desaparecieron de las librerías y centros comerciales en cuestión de semanas. Anteriormente, Sebas Lafoz ya era un autor más que conocido. Contaba con dos obras a sus espaldas: la primera, un premio literario que le encumbró como escritor joven, y la segunda, un guión para una película independiente franco-belga. Respetado por la crítica, admirado por los compradores de libros y endiosado por los jóvenes no-lectores, se movía por los cenáculos de los ‘90 como el outsider de moda.
Su retirada no le impidió cobrar los derechos y beneficios de las ventas. Ahora vivía sin privarse de nada, excepto de la gente. Ni concedía entrevistas ni recibía visitas. No tenía teléfono, tampoco televisión. Internet constituía su único contacto con el mundo exterior.
—¿De verdad lleva todo este tiempo sin ver a nadie? —farfulló Nacho en mitad de la ladera—. No me lo creo.
—Los repartidores de sus compras online son los únicos —respondió Mila—. Una vez un periodista se hizo pasar por uno de ellos. Llegó con un montón de bolsas de fruta, leche y comida precocinada, y le grabó cinco minutos con cámara oculta mientras metía los paquetes en la cocina e intercambiaba palabras con él.
—La polla.
La Editorial atraviesa por una grave crisis económica. Los directivos están desesperados. Por eso envían a su jefa de ventas, Mila Plumey —inteligente y rubia—, y a su delegado comercial más agresivo, Nacho Rojano —sobrino del máximo accionista y moreno—. Piensan que una nueva novela de Sebas Lafoz salvaría los muebles de la Editorial, y por ende los de sus elegantes mansiones.
—Sebas, abre, por favor.
Pasaron unos minutos y muchos “abre, por favor” de Mila.
Eran las seis menos cuarto de la tarde cuando abrió.
Sebastián ya estaba prevenido de la llegada de estos dos. Meritxell, su ex agente, se lo dijo ayer por messenger. Aún así, ahora los tenía sentados en su enorme sofá de cuero negro en pleno travelling con el cuello, radiografiando cada detalle del salón. Se dijo, suspirando, que alguna vez tenía que ocurrir. Tarde o temprano habría de traicionar al espíritu ermitaño que gobernaba sus grises días.
Sirvió tres vasos de whisky.
—Todavía no sabemos por qué hizo lo que hizo en la rueda de prensa de Electricidad estática. Si aquel speech se trataba de una técnica de venta, le felicito —Mila inició la conversación cruzando sus piernas como una acróbata, aunque en verdad las tenía molidas por la caminata.
Sebas se sentó enfrente, en un sillón individual a juego. Cogió un vaso y antes de beber habló:
—Daré por sentado que ha leído el libro…
—Yo en diagonal —interrumpió Nacho—. ¡Buenísimo!
—… y que es consciente de que el argumento está lejos de resultar congruente —sonrió Sebas—. Fue un error, simplemente. Un error que no pienso repetir. Han hecho ustedes el viaje en balde.
—A muchas personas nos fascinaba su literatura, Sebas —dijo ella, reclinando la espalda en el sofá, simulando una derrota prematura.
—Mi literatura, si es que así podía denominarse a lo que yo hacía, era un pastiche. Se procedía así en aquella década mediocre y finisecular: cogía un poco de aquí y otro de allá, obtenía un efectismo desprovisto de contenido alguno y lo aderezaba con historias cruzadas de drogas, juventud y sexo.
—La fórmula del éxito —apostilló Nacho, ufano.
El obligado anfitrión bebió un trago largo.
—La nefasta influencia del cine —se quedó pensativo un instante y después prosiguió enérgico, como impulsado por un resorte—. Narraba a través de una cámara que movía sin ton ni son, a veces amontonando sucesos e ideas en un único plano, a veces torpedeando al lector con un sinnúmero de flashes inconexos.
Nacho hizo ademán de hablar, pero Mila le hincó el codo en los riñones.
—No saben cuánto detesto mi forma de escribir de aquellos años. Las frases cortas, casi telegráficas. Los anglicismos, por todas partes. Los personajes adultos atrapados en el psicoanálisis. Los personajes jóvenes atrapados en lo dionisiaco. Los finales abiertos. Los finales infelices. El metarrelato.
Su rostro se cubrió con trescientas capas de melancolía, cada una de ellas más gruesa y áspera que la anterior.
—Sebas, eres un gran escritor —afirmó Mila, rotunda—. El hecho de que no guardes buen recuerdo de tus libros quiere decir que aún está por llegar tu obra maestra. Piénsalo: antes eras joven y experimentabas. Ahora ya tienes la experiencia necesaria, la madurez precisa.
Hubo un minuto de silencio, como un homenaje improvisado al cadáver del escritor joven.
—Largaos de aquí.
Sebastián Lafoz apuró su vaso y, con la cabeza gacha, subió despacio las escaleras de hierro forjado que conducían a las habitaciones.
—En fin, lo hemos intentado —Nacho se levantó de un brinco.
El Wolkswagen turquesa escapó a toda velocidad del crepúsculo de tarde al encuentro del skyline de Madrid.
En su despacho, el escritor retirado se sentó frente al ordenador. Estiró los brazos y se masajeó el cuello, poniendo en orden vértebras y pensamientos.
Abrió una hoja de Word.
“La Sierra de Madrid. Un chalet rústico incrustado en una ladera…”