Estamos tan acostumbrados a existir que los hechos más sorprendentes de la vida nos pasan desapercibidos. Sólo si nos paramos a contemplar y reposamos la vista sobre lo usual podremos percatarnos de que eso que llamamos rutina tiene poco de repetición, y mucho de recreación.
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Despertar. Recordar algún sueño y sentirme mal o bien. Extrañarse de lo enrevesado de lo soñado y preguntarse por el origen de tanto enmarañamiento. Sentir que yo soy yo y no otro es algo que solo se puede sentir, no se puede pensar. Si se piensa pierde su tensión, su matiz vertiginoso.
Partir hacía el trabajo. Arrancar el coche, cilindros, pistones, bujías, mecánica en general, el primer coche del mundo ¿Cuándo fue? Me agarro al volante y acelero en las curvas para que el coche agarre. El hombre y la máquina. Cierto poder me embarga, cierta satisfacción. Enciendo la radio, ondas musicales, acortamiento de las distancias.
Ya ves que es posible sorprenderse a cada paso. Sigamos.
Un café. Activación. Comienzo a despachar clientes. Medio kilo de manzanas, dos de tomates. Rojos, verdes, amarillos, miente el arco iris, los colores son infinitos. Procuro no crisparme con algunas frases desabridas provenientes de clientes malintencionados. Sólo colores, reparto colores. Tres kilos de naranja para ti, tres de marrón para usted. La señora que espera su turno en la puerta enciende un ducados y exhala el humo hacía la calle procurando no molestar. Viene con el delantal puesto, vive cerca. Su piel ajada y su rictus resignado denotan mala vida. Pasa el mundo entero en una sola mañana, reacciones universales, frases traducibles a cientos de idiomas, semblanzas de todo tipo que se pueden ver en cualquier establecimiento. Aquí, en mi tienda, todo pasa. Todo muere y vuelve a nacer de igual manera, con su ciclo perfecto de imperfecciones encadenadas. Cierro el portón, me mancho con un poco de óxido la mano: marrón, húmedo, pegajoso. Me limpio con un trapo.
Comer. Necesidad convertida en rito para algunos, obstáculo hacia otra cosa para otros. Cortar, pelar, calentar, guisar, preparar, la historia del hombre es una evolución que va de lo crudo a lo cocinado, de lo virgen a lo elaborado. Lo que antes era comida sin más ahora puede ser arte culinario, lo que antaño fue coger por los pelos y penetrar ahora está repleto de prolegómenos, de caricias y afectos.
1596. Una fecha. Un año. En este caso el del nacimiento de René Descartes. Estoy preparando los exámenes de acceso a la universidad para mayores de veinticinco años. Leo, memorizo, y hago cuentas. Ya han pasado 499 años. ¿Cómo concebir la existencia de otros en otro tiempo? Amsterdam, bonita ciudad donde vivió nuestro filósofo cartesiano, allí escribió sus obras, allí orientó a Europa a pensar con orden y método. ¿Cómo serían los canales por aquella época? Supongo que no habría coffe shops por entonces, prostitutas, seguro que sí, siempre las ha habido. Sacudo la cabeza, leer, memorizar. Quiero aprobar, dejar la tienda, buscar salidas.
Observa las miles de ramificaciones de cada pensamiento, de cada idea, las millones de posibilidades que podrían haber sido pero que nunca serán. Todas están ahí, esperando para ser pensadas. ¿Raro, verdad? Para volverse loco.
Una infusión. Azúcar no, sacarina. Tintineo, dejar la cucharilla sobre el plato y sorber. Quema. Calor. Necesito un abrazo. Carolina se fue, le dieron una beca para estudiar en el extranjero. Su olor se quedó, todavía no consigo desprenderme de él, por mucho que aspire en otras pieles, su aroma persiste como una maldición. El enamoramiento es algo totalmente sensorial: pupilas dilatadas, un olor que se inserta en nosotros, el tacto multiplica su sensibilidad, cualquier sonido parece música y todo nos sabe a gloria. También pasará. Así como se sacia el hambre y se desvanece el sueño. En cambio, esta sensación de extrañeza, este estar aquí sin saber como ni porqué no tiene salida, no tiene por donde escapar. El dolor, la tristeza, el cansancio, la alegría, se localizan, proceden del hipotálamo, de los músculos, del sistema nervioso o de quien sabe que partes del cuerpo. Tienen origen, sabemos cuando nacen y cuando mueren. Pero lo raro, lo extraño, lo que no sabemos explicar, eso que no duele ni causa sufrimiento, es aún peor. Porque no es sublimable, porque no podemos contarlo.
Suena el timbre. Mi amigo. Me siento mal, me acuerdo de Carolina, él se sienta frente a mí, puedo contarlo. Sentir la extrañeza de las palabras saliendo por la boca, la ruta del sonido, la cueva del oído; no puedo contarlo, es incomunicable, incompartible.
Fíjate bien, el mundo cambia a cada momento, tú no eres el mismo que empezaste a leer este cuento, algo en ti ha cambiado, una milimétrica parte, un tono nimio, algo imperceptible, pero pensable al fin. Sino como se explica esa sensación de renovación y renacimiento que nos inunda cuando una vez leída la última página de un libro, cerramos la tapa y respiramos henchidos para palpar nuestro nuevo yo. Como se explica sino el cambio que se produce en la mirada cuando se vuelve de un viaje. Como explicar esa sensación de empequeñecimiento que aborda al que pasa los días sin tomar el plato principal de la vida. Bien consumiéndonos, bien expandiéndonos, vamos cambiando a cada instante. No te extrañes, o mejor sí. Quizá no sería recomendable asimilar como naturales todas estas cosas, todos estos detalles, por que si así fuera, ya no sería extraño, ya no sorprendería y acabaría formando parte del lado superficial de la normalidad.
Hora de volver al trabajo. La tarde espera. Promete una puesta de sol, un paseo por el parque y una cena con amigos. Hago caja, billetes y monedas, papel y metal. El símbolo. Nada sin dinero. Cien, cincuenta, veinte. Surto mi cartera, nunca se sabe. Esta vez no me mancho la mano al cerrar el portón, la memoria, el aprendizaje, aquello de no tropezar dos veces. Se despide el día ofreciendo un crepúsculo de tonos rojizos y anaranjados. Respiro hondo. La belleza. El sol, dios que perdió su trono, ejemplo para el fuego. Al fin, la oscuridad, comienzan a encenderse las farolas. El verde del parque se tiende ante mis pies, los niños gritan, las madres también y yo cierro los oídos. Un banco, tablas de madera, un grabado: Mario y Luisa, 10-11-2003. Esa manía por dejar constancias, por pasar a la eternidad. La vanidad. ¿Qué hubiera sido del arte sin la conciencia de la mortalidad? Me recojo entre mis propios brazos, hace frío. ¿Existieron de verdad las glaciaciones? ¿Cuándo será la próxima? ¿Quién la vivirá? Comienzo a andar, las palmeras parecen paraguas gigantes, un niño lanza una pelota que llega hasta mis pies, la recojo, sopeso su redondez y la lanzo. Jugar, prepararse para la vida, aprender a reír, a obedecer, a comprender, a repeler, a tantas cosas, y cuando por fin creemos saber algo, se acaba el tiempo. Lo han dicho tantos poetas, tantos filósofos; aun así, cada vez que se piensa es inevitable esa sensación: la de extrañeza.
Como estarás comprobando, cualquier lugar puede ser el idóneo para darse un baño de rarezas. Y es que lo imperceptible no está en las cosas, está en nosotros, en la manera de graduar nuestro discurrir.
Vuelta a casa. La ducha. El agua caliente corriendo por mi espalda. Placer. Jabón, frotarse el cuerpo, hoy con rapidez, no hay tiempo. Otras veces, las velas, el incienso, sales de baño; de nuevo, la necesidad convertida en ceremonia, en gusto para los sentidos. Se acaba el aseo, toca elegir la ropa. Haciendo gala de mi condición masculina me devano los sesos para combinar un par de colores que conviertan mi vestimenta en un conjunto armonioso. Pantalón negro, camisa amarilla. Todo para descubrir después que estos colores se matan, que no casan. Habría jurado que estos dos colores estaban de moda hace dos años. Pero la moda es- ya lo dijo Cortázar- así de versátil, así de arbitraria. O se lleva o no se lleva. Es muy sencillo, fácil de comprender, pero no por ello deja de ser irritante. ¿Cabe rareza mayor que la de concebir que lo que hace cierto tiempo resultaba agradable a la vista ya no lo sea? Como explicar al resto del mundo que a mí me gusta llevar pantalón negro y camisa amarilla desde la primera vez que probé esa combinación y que seguramente dentro de veinte años me seguirá gustando. ¿Es que no cabe la constancia de gusto en la ropa? ¿No cabe ser fiel a un estilo como se es fiel a cierta tendencia literaria, cierto estilo artístico o cierta ideología? ¿COMO NO SENTIRSE EXTRAÑO?
Un restaurante. Lugar de reunión. Aquí se encuentran la gula y el preludio de la lujuria, que no es otra cosa más que el vino. Dar las buenas noches, repartir besos y apretones de manos. Comienza la conversación, un trago, pasan los minutos y no paro de oír las frases de siempre, los mismos chistes fáciles, las mismas preguntas. Aperitivos, otro trago. Dejo de escuchar, solo oigo: murmullos, palabras inconexas, el ardor de los que se pisan al hablar. Humo, cigarrillos, las mejillas se van sonrosando. Vuelvo a estar entre ellos y levanto mi copa para brindar por esta noche que se ofrece plena para dejar de pensar. La ebriedad, tan recomendada por Séneca y tan vituperada por médicos y campañas publicitarias, es hoy mi salvación, mi vía de escape, la única forma posible de pertenecer a la masa y compartir la visión nictálope de los que abarrotan las discotecas. En otras ocasiones, después de otras cenas, he optado por no diluirme, por seguir concentrado en mi propio ser, sosteniendo la copa vacía en mi mano como quien aguanta la propia lucidez. Entonces, cuando esto ocurre, cuando se miran con frialdad los cuerpos que danzan y sudan mientras uno se mantiene inmóvil y seco, sobreviene la extrañeza para conminarme dulcemente a volver a casa. Pero esta vez, fue la parte achispada de mi cuerpo la que me invitó a reunirme con el sueño.
Creo que ya te habrás dado cuenta de que esta historia no resulta extraordinaria. Todo el mundo tiene o acaba por tener un trabajo, todo el mundo se enamora y desenamora, pasea por parques y sale a cenar con amigos. Lo singular, lo específico de la vida de cada cual lo pone la mirada que empleamos para observarnos a nosotros mismos y a los demás. No basta con ver, hay que mirar. Lo raro, lo extraño, aquello que puede exaltarnos y hacernos sentir únicos y hasta asomados a un abismo hay que buscarlo, no se presenta sin más.
Mi cama. Por fin el descanso. El mareo se va desvaneciendo. Dulce sopor. Entrega al sueño. REM. Una imagen se instala en mi mente, sólo veo piezas que caen y van encajando unas con otras cuando llegan al suelo, yo soy el encargado de ir colocándolas en la posición adecuada para que cuando tomen contacto con otras piezas encajen perfectamente. Las hay que parecen eles, otras son crucetas, las que más, una especie de serpientes como las de las señales de tráfico que indican curvas. Mucha tensión, no paran de caer piezas. Despierto sudado, todavía no es de día, respiro aliviado y recuerdo el sueño. Entre fascinado y extrañado me acomodo de nuevo para retomar el descanso. Mañana será otra partida.