Era estrecha la calle, la mugrienta farola de luz pajiza daba impresión de que necesitaba higiene en sus fachadas. Allá por la mitad, por donde más se ponía cuesta arriba una gran puerta con miles de capas de pinturas y cientos de desconchones, hacían obligatoria la mirada al interior del que manaba un olor a suciedad añeja y a miseria.
Todo era inmenso en la casa de vecinos, tras el gran zaguán, una galería de lozas pintadas de alcaparrosa marcaban el camino a seguir hasta el corral de piedras. Al pasar el patio de columnas rojas con basas y capiteles, que mantenían algunos trozos de azulejos con motivos de caza, dando cierto aire de antigua vivienda de pudientes propietarios se encontraba el pozo, con el brocal encalado, roñoso por los parches de suciedad y tenebroso por su profundo cilindro de sillares. Al mirar por su costado podían verse entre las llagas de sus piedras cucarachas y tarántulas esconderse entre las grietas.
Justo enfrente, una escalera llevaba a las habitaciones de los vecinos. Una bombilla colgada de un cable negro lleno de moscas, era la única luz común en la parte alta de la vivienda.
Un largo pasillo con puertas asimétricas a ambos lados, protegían la intimidad de algunas familias, otras dormían con la puerta abierta dejando salir los ronquidos, el olor a vino peleón, sudor y calor humano mezclado con aromas de chacinas rancias. Las camas de tubos pintadas de azul cielo, que lograban verse desde el pasillo estaban llenas de niños pelados al cero, y algún colchón en el suelo donde una mujer se cubría con la sabana al oír pasos por el pasillo, dejando al marido destapado en la calurosa noche.
La luna iluminaba el patio dejando sombras de arcos góticos reflejados en la pared, cantaban los grillos y las ratas cruzaban por el corral sin miedo a los canijos perros, llenos de pulgas y garrapatas que se cambiaban de rincones rascándose las orejas.
Miguel se detuvo apoyado en la baranda, mirando el amanecer de luz cobriza, que dibujaba perfiles de aleros y chimeneas bajo la cuadrada torre de Martos, que le daba nombre a la calle. Fijó la mirada en un gato que andaba por los tejados. Encendió un cigarro y a los pocos minutos una luz iluminó el pasillo, transparentando la cortina de rayas azules y blancas que hacía de puerta, un hombre carraspeaba y tosía, con voz ronca dijo: “ya voy Migué.”
Descorrió la cortina Manuel, delgaducho y bajito con una cicatriz en la mejilla izquierda que llamaba la atención al mirarle la cara causando sospecha al pensar que se la hizo en alguna pelea. Tenía los ojos pequeños y vivarachos, la nariz grande y aguileña aparentando ser persona de fuerte carácter y decidido a la hora de echar un paso adelante.
Bajaron juntos la escalera, Manuel se amarraba el cinturón de material, que le daba dos vueltas a la cintura, mientras se metía la camisa bajo el pantalón.
Sacó un cubo de agua del pozo y se mojó la cara secándose con el puño, al pasar frente al patio de columnas, Manuel cruzó con dirección a una puerta de chapa que había en el hueco de otra escalera, un agujero ciego era el retrete de la parte baja de la casa de vecino, mientras meaba y tosía, carraspeando dijo: “Vamos Migué, por el cochino.”
Miguel no dijo nada, pero su sonrisa le cambió la cara.
Un sol de justicia sobre sus cabezas les anunciaba que no eran mas de las doce de la mañana y ya estaban a varias leguas del pueblo, el camino estaba polvoriento.
Miguel, alto y desgarbilado con talante tranquilo y descuidado daba la mitad de pasos que su amigo al tener las piernas muy largas, de ahí le venia el apodo de “Patas de alambre”. Su contextura era fuerte, bien formado, de grandes mandíbulas, con el pelo canoso y recio que cubría su gran cabeza. Siempre andaba rascándose con sus enormes dedos haciendo honor a sus grandes manos, desaliñado en el vestir y despreocupado en las atenciones a su compañero, siempre estaba en otro mundo persiguiendo moscas, jamás contradecía a nadie, todo lo aceptaba con talante campechano, asintiendo con movimientos repetidos de cabeza. No podías esperar que cumpliera nunca lo pactado, la mayoría de las veces ni sabia lo que estaban hablando, siempre estaba en sus musarañas. Su sonrisa era irónica, demostrando que desconfiaba de todo y de todos.
La conversación era escasa, sus pensamientos estaban puestos en el mismo fin. Dos sonidos continuos acompañaban su caminar: el ruido de la suela del zapato de Miguel que estaba rota y arrastraba por la tierra, y las tripas de Manuel que a veces tenía que disculparse por vergüenza diciendo: “esta jernia d`estomago v`acabar conmigo.”
Divisando ya el cortijo de blancas paredes con enredaderas bajo los grandes ventanales. Tenía dos altas palmeras que se elevaban desde el primer patio de piedras donde estaba la ermita rodeada de jardines bien regados y llenos de flores.
Se desviaron del camino, con la intención de no ahuyentar a los perros. Estaban cerca del lugar donde les había dicho el porquero de la finca que habían tirado un cochino muerto.
Los nervios de encontrar en el lugar al cerdo sin que nadie lo hubiera visto antes, hacían que Manuel blasfemara hablando sólo, maldiciendo a los rulares y guardas del campo, teniendo en su mente a la guardia civil, que nunca los mencionaba ni para maldecidlos por temor a que el aire fuera confidente y tuviera que pasar la noche en el cuartelillo.
Llegaron al arroyo y Miguel fue hacia un matorral guiado por el olfato y la astucia, donde estaba el cerdo muerto. Sin mediar palabras, como dos carniceros expertos cortaron al cerdo en trozos, lanzando al agua las partes blandas y podridas. El animal tenia algunos gusanos incrustados entre los recios pelos rojizos, y trozos mordidos por ratas o tejones que eran abundantes en aquellos pagos de viejos olivares. Extrajeron el jamón derecho que estaba apoyado sobre la tierra. Sus navajas tenían hasta las cachas de madera manchadas de sangre, Manuel las limpiaba en la hierba de la orilla del río, mientras Miguel lo hacía en su pantalón oscuro.
“Darme er papé Migué, esta tajá está ma zana que tú y que yo.” Se dispuso Manuel a envolver la carne en el papel de estraza aceitoso, que había servido para liar el tocino añejo que compraba su madre.
Silenciosa era la faena sabiendo perfectamente cada uno sus obligaciones.
A pocos metros del río, en el respaldo de unas matas verdes, Miguel hacía un hoyo en la tierra para enterrar la carne bien liada.
Taparon y aplanaron bien el terreno y se abrieron entre los olivos cogiendo ramas y trozos de leña, que iban colocando sobre la tierra que cubría la carne. Formaron un horno natural y prendieron fuego para cocinar su alimento lentamente.
Ya empezaba a caer el sol, más de cinco horas llevaban junto a la candela sin dejar de poner leña cuando el rescoldo aflojaba. Si alguien pasaba por el arroyo nunca podrían sospechar que estaban preparando la cena, pues su alimento bajo tierra se estaba cocinando seguro.
Ezo tie que tar ya mas que güeno, Manué, dijo Miguel con voz de chiquillo asustado y hambriento a pesar de su corpulencia, Manuel sin contestarle comenzó a apartar el fuego hacia un lado con un trozo de rama de olivo que había afinado en forma de lanza, después rompió la tierra tostada que cubría el alimento y había sido base del fuego.
El aire era testigo del olor que se impregnaba en el campo, digno del excelente aroma creado en cocinas de cortijos. El asado blanco y jugoso mostraba el aspecto del mejor rosbif. El hueso se había quedado limpio por el codillo al encoger en su tueste, Manuel sujetaba el jamón por el hueso pelado como si se tratara del muslo de una perdiz escabechada mientras le quitaba restos de papel de estraza, sobre dos tranquillas clavadas junto a la candela y sujeto por ambos lados, Manuel flameó la carne sobre las ascuas que crujían chisporroteando, dorando la piel del jamón hasta ponerla crujiente y eliminaban cualquier contagio que tuviera el animal.
Sus caras iluminadas por el fuego al oscurecer la tarde mostraban la alegría de dos niños hambrientos delante del cristal de una confitería, Miguel se relamía los labios sacando la navaja del bolsillo para cortar un trozo.
Pero su amigo dijo: Anda y ve a la venta dèliseo y con estos diez reales compra un kilo de pan y una botella de vino, Migué.
A Miguel se le cambió la cara de pronto, su desconfianza hizo que le pasaran por la cabeza los peores presagios, preguntándose a si mismo.
¿Por qué no iba él? pero a regañadientes ya había asumido ir a la venta, era lógico que no fuera Manuel, le debía dinero a Eliseo.
Pero… ¿Por qué no me mandó por el vino y el pan, durante la tarde que habíamos estado sentados mirando la candela?
¡Seguro que lo hace ahora para comerse él toda la carne!
Desconfiaba de su amigo, pero se consolaba pensando que al menos comería pan y vino.
Nervioso y con miedo de enfadar a Manuel no protestó.
Güeno, pero júrame por to tus muertos que no lo pruebas hasta que yo guerba Manué, dijo con voz tenebrosa y asustada.
— No comeré ná esconfiao, tenemos carne pa los dos, y pa llevarle un cacho pata a la Consuelo. Anda, sal corriendo, que antes de media hora estés de guerta.
Migué se metió la mano en el bolsillo, arrebató la moneda de diez reales y la apretó en su puño afianzándola con fuerzas, sin perder un minuto echó a correr por entre los olivos camino de la venta de Eliseo.
Manuel no se apartaba más de un paso de la carne, mirándola con deseos de morder algún trozo, la luz de la candela aún le daba mejor aspecto al asado. Estaba serena la noche, las calles de los olivos iluminadas por la penumbras de la luna le daban paz al campo en el Sur de España.
De vez en cuando entre los acebuches de la orilla del riachuelo se movían patos o animales carnívoros atraídos por el olor, Manuel con destreza de buen cazador permanecía sin hacer ruido.
Impacientado por la tardanza de su amigo, para matar el tiempo tiraba piedras al arroyo asustando a los animales que se arrastraban por la orilla.
Sus tripas sonaban más que nunca mirando la apetitosa cena.
Hacía más de dos horas que su amigo fue a comprar, ya empezaba a preocuparse. En un acto involuntario, sin pensarlo, impulsado por el hambre hizo que faltara a su palabra, sacó la navaja del bolsillo y cortó una loncha de jamón. Sin saborearla siquiera se la tragó mientras cortaba otra con destreza. De pronto un olivo comenzó a moverse, de entre sus ramas con un ruido estrepitoso Miguel se desplomaba clavando el pecho y la boca en los surcos arados.
¡Pero que haces ahí arriba hombre de Dios! dijo Manuel con el trozo de carne en la boca.
— Yo shabia que no me poia fiar de ti Manué, pa la prosima ve, yo no voy a comprar na, que lo sepas. Tirándole la moneda de diez reales a los pies de Manuel.
En silencio sentados sobre la tierra junto a las cenizas, sin pan ni nada para beber, les fue cambiando el semblante. Mataron el hambre y agrandaron su amistad.
Pasada la media noche con los estómagos llenos, abandonaban el arroyo dejando allí los ruidos de tripas de Manuel y la desconfianza de Miguel, los dos amigos volvieron al pueblo caminando tranquilos sin hablar, disfrutando de la madrugada en el campo andaluz. Los bolsillos de Miguel estaban llenos de asado liados en papel de estraza para sorprender a su novia Consuelo.dera…”