San Francisco, a 26 de Septiembre de 1962

Querida soledad:

En unas horas todo habrá acabado. Saldré de esta oscura y deprimente celda para no entrar jamás.
Caminando por la galería, mis pasos irán al compás de mi corazón, cada vez más y más lentos y dolorosos. La galería estará vacía y silenciosa. El silencio se verá roto por mis pasos sumergidos en una gran tristeza. Sin duda, cada paso dado me susurrará al oído la palabra muerte.

Lentamente, mi cuerpo se desplomará en esa silla, la silla del horror; me taparán la cabeza para evitar ver la sangre que cae sobre mis mejillas expulsada por mis débiles ojos, que irán de la mano de mi lengua yaciendo muerta sobre mi labio inferior. En ese momento, todo habrá acabado. La luz de la verdad se habrá apagado.

A cinco metros, con un cristal en medio, la madre de esa chica no perderá detalle. Lo último que escucharé antes de morir serán sus crueles llantos llenos de felicidad. Así, apagará su ira para siempre, ignorando como todo el mundo lo más importante: que yo no he sido; que todo esto no debería haber pasado. Sólo esa chica y su asesino saben la verdad.

Antes de entrar en este recinto era incapaz de odiar, de herir, de matar… ya no lo tengo tan claro.

Llevo siete años retozando con la muerte. Viendo morir a compañeros. Ahora es mi turno. Me vienen a buscar. Están llamando a mi puerta. La muerte. Ella me llama. Rasga en mi puerta todas las noches desde hace unos días.

Mientras tú te impresionas, mi cuerpo se desvanece en la nada. He muerto solo y sin causa.

Solo tú, soledad, has estado durante estos largos años a mi lado, llenando mis bolsillos y mi corazón.

Jacob