Ésta es una historia que ocurrió, quizás, en alguna ciudad de un mundo sin nombre. Allí vivía un joven silencioso, de grave expresión y complexión ausente. Era estudiante, en una universidad de faz descolorida.
Un día como cualquier otro caminaba nuestro estudiante hacia ella. El día era gris y amenazaba lluvia. Hacía frío. El joven se dio cuenta de que no tenía donde apuntar las lecciones de sus maestros. Era demasiado tímido para pedir a sus compañeros que le dejaran algún folio, así que se acercó hasta una papelería.
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Pidió con un hilo de voz que le vendieran diez hojas. Más el hombre que le atendía, viejo cascarrabias con demasiados atardeceres a su espalda, le respondió con voz cortante que si quería hojas tendría que comprar un paquete de quinientas.
El joven, que ya llegaba tarde, no tuvo más opción que comprar el paquete entero. Su madre le había enseñado que no había que despreciar nada de lo que se nos da, así que se lo llevó a cuestas.
Fuera había comenzado a llover. Temeroso de que las hojas se estropearan a pesar del plástico protector, las guardó dentro de su abrigo y siguió su camino hacia la universidad. Cuando llegó como si de sus cabellos brotaran ríos salvajes, no pocos se preguntaron con curiosidad que tesoro guardaba bajo el abrigo. Más una vez lo dejó evaporándose sobre uno de los radiadores y mostró (aunque no fuera su intención) el paquete de hojas, los jóvenes que se habían acercado expectantes mostraron unos su decepción, y otros su burla.
Pero el joven no respondió ni a unos ni a otros. Centró su atención en su nueva compra, y puesto que debía prepararse para empezar la clase, abrió el paquete y guardó el plástico en uno de los bolsillos de su abrigo. Las quinientas hojas le miraban en silencio, como si exigieran de él que las tomara en cuenta.
Tomó su viejo bolígrafo, y comenzó a escribir sobre la primera hoja. Algunos compañeros le preguntaban qué hacía, otros se reían, pero él solo respondía con nuevas frases y dibujos. Así pasó el tiempo hasta que llegó el profesor. Su voz resultaba monótona, repetitiva. Hablaba de asuntos que el hombre por ignorancia había tratado de esconder con su conocimiento.
Nuestro joven dejó que las palabras volaran en el aire, sin atraparlas con su alma. Él sólo escribía. El profesor, enfadado por su actitud, le inquirió:
-¿Quieres dejar de distraerte con tus tonterías y prestar atención?
Sobre la lisa superficie del papel apareció en respuesta la frase “El jamás entenderá”. El joven se detuvo un momento en leer lo que había escrito, y suspiró. Luego siguió su trabajo sin levantar la vista.
-¡Fuera de aquí!
Y así marchó de la habitación, con las hojas cogidas contra su pecho. Sus pasos le llevaron al campus de la universidad, donde el amargado profesor le había enviado.
Había dejado de llover. Se recostó sobre el tronco inclinado de un poderoso árbol. Las hojas se mecían inquietas a su alrededor. La estación amarilla sembraba el suelo de deseos y caricias del viento que llegaban hasta su corazón. Y su corazón se perfilaba en los trazos de su bolígrafo.
Caminaba un anciano de aspecto maliciento. Y un joven cuya fuerza era mayor que sus piernas. Unos parecían temer no llegar, otros que no quisieran llegar allá donde fueran. La figura de una pareja se entrecortaba en la lejanía, sentados sobre la madera de un banco. Escuchaba al aire traer los secretos que se susurraban los enamorados al oído… Un hombre lloraba desconsolado entre las risas de unos niños y el hablar interesado de unos hombres de negocios…
Pasaron las horas, quizás los días. Algunos al pasar se preguntaban qué extraña razón le movía para escribir sin descanso, la mayoría sólo pasaban de largo sin siquiera advertir su presencia. Una mujer, incluso, se detuvo y se acercó a él. Sus rasgos eran dulces y sus cabellos se repartían confusos por efecto del viento.
-¿Estás bien? –le dijo. ¿Puedo ayudarte en algo?.
El joven alzó la vista y sus miradas se juntaron por un instante. Sus almas se encontraron rompiendo todas sus barreras, y una lágrima surgió de los arrugados ojos de la mujer. Él negó lentamente con la cabeza y la volvió a bajar con un suspiro para escribir algo. Ella se fue.
-Ella merecería ser feliz, pero su vida es un tormento… -leyó.
Cuando terminó la última de las hojas, el invierno había llevado la lluvia hasta la insensible ciudad. Guardó las hojas dentro de su abrigo y se levantó. A su alrededor todo era frío silencio. Caminó durante largo tiempo, sin rumbo ni destino. Y así llegó más allá de su barrio. Y como no quisiera quedarse allí, caminó más lejos, por los montes, por los prados, por los bosques y por las llanuras, hasta que finalmente llegó al océano.
Lo contempló en silencio. Levantó las hojas por encima de él y esperó que el mar se las llevara consigo. Pero el mar no quiso hacerlo.
-No son para mí esos anhelos, por más que me lleve a mis profundidades tantos y tantos sueños de los mortales.
Confundido y triste, el joven se giró y comenzó a andar de nuevo. Llegó de nuevo a la gran ciudad, que le recibió sin preguntarle su nombre ni su historia, a la misma calle donde había comprado las hojas.
Una súbita ráfaga de viento se llevó las hojas de su mano, haciéndolas volar en cientos de direcciones diferentes. El joven miró angustiado aquellos pájaros blancos. ¿Adónde marchaban aquellas historias?
Una de las hojas golpeó a una mujer de avanzada edad en el rostro. La cogió con las manos que delataban su vida entera y al leerla sus ojos se alumbraron un instante con una súbita luz. Miró al frente y soltó la hoja mientras una lágrima escapaba de sus ojos. En ella estaba escrita una sola palabra: “felicidad”.
Otra de las hojas se asentó sobre una barandilla, en lo alto de una escalera. Un hombre de aspecto menudo, encorvado por el peso de la vida, ojeó sin mucho interés las palabras, y volvió a dejar la hoja sobre la barandilla.
-Tonterías –dijo. Y se alejó. Pero en el principio de la escalera se giró y sus ojos dijeron “Ojalá”. En la hoja se podía leer “Dios y todos sus hijos”.
En otra sólo se podía ver un bello dibujo. Cayó sobre un charco y alguien la pisó. La tinta se diluyó y el dibujo quedó prácticamente irreconocible. Un hombre de unos cuarenta años y expresión afable se apercibió de la hoja y la recogió del charco.
-Vaya –dijo. Debió de ser un bello dibujo.
Y la tinta, extendiéndose como un río de lágrimas por la hoja, le replicó;
-El dibujo de una paloma…
Una última hoja se encontró con la mano de un hombre de unos veinticinco años, que cubría sus ojos con unas gafas y miraba invariablemente al frente. En ella había escrita una historia de amor verdadero, la más bella jamás escrita. El hombre la devoró con actitud altiva, y después riéndose la rompió en mil pedazos y la tiró en un rincón embarrado.
El joven al ver aquello cayó sin fuerzas y comenzó a llorar. En sus hojas había escrito la vida entera, y a nadie le importaba, nadie la entendía.
Más oyó unos pasos en el invernal suelo. Un niño de unos cinco años que andaba descalzo se acercó al rincón embarrado. Miró el amasijo que antes fuera una bella historia de amor y sonrió. Lo tomó en sus manos junto con el barro y lo abrazó fuerte. Miró al joven y luego sopló. Miles de fragmentos como miles de mariposas surcaron el aire rebeldes.
El joven lloró aliviado y luego cerró los ojos, vencido por el cansancio de mil y un días. Antes de dormirse se dio cuenta de que había olvidado incluir algo en sus hojas.
… La esperanza…
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